Por Florencia Grieco
Todo comenzó en la madrugada
del 7 de noviembre. Finalmente, después de tantos siglos de amenazas,
el Apocalipsis ponía su pie sobre la Tierra y empezaba por los
dueños de casa: el gendarme del mundo no sabía contar, y
se había dado cuenta en público. Washington ya había
acondicionado el 1600 Pennsylvania Avenue para que el sucesor del próspero
Bill hiciera su entrada el próximo 20 de enero, pero el nuevo administrador
del planeta no aparecía. Unas pocas horas de caos nocturno bastaron
para que el duelo entre el boyscout Gore y el cowboy Bush estuviese listo
para su segunda edición, esta vez a cargo de los feroces golden
boys legales. Casi sin pausa, el vicepresidente norteamericano y el gobernador
texano volvían a estar en campaña para arañarse ese
puñado de votos que terminó de convertir a Estados Unidos
en un gran parque temático judicial que Hollywood tanto se esfuerza
por reproducir. El electus interruptus había comenzado. Sorprendido
en su resignación a que el patrón del globo ya no volvería
a ventilar sus trapitos después del show Lewinsky, el resto del
mundo tuvo al fin su minuto (su mes) de revancha y no dudó en apretar
el gatillo: No hay ganador. El país está sumido en
un estado de confusión. Debe ser el comienzo de la era Bush.
Theodore Roosevelt acertó alguna vez que si Lincoln hubiese
vivido en tiempos normales, nadie se acordaría de su nombre.
Las elecciones entre George W. Bush y Al Gore parecían seguir impasibles
ese destino hasta que el Sunshine state de las minorías norteamericanas
se cruzó en el camino. Florida, ese geriátrico de lujo al
aire libre gobernado por el hijo menor del clan Bush, era en la noche
del 7 de noviembre el estado descarriado que resistía el paso de
las horas sin decidirse a elegir republicano o demócrata. Antes
de que la mañana despuntara, el aplicado Albert Gore pareció
descubrir que los abuelos no lo habían abandonado voluntariamente;
eran los años que los habían alejado de la dorada quimera
del elector racional que todo lo entiende. Al decidió entonces
dar marcha atrás: ya no reconocería la aparente victoria
de Bush Jr. porque, en Florida, la intención es lo que cuenta.
Y la de sus ancianos judíos era votarlo a él y no al antisemita
Pat Buchanan, favorecido por la vista cansada y la célebre boleta
estilo múltiplechoice que ya salió a la venta en su
página web más cercana. En el país que creó
la red y cazó a cuanto usuario hubiese en el mundo, el inventor
de Internet decidió volver a las manos. Me da pena esa gente.
Se mudaron a Florida por la artritis y les hacen contar a mano las boletas
Florida, aún fresca por el amargo recuerdo del balserito, vivió
entonces un nuevo estrellato. Las cortes volvieron a poblarse de cámaras
y hombres de gris. No fue extraño que Gore fogueado por el
desastre de los otros dos escándalos de su gobierno devenidos en
frondosas sagas judiciales (el sexual de Mónica y el ideológico
de Elián) recurriera a las cortes para pedir que la ley fuese
menos formal y más real. El acartonado hombre de Washington sabía
que podría demostrar que el pragmatismo no era propiedad exclusiva
de los Bush y que él también podía acomodar sus principios
a la ocasión. George lo dejó hacer y, en una suerte de acuerdo
tácito, los políticos cedieron su lugar a los hombres de
ley dispuestos a tomar la decisión que los votantes no supieron
conseguir.
Un 60 por ciento de la población estadounidense cree que
Gore debería conceder la derrota. El otro 40 por ciento es su equipo
de abogados
Gore exigió enseguida un recuento dedo a dedo y voto por voto que
hiciera sentir a cada norteamericano que su voto vale sobre todo
cuando puede llevarlo directamente a la Casa Blanca, y que no puede
(ni debe) quedar registrado con una intención diferente a la que
cada ciudadano tuvo y no supo expresar. Con un giro ad hoc hacia un neo-populismo
posmoderno, Gore se arremangó para apelar directamente al individuo
y sus derechosciviles a esa opinión pública que ya
sepultó al pueblo para explicar que su obstinación
judicial estaba anclada en el respeto a la verdadera democracia, esa que
estableció la fórmula un hombre, un voto (o
500 hombres, un pase libre a Washington). Por un tiempo, Gore logró
que no contar un voto o contarlo mal fuese un agravio al ciudadano
americano. Hasta que llegó el momento de que alguien se quedara
con el boleto de ida al Salón Oval.
Bush está tan triste por lo que está pasando que ya
no disfruta con las ejecuciones
El texano de dudosos méritos intelectuales pero astucia a
prueba de leyes se limitó a atacar los tecnicismos
de Gore que durante la campaña preelectoral tanta irritación
habían generado, y que ahora no hacían más que acentuar
las sonrisitas socarronas tan identificablemente bushistas. Acostumbrado
a lidiar con un estado de cowboys, a cada planteo legalmoral de
Gore, George Jr. dobló todas las apuestas y estiró el proceso
hasta que los límites temporales (y no él) obligaran a Al
a tirar una toalla demasiado sudada. Hombre de pocas luces y muchos trucos,
peleó callado y logró que su vice, Dick Cheney, diera el
toque estoico con una fallita cardíaca que lo mandó al hospital
(no a uno público, por supuesto).
A pesar de todas las dificultades, Gore aseguró que mantiene
vivo su optimismo; Bush asegura que, a pesar de todas las dificultades,
mantiene vivo a Cheney
En medio del fuego cruzado, las chispas amenazaron con quemar la base
misma de la nueva Banana Republic. El Colegio Electoral, esa herencia
que los padres americanos legaron 200 años atrás para elegir
al Ejecutivo de un país federal, se convirtió en el chivo
expiatorio de responsabilidades, ambiciones a punto de frustración
y explicaciones varias del papelón americano más disfrutado.
Pero la (extraña) lógica imperó. Si las críticas
bramaban por un aggiornamiento materializado en la elección directa,
la resolución del caso (léase elección presidencial;
uno de los tantos eufemismos técnicos del mes) quedó en
manos de jueces y abogados. Al final, la voluntad judicial triunfó.
Florida: donde tu voto cuenta, y cuenta, y cuenta...
Los votos del pueblo/electorado norteamericano, esos que Al Gore intentó
hacer valer por su significado individual, descansaron en paz (R.I.P.)
en las cajas mientras los tres poderes constitucionales se enredaban a
punto de caer: el nuevo Ejecutivo vacío y cuestionado; el judicial
haciéndose cargo de interpretar una voluntad popular confusa y
de conducir un proceso político en el que nunca había osado
meter la mano; el legislativo de Florida haciendo resonar de fondo sus
amenazas de dar un golpe de mando y elegir de un plumazo al nuevo presidente;
el Congreso federal como ultima ratio del voto. Dicen que la saga en los
tribunales remató la frivolización del poder político
desnudada por el affaire Lewinsky. Pero la herencia electoral de las travesuras
sexuales de Clinton parece haber llegado aún más lejos de
lo que el mismo fiscal Starr hubiese apostado entonces: estas elecciones
fueron de nunca acabar.
LA
POLITICA EXTERIOR DE LA NUEVA CASA BLANCA
Bush mete el mapamundi en el freezer
Por Julian Borger
*
Desde Washington
Después de que George
W. Bush recibiera su primer informe de inteligencia la semana pasada,
una caricatura lo mostró ante un mapa del mundo mientras intentaba
aprender los nombres de los principales países. Para los aliados
de Estados Unidos, el chiste está peligrosamente cerca de la verdad.
Bush estuvo fuera del país apenas media docena de veces. Y todas
las referencias sobre política exterior durante la campaña
dejaron al descubierto el disgusto que ya existía entre los aliados
de la OTAN -acusados de no hacerse cargo de su parte de la tarea
y generó desconfianza en Rusia y China.
La política exterior de Bush Jr. estará en manos de un equipo
de asesores heredado de su padre de composición abrumadoramente
militar, y las intervenciones humanitarias de los años Clinton
prometen ser la primera víctima. A los militares no les gustan
las fuerzas de pacificación, como dejó en claro una asesora
de Bush, Condoleezza Rice, cuando sugirió que Estados Unidos debería
retirarse de los Balcanes y acordar una división geográfica
del trabajo con sus aliados otanianos. La frase prendió la
alarma en Europa, que ya tiene a cargo tres cuartas partes de las misiones
en los Balcanes. También generó la preocupación de
que semejante división del trabajo quebraría y rompería
fatalmente a la OTAN.
El cambio de administración promete tener además un fuerte
impacto sobre las relaciones con Rusia. Una de las primeras decisiones
sobre asuntos exteriores que deberá enfrentar la nueva Casa Blanca
será responder a la decisión unilateral adoptada a comienzos
de este año por Moscú de vender armas a Irán. Los
asesores de Bush prometieron adoptar una línea menos indulgente
que la de Bill Clinton. Las relaciones con China también amenazan
con seguir el camino del enfriamiento. El equipo de Bush es menos ambiguo
que sus predecesores sobre Taiwán, que reclama su independencia
del continente: Bush ya ofreció sólidas garantías
de seguridad a la isla.
Donde existe menos discusión es en otro de los puntos clave de
la plataforma de Bush: la implementación y expansión del
Sistema Nacional de Defensa Antimisiles (NMD) que, como la Guerra de las
Galaxias de Reagan, prevé construir un paraguas contra la amenaza
de ataques sorpresivos. Después de una serie de pruebas fallidas,
Clinton pospuso la decisión final sobre el NMD que Moscú,
Pekín y la mayoría de los aliados de Estados Unidos ven
como desestabilizador y como una clara violación del Tratado de
Misiles Antibalísticos de 1972 (ABM). De cualquier modo, la estrategia
de Bush es expandir el NMD aún si eso significa abandonar el acuerdo
de ABM.
* De The Guardian de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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