Terminó todo. El vicepresidente
demócrata Al Gore concedió la derrota en las elecciones
presidenciales norteamericanas. Acabo de llamar (al candidato republicano)
George W. Bush para felicitarlo por su victoria, anunció
ante las cámaras a las 21.00 hora local. En un discurso de siete
minutos, Gore enfatizó reiteradas veces que el patriotismo debía
prevalecer sobre el partidismo. Sé que mis partidarios están
desilusionados, yo estoy desilusionado, pero ahora todos los norteamericanos
debemos unirnos detrás de nuestro nuevo presidente, explicó.
Estoy contigo, Bush, recalcó al proponer un encuentro
lo antes posible para comenzar a cerrar las divisiones de la campaña
que acabamos de vivir. En un discurso emitido exactamente una hora
después, Bush respondió que se reuniría la semana
que viene con Gore para curar a nuestro país luego de una
dura contienda. Citó sus antecedentes como gobernador de
Texas como prueba de que el consenso bipartidista es posible. Y precisó
que sus prioridades como presidente serían la educación,
el sistema de jubilaciones, el sistema de salud pública, todos
temas sensibles a los demócratas, y el fortalecimiento de las Fuerzas
Armadas.
Era claro que Gore quiso evitar a toda costa parecer ahondar la división
nacional que revelaron las elecciones. Hubo pocas reivindicaciones personales.
Admitió que estaba en profundo desacuerdo con el fallo
de la Corte Suprema federal que suspendió los recuentos manuales
en el estado de Florida, quitándole así la última
oportunidad para ganar la presidencia. Pero subrayó que no
quede ninguna duda, acepto la finalidad de su decisión. Ante
la posibilidad de protestas demócratas, especialmente desde la
minoría negra, Gore afirmó que vencedor y vencido
deben aceptar el resultado pacíficamente. Como el último
disparo del discurso neopopulista que desplegó durante la campaña,
el vicepresidente enfatizó que trabajé para los que
se quedaron atrás y seguiré trabajando para ustedes por
el resto de mis días: los he escuchado y no me olvidaré.
Deseó finalmente que Dios bendiga al gobierno de Bush y a Estados
Unidos.
Una hora después, Bush no fue inferior en cortesía. Agradeció
a su oponente por su llamada, la cual aseguró debió ser
muy difícil de realizar. Elogió además su pasado
distinguido como senador y vicepresidente. Como símbolo de su deseo
de traer un nuevo espíritu a Washington, su discurso
fue antecedido por una presentación del titular demócrata
de la Cámara de Representantes de Texas.
Más discretamente, los protagonistas de la transición aceleraron
los preparativos luego de que se despejara la incertidumbre sobre el resultado.
El presidente Bill Clinton anunció finalmente que antes del fin
de semana se reuniría con Bush para discutir el cambio de mando.
El vice de Bush, Dick Cheney, se reunió con los líderes
del Partido Republicano en el Congreso.
Más temprano, nadie en el campo demócrata dudaba del contenido
del discurso de su candidato. Estoico, el senador Patrick Leahy explicó
que estoy decepcionado por las acciones de la Corte Suprema, pero
acepto el veredicto del tribunal de mayor instancia en el país,
como deberían hacer todos los estadounidenses. En efecto,
la mayoría de los políticos demócratas decidió
mantener un perfil muy bajo. El senador Robert Torricelli consideró
que el fallo de la Corte Suprema federal en Washington simplemente
no le dejó a Gore otra opción que admitir la derrota.
Otro importante senador, John Breaux de Louisiana, estimó que el
pueblo estadounidense está listo para el final.
En el otro extremo, el líder negro Jesee Jackson denunció
ante una multitud que la elección nos fue robada. Quienes
lo oían portaban pancartas con leyendas como Esto es América,
cuenten los votos o No al Rey George. Jackson exigió
un recuento y un escrutinio justo, y prometió que el
15 de enero (aniversario del asesinato de Martin Luther King) o el 20
de enero (cuando asumirá el nuevo presidente) se realizarán
manifestaciones masivas, disciplinadas y pacíficas en todo
el país.
La
Corte de los milagros hizo abracadabra George W.
Por
Martin Kettle *
Desde Washington
El futuro de la
Corte Suprema ocupó ayer el foco de la atención nacional.
Porque el fallo por mayoría del máximo tribunal de Estados
Unidos causó escándalo entre los demócratas y provocó
la condena de los propios jueces que votaron en disidencia. Con sus ochenta
años, John Stevens es el decano de la Corte, y el juez más
progresista. La opinión que redactó en disenso enfrenta
con elocuente violencia el fallo que la mayoría impuso en un 5-4,
según el cual Florida se quedó sin tiempo a menos
que lo hiciera de inmediato para establecer un recuento adecuado
de los votos emitidos en ese estado en la jornada de la elección
presidencial del 7 de noviembre. Pero, según Stevens, la decisión
de la mayoría hirió la columna vertebral del imperio de
la ley la confianza en los jueces al cuestionar la imparcialidad
de la Corte Suprema de Florida.
El líder demócrata afronorteamericano Jesse Jackson proclamó
ayer que repudiaba el fallo con cada hueso de mi cuerpo y con cada
onza de la fuerza moral en mi alma. Acusó a la Corte Suprema
de actuar como un deliberado instrumento de la campaña de
Bush y de organizar un golpe de terciopelo legal.
El documento que atrajo la ira y el desprecio de Jesse Jackson, como de
otros demócratas, suma en su conjunto más de 60 páginas.
Incluye las opiniones de mayorías y minorías en el caso
Bush vs. Gore. Pero son las 13 páginas del veredicto de la mayoría,
per curiam (sin firma), las que serán recordadas por Bush y sus
partidarios. Nadie es más consciente de los límites
vitales de la autoridad judicial que los miembros de esta Corte,
se lee hacia el final del voto de la mayoría. Esta conclusión
teatral fue condenada por los partidarios de Gore como una pieza histórica
en los anales de la hipocresía judicial. Cuando las partes
acuden a los tribunales, sin embargo continúan per curiam
los jueces, se convierte en una responsabilidad que no busca resolver
las cuestiones federales y constitucionales que el sistema judicial ha
sido forzado a enfrentar. Y así revirtió el fallo
de la Corte Suprema de Florida, que ordenaba el conteo de los votos dudosos.
Sólo diez días antes, en su sentencia en el caso Bush vs.
el condado de Palm Beach, la Corte de nueve miembros había hecho
un show de la repugnancia que le causaba intervenir en lo que tradicionalmente
había sido considerado un área propia del derecho de cada
estado de la Unión. Pero el sábado, cuando intervino para
detener el último recuento ordenado por la Corte de Florida, la
prudente Corte de Rehnquist comenzó a demostrar que no lo era tanto.
El fallo conocido a última hora del martes en el caso Bush vs.
Gore llevó más lejos el abrupto cambio de curso. Al adoptar
como base el principio constitucional de la igual protección de
la ley, en su voto la mayoría atravesó la frontera del federalismo
sin dirigir ni una mirada hacia atrás, y penetró bien adentro
de la legislación del estado de Florida para reescribir la ley
electoral del estado. La mayoría lo hizo de una manera singularmente
rica en detalles, que tendrá amplias consecuencias cuando se lleven
a cabo nuevas elecciones. Esto significa que cualquier recuento que tenga
en cuenta la intención del votante en los casos en los que
ésta no sea manifiesta debe ser sometido a reglas específicas
diseñadas para asegurar un trato uniforme.
El verdadero aguijón de la sentencia está en su final. Tras
establecer que el recuento de Florida era inconstitucional por no respetar
el principio de igualdad ante la ley, los cinco conservadores de la Corte
decidieron que no existía medio alguno de remediar la inconstitucionalidad.
La ley federal exige que se cumpla con la fecha límite del 12 de
diciembre para designar a los electores del Colegio Electoral. La
fecha ya está sobre nosotros, observaron los jueces en el
fallo que se conoció a las diez de la noche (hora local) de esa
mismísima fecha. Y este fallo acabó así por dar la
presidencia a Bush, el candidatopor el cual los jueces de la mayoría
deben haber votado. Si es que se tomaron el trabajo de votar el 7 de noviembre.
* De The Guardian de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: A.G.B.
NADIE
ENTENDIO EL DICTAMEN
Un abogado ahí
Tan enrevesada era la redacción
de los jueces de la Corte Suprema y tan escondidas estaban sus conclusiones
que los medios de comunicación se vieron obligados a retransmitir
en directo una crónica de incertidumbre interminable. Durante un
tiempo eterno, los corresponsales en la puerta de la Corte creían
entender que el caso era devuelto a la Corte Suprema de Florida y adelantaban
incluso una victoria parcial para Al Gore.
La verdad estaba en la letra chica, y eso hacía que presentadores
y periodistas se desmintieran constantemente, según avanzaban en
la lectura del escrito. Cuanto más lo miro, más me
parece que complica a Gore, decía en la CNN un perplejo Jeff
Greenfield. Todas las grandes cadenas de televisión mantenían
abierta la cámara que enfocaba a las escaleras de la Corte. La
gélida temperatura de Washington obligaba a los periodistas a intentar
pasar las páginas con manoplas, lo que otorgaba al espectáculo
un aspecto de disparate.
En los estudios, los presentadores reconocían abiertamente su incapacidad
para entender el sentido del texto judicial. Peter Jennings, en la ABC,
tranquilizó a sus periodistas: Que nadie sienta vergüenza
por tratar de descifrar una sentencia de la Corte Suprema sobre la marcha.
En medio del caos mediático, Jennings le dijo a la periodista Jackie
Judd: Jackie, empezá vos. Y respondió: Casi
mejor que empiece mi compañero Jeffrey Toobin, que estaba
a su lado. Y Toobin replica: Tenía la esperanza de que fueras
vos la que empezara.
Los periodistas no se ponían de acuerdo sobre si el voto era 7
contra 2 o 5 contra 4: los dos resultados eran ciertos, pero en aspectos
distintos de la sentencia. Desde las 22 hasta las 22.30, la NBC mantenía
en pantalla el titular La Corte Suprema devuelve el caso a Florida.
Después lo cambió por el correcto: La Corte Suprema
prohíbe un nuevo recuento manual en Florida. La imagen más
estrafalaria de la noche fue la del corresponsal de la CNN en la Casa
Blanca, John King, que leyó la reacción de Al Gore en la
minúscula pantalla de su pager, pegándose el aparato a los
ojos.
OPINION
Por
Claudio Uriarte
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Un gobierno de transición
Las elecciones terminaron decididas por nueve grandes electores
(los jueces de la Corte Suprema en Washington), y el resultado final
por 5 votos contra 4. Esta fue sólo la ultima ratio de una
polarización que atravesó todo el proceso electoral:
George W. Bush, de acuerdo con el resultado final, salió
elegido por 271 votos en el Colegio Electoral (apenas uno más
del mínimo); Al Gore lideró en el voto popular por
300 mil sufragios en 100 millones (un 0,3 por ciento del total),
el Senado se dividió limpiamente entre 50 bancas para cada
uno de los dos partidos y la ventaja republicana en la Cámara
de Representantes es de sólo cinco votos. Estas no son las
bases para que Bush reivindique ningún mandato popular, por
lo cual la tarea singular que tiene por delante es la de encabezar
un gobierno de transición hasta las elecciones legislativas
de 2002, o bien hasta que logre desempatar a su favor las simpatías
del electorado.
Su trabajo no va a ser fácil. Treinta y seis días
de degradación del proceso electoral por las maniobras legales
y semilegales de ambos bandos sólo han potenciado el resentimiento
y la polarización ideológicos entre grandes centros
urbanos demócratas y estados republicanos de baja población
que empujaron la división del voto. Muchos pronostican que
puede estarse en vísperas de una desaceleración de
la economía norteamericana, por lo cual George W. gobernaría
a la sombra de los años dorados de Clinton. El dato compromete
su ya precaria posibilidad de remontar la situación en 2002:
en las últimas 16 elecciones legislativas de mitad de mandato,
el partido en el poder en la Casa Blanca perdió bancas en
la Cámara en 15, y en el Senado en 12. Paradójicamente,
estos dos primeros años del primer término de Bush
se parecen así a la última etapa de un segundo mandato
(el período lame duck, o del pato cojo), en que
el presidente aparece impotentizado por la fuerza de las circunstancias.
Por eso y porque puede valorizar sus chances para las presidenciales
de 2004, muchos demócratas desearon secretamente que
Bush terminara imponiéndose al divisivo y polarizante Al
Gore, y al menos cuatro (Robert Torricelli, John Breaux, Patrick
Leahy y Ed Rendell) saltaron a pedir públicamente la baja
de su candidato apenas salió el controvertido
fallo de la Corte Suprema.
Bush asegura un poco más de gobernabilidad que Gore, aunque
más no sea por la existencia de esta franja de demócratas
moderados a los que puede acceder. Pero dista de asegurar un programa
de gobierno, por lo que puede interpretarse que, a través
de su polarización, los votantes como conjunto votaron para
que nada decisivo cambie.
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OPINION
Por Alfredo Grieco y Bavio
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Un suicidio asistido
La Corte Suprema no asesinó a Gore. Prefirió obligarlo
a suicidarse. No le cortó de plano la respiración
artificial. Pero lo forzó a entender que, a esta altura,
mejor desenchufase él solo su pulmotor. Fue una dudosa eutanasia.
Más parecida a esas ejecuciones un poco crueles, que dejaban
al ahorcado en puntas de pie, obligándolo a levantar las
piernas y dar el envión para matarse. Gore lo hizo recién
ayer, con mayor o menor gracia. El gobierno a la Corte,
gritaban los estudiantes argentinos en la década de 1940.
Este deseo se hizo realidad en los Estados Unidos de la era Clinton.
Con la perspectiva de los días entendimos con nitidez creciente
el proceder de la mayoría en el máximo tribunal. El
sábado detuvo el recuento de los votos en el estado de Florida.
De esta manera, la Corte se evitó las desagradables sorpresas
que aquél pudiera arrojar. Porque si el recuento hubiera
favorecido a Gore, esto se habría establecido como un hecho
con un peso político propio. Y a la Corte después
le hubiera costado combatir la ley de la gravedad con razones legales.
Es decir que primero neutralizó el recuento en sus efectos
políticos, para después vaciarlo jurídicamente.
Siempre poniendo el acento sobre el más progresista de los
argumentos del equipo de Bush: el principio de la igualdad ante
la ley. La mayoría de la Corte no estuvo, en principio, contra
el recuento. Al contrario, le parecía una idea buena y necesaria.
Sólo que el tribunal inferior, la Corte del Estado de Florida,
no había sabido implementarlo de manera clara y uniforme.
Y tampoco lo había hecho a tiempo. En suma: había
obrado mal pero tarde. Por supuesto que si encontraban una solución
correcta en tiempo record, estaban dispuestos a tomarle examen una
vez más. Si ni siquiera la Corte Suprema de Florida supo
hacer su trabajo legal, es posible preguntarse qué queda
a los ciudadanos comunes. La conversión de Estados Unidos
en un gran juzgado acaso sea el fenómeno político
más duradero de la última década. Y si Clinton
sobrevivió a su juicio del Sexgate, Gore murió asfixiado
en otro no menos espectacular. La singularidad de las elites clintonianas
no residió en los privilegios de clase de que gozan por su
educación, conexiones, dinero y poder. Se debió a
que tienen un acceso propio a la ley, y controlan el acceso de los
demás. A leyes que son a la vez vagas, extensas y supertécnicas.
Y esta gran contribución norteamericana a la ciencia de la
legislación (esta Gran Novela Americana) está en manos
de una Corte Suprema que contempla a la vida ordinaria desde una
altura que necesariamente la empequeñece.
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