Por Diego Fischerman
Todo podría explicarse
mediante una fórmula. Sería posible (pero no exacto) fundamentar
el atractivo de las canciones de Jaime Roos en la naturaleza de su composición
estilística. En esa especie de coctelera donde aparecen los Beatles
junto al calefón o, mejor, el candombe junto al rocknroll.
Pero la gracia de las canciones de Jaime Roos pasa por otro lado, mucho
más inexplicable. Si fuera posible aplicar a la música esa
frase de Raymond Carver acerca de que todo cuento, para ser bueno, debería
tener algo de inquietante, se amoldaría como un guante a estas
canciones donde los sonidos del carnaval cuentan las historias más
tristes, donde la voz más melancólica del mundo canta falsas
arengas triunfalistas, donde los acompañamientos de tambores y
los ritmos entrecruzados suelen superponerse a melodías de lirismo
insoportable y donde nada, nunca, es del todo lo que parece.
Colombina, La hermana de la Coneja o Durazno
y convención bastarían para hablar de Roos como uno
de los músicos más importantes de América del Sur.
Pero su trayectoria es más vasta y, como sólo sucede en
el caso de los grandes artistas, una retrospectiva permite trazar innumerables
líneas entre el pasado y el presente. Rastrear genealogías
y descendencias. Dibujar recorridos temáticos. Descubrir evoluciones,
ramificaciones y distracciones. Por eso resulta fundamental la reciente
reedición publicada por EMI, con todo lo que el uruguayo grabó
para el sello Orfeo, desde su primer álbum (Candombe del 31, de
1977, que junto a Para espantar el sueño, grabado en 1978, y Aquello,
de 1981, integra el primer volumen de la serie, llamado Primeras páginas)
hasta El puente, de 1995.
La colección se conforma con cinco volúmenes. El segundo
agrupa Siempre son las cuatro y Mediocampo, el tercero, 7 y 3 y Sur, el
cuarto, Estamos rodeados y La margarita y el quinto, El puente y cuatro
canciones grabadas entre 1978 y 1992 que habían quedado afuera
de los álbumes originales, Ella allá, Las
cosas malas, Piropo y Murga de la pica.
Mucho de este material era inconseguible (incluso en Uruguay) y, por otra
parte, la remasterización logró una mejoría considerable
en la calidad del sonido. En varias canciones en las que participa Eduardo
Mateo (un dúo de guitarras improvisado, Cielos, y Victoria
Abaracón, entre ellas), la murga Falta y Resto aparece en
Adiós Juventud y Hugo y Osvaldo Fatorusso son presencias
habituales. Están también las letras de Mauricio Rosencof
para La margarita, escritas en un calabozo y escondidas en el dobladillo
de las camisas que una vez por semana se llevaban para lavar los familiares.
Por ahí andan algunos de los nombres inevitables de la música
popular en Uruguay, como Rubén Rada. O músicos de este lado
del río como Osvaldo Caló y Juan José Mosalini. En
una entrevista publicada por Radar, Roos aseguraba que en sus dos primeros
discos había algunas buenas ideas en las letras. Decía
que dos o tres habían quedado bien, pero el resto era defectuoso.
Y completaba la idea afirmando que a veces querría secuestrar
la edición completa de un álbum que ya está en manos
de la gente. Los escritores tienen la suerte de hacer ediciones aumentadas
y corregidas. Con los músicos siempre es más difícil.
Esta edición, por suerte, tiene el sentido contrario.
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