Por Angel Berlanga
El escritor portugués
José Saramago presentó ayer en Buenos Aires su novela más
reciente, La caverna: escrita en su lengua natal y traducida al español
por su mujer, Pilar del Río, la historia cuenta cómo el
trabajo y la producción de un alfarero artesanal son ninguneados
y declarados descartables por la gerencia de un centro comercial, al que
Saramago se resiste a llamar, como se hace en Argentina, shopping
center. He tratado de representar, de transmitir al lector,
mi visión sobre la situación actual, desde el punto de vista
ideológico y social, explicó el autor. El centro
comercial tiene que ver con un sentido de dominio y de autoridad, e impone
sus leyes en una especie de contrato desigual, con un alto grado de perversidad.
Y la alfarería aparece como una actividad en vías de extinción:
a las sociedades ya no les interesa. Y esto sucede con una indiferencia
y una crueldad totales, como si no estuviéramos ahí para
pensar que las invenciones tecnológicas o determinados procesos
de producción traen costos sociales, en algunos casos gravísimos.
Eso sucede ahora, y nadie se para a decir qué va a pasar con la
gente. El ser humano en este momento es absolutamente descartable. Uno
puede preguntarse si no hay un riesgo de transformar una novela en una
especie de ensayo sociológico o socioeconómico; quizás
haya algo de eso, pero esencialmente es una novela, con personajes y situaciones.
Premio Nobel de Literatura 1998, el autor de El evangelio según
Jesucristo y de Historia del cerco de Lisboa lleva más de un mes
fuera de su casa, en una especie de maratón de presentaciones.
Luego de recorrer varias ciudades y países de habla portuguesa,
llegó a Buenos Aires ayer mismo y hoy viaja a Montevideo, en un
derrotero incansable. Saramago dijo que encuentra en estas giras algo
que excede la difusión: el encuentro con los lectores y la posibilidad
de hablar de asuntos que van más allá de su profesión.
Cada vez me interesa menos hablar sólo de literatura,
dijo. Puede parecer sorprendente, si yo soy escritor. En una hora
de charla, a lo mejor diez minutos son para hablar del libro y cincuenta
para hacerlo sobre todas las cosas. Me importa mucho más hablar
sobre la vida: ¿cómo estamos viviendo? La diferencia entre
los que tienen y los que no es cada vez mayor. Y la diferencia entre los
que saben y los que no es todavía más inquietante. Estamos
viviendo muy mal, y deberíamos tener conciencia.
El origen de La caverna, contó Saramago, puede fecharse en septiembre
de 1997, cuando vio en Lisboa un gran cartel que anunciaba la apertura
de un centro comercial. Luego de imaginar la enorme excavación
de la obra, reflexionó que quizás allí había
algo vinculado al mito platónico de la caverna. Supongo que
no en todos los casos, pero la verdad es que casi siempre un centro comercial,
o shopping, no tiene ventanas, razonó. Es una caverna.
No parece, porque ahí hay mucho color, mucha gente, todo se mueve,
hay música. La escritura comenzó un año atrás,
y desde entonces, contó, llegó a unas cuantas conclusiones:
Es un espacio público donde la gente puede encontrarse con
seguridad; la gente ya no se reúne en la plaza ni en la calle:
se han vuelto lugares donde el peligro está. Ahí puede ocurrir
todo. Se va al centro comercial como a un refugio, al igual que nuestros
antepasados. Las cavernas eran eso: abrigaban de la intemperie, pero también
refugiaban de las fieras, dijo, para profundizar luego el paralelo.
Ahora incluso las casas donde habitamos se están convirtiendo
en cavernas: edificios con verjas, con alambres a veces incluso
electrificados, con guardia armado en la puerta. Esto es la caverna,
nos estamos encerrando todos. Es una contradicción total, porque
al mismo tiempo se pregona por ahí que nos estamos comunicando
todos maravillosamente... por Internet. Eso no es comunicación:
no comunicamos si no estamos juntos. La referencia a la red también
mereció un análisis. Internet, en este momento, no
sirve para mucho, subrayó. Se sabe que el 90 por ciento
de lo que circula allí no tiene ningún interés. Que
da una posibilidad de información, de consulta, claro que sí;
pero es sólo un cambio tecnológico, porque todo lo que está
en Internet ya lo teníamos antes en las enciclopedias. No hay más:
lo único que se agregó es esa posibilidad de acceder rápidamente.
El problema fundamental es para qué sirve la curiosidad de uno.
Saramago destacó luego el poder extraordinario de la televisión
y criticó sus contenidos: Uno va de canal en canal, buscando
algo que valga la pena, y no lo encuentra. Las críticas más
ácidas estuvieron dirigidas al formato de un programa pronto a
desembarcar en los televisores argentinos: Gran Hermano. Se
ponen diez personas dentro de una vivienda, rodeadas de cámaras,
y nosotros debemos convertirnos todos en voyeurs: pueden estar haciendo
el amor, cagando, cocinando, peleándose, besándose, enrollándose,
y nosotros asistiendo en nuestras casas, como si fuéramos todos
impotentes del sexo, impotentes de la cabeza. ¿Hemos hecho todo
lo que hemos hecho para esto? Lo peor es que lo aceptemos como si nada.
Llevamos millones de años para crear lo que tenemos en esta caja
ósea, lo que llamamos cerebro, y parece que estamos renunciando
a su uso.
Saramago también fue contundente en su visión de América
latina: Está necesitando una nueva vibración. No estoy
hablando de armas ni de revoluciones; hablo de un movimiento ciudadano
que la libre de un dominio aplastante. América latina ya está
suficientemente adulta para emanciparse del dominio de su tutor o mentor:
América del Norte. Pero nosotros tenemos un problema muy serio:
no tenemos ideas. Y la gente para reunirse e intentar cambiar algo necesita
ideas. Para el final quedó una de las intenciones principales
de Saramago como escritor: Diría que lo único que
quiero es desasosegar a la gente. Entiendo que es mi obligación,
porque vivimos en un mundo que tiene todos los motivos para no sentirse
acomodado. Y sin embargo se está acomodando a todo, sin reaccionar.
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