Por Martín
Pérez
Los dos tipos están
tirados en el piso. Van de traje y cada uno de ellos tiene un arma con
la que le apunta al otro. La escena recuerda claramente el acto final
de Perros de la calle, de Tarantino. Pero aquí, en vez de suceder
en un galpón abandonado, el escenario es un estudio de televisión.
Y los disparos y las acusaciones mutuas, lejos de anunciar el final del
drama, en realidad prologan el verdadero inicio de Muertos de risa, el
film que terminó de consagrar al bilbaíno Alex De La Iglesia
como ese director lleno de pasión por el cine y aliento para construir
películas míticas que había comenzado a asomar con
El día de la Bestia (1996), su formidable segundo largo.
Si en aquel film De la Iglesia había puesto toda su pasión
(y su escepticismo) sobre el cine de terror, el rock y esa gran ciudad
llamada Madrid, en este cuarto opus al que llegó luego de
ese paréntesis por encargo llamado Perdita Durango (1997)
le toca el turno a los años setenta, la televisión y, por
supuesto, a España. Porque al contar la historia del ascenso, el
éxito y la autodestrucción del dúo cómico
integrado por Nino y Bruno, De La Iglesia no sólo cuenta al mismo
tiempo la historia de su educación televisiva y estética,
sino también recorre la historia de la construcción de la
España actual. Y todo dentro de un film que, desde su engañoso
título, promete risas y más risas, aun cuando se preocupa
por aclarar desde el comienzo que, como dice uno de sus protagonistas,
esto del humor es un asunto muy serio.
Si todo comienza con esos dos personajes de traje aloTarantino
que se disparan muy en serio en delante de un cartel que anuncia Feliz
93, y una tribuna que no deja de reír ante lo que cree que
es un gag elaborado, Muertos de risa inmediatamente retrocede veinte años
atrás hasta el verdadero comienzo de su historia. En un cabaret
perdido en la España profunda, la historia del dúo protagónico
tiene su génesis en un acto protagonizado por una cabra de corazón
débil, un grupo de feroces falangistas embriagados, un cantante
de pueblo fanático de Nino Bravo y una realidad política
que convierte a un tema ingenuo e inocente como Libre en una
canción revolucionaria. A partir de allí, el film de De
La Iglesia construirá una historia apasionada y desesperanzada
al mismo tiempo, la de dos perdedores que desandan el camino hacia la
fama nacional (e internacional) a la par de su entorno.
Llena de escenas memorables (Segura disfrazado de conejo rosa y armado
con un pescado es digno del mejor Chuck Jones), una autoconciencia admirable
y explotando al máximo el potencial de su dúo protagónico,
no hay que cometer el error de confundir a Muertos de risa con, por ejemplo,
Torrente, el impresentable e hilarante antihéroe de Santiago Segura.
Ya que, a pesar de su total incorrección (política y demás),
aquel film de Segura trabaja sobre el humor. Mientras que Muertos de risa
pone su lupa -cínica, oscura y cómplice en lo que
hay detrás de los mecanismos que llevan a ese humor. Y es por eso
que, lejos de ser una fiesta de la carcajada franca (como lo es Torrente
a pesar de sus miserias), el film de De La Iglesia es un admirable infierno
obsesivo lleno de pequeñas caídas ygrandes dosis de humor
negro, con más de Pacto de amor, de Cronemberg, que de Abbott y
Costello o El Gordo y El Flaco.
Lo más paradójico es tener en cuenta que, aunque un film
como Muertos de risa en el mercado local sólo califique para película
de culto, en España no es precisamente para pocos. Porque la celebración
de De La Iglesia, que a pesar del homenaje inicial está
lejos de Tarantino y su cínica prole estadounidense, y más
cerca del nihilismo cruel de Berlanga o Ferreri, no es en su país
de origen de consumo limitado para una tribu de freaks sino que es éxito
de taquilla (como lo prueba el suceso de su último largo, La comunidad).
Yo soy el establishment, casi se disculpó el freak
De La Iglesia en su paso por el último Festival de Buenos Aires.
Y, luego de ver Muertos de risa, queda claro que la subversión
de su mensaje se completa con el éxito que le permite la presencia
de Wyoming y Segura, rostros del humor en España, que encarnan
aquí la obsesión y la paranoia que hay detrás de
cada carcajada que hace reír a todo un país.
Cuando
el destino mete la cola y arma un desastre
Por
Luciano Monteagudo
¡Ah, la
Navidad! Todo el mundo quiere llegar lo antes posible a sus casas para
armar el arbolito y, según ha enseñado repetidamente el
cine estadounidense, la nieve suele bloquer rutas y aeropuertos, excusa
ideal -aunque un tanto trillada para disparar una historia como
la de Un vuelco del corazón, drama de fórmula como tantos
en Hollywood últimamente, concebido como vehículo de lucimiento
para la pareja Ben AffleckGwyneth Paltrow.
El es un alto ejecutivo de una empresa de publicidad de Los Angeles, canchero,
seductor, muy seguro de sí mismo, hasta que en el comienzo mismo
de la película el destino mete la cola. El aeropuerto OHare
de Chicago es un caos de gente y vuelos demorados. Buddy (Affleck) está
finalmente por abordar el suyo, cuando tiene la oportunidad de pasar una
noche sin compromisos con una rubia espectacular, que acaba de conocer
en el tumulto. Y cede su pasaje en primera, con todos los lujos
a un padre de familia ejemplar, que lo único que desea es estar
de vuelta con su mujer y sus hijos. Sucede, sin embargo, que ese vuelo
nunca llegará a término: se estrella a mitad de camino,
muere todo el pasaje y, a partir de allí, Buddy no podrá
vivir con la culpa de saber que él debió haber estado en
ese asiento y no el buenhombrecomúndetodoslosdías.
Corte. Ella (Paltrow) se llama Abby, es la inconsolable viuda del pobre
desdichado que tomó aquel fatídico vuelo que no era el suyo,
y trata de sobrellevar como puede ese shock en su vida, sin alterar aún
más la salud emocional de sus dos pequeños hijos. Pero Buddy,
que estuvo recluido durante un año en un centro de rehabilitación
para alcohólicos, de tanto que ahogó sus penas en bourbon,
la busca, quiere reparar su falta, hacer algo por los demás y por
sí mismo y no solamente para su maldita compañía.
Y mete la pata, porque no hay peligro de revelar aquí ningún
secreto se enamora de Abby y nunca encuentra fuerzas suficientes
para decirle realmente quién es, que él está vivo
porque su marido está muerto.
Se diría que la única sorpresa que ofrece una película
tan predecible y convencional como Un vuelco del corazón es comprobar
que se trata del segundo largo del guionista y director Don Roos, quien
por su película anterior, Lo opuesto del sexo (1998) fue celebrado
como un realizador ingenioso, agudo, de espíritu independiente.
Bueno, ahora no es precisamente el caso. Se lo nota demasiado preocupado
por poner una latita de Diet Coke en cada plano, al punto de que ya ni
siquiera parece publicidad encubierta sino abierta y declarada. Tampoco
faltan las dulces canciones que convierten cada approach romántico
en un velado videoclip. Todo parece estar en su lugar de acuerdo con las
instrucciones del software para hacer la típica película
de Hollywood de fin del milenio, en la que no puede faltar un yuppie que
descubre que, pese a todo, tiene un corazón sensible (para más
datos, ver la inminente Hombre de familia, con Nicolas Cage). Es como
si los guionistas quisieran lavar las culpas de sus patrones, los ejecutivos
de los estudios, dispuestos a hacerle saber al mundo que no por ganar
millones de dólares son necesariamente malaspersonas. También
se conduelen por el prójimo y están preparados para hacer
sacrificios, aunque no necesariamente mejores películas.
En cuanto a la pareja central, el talento de Ben Affleck todavía
está por verse (en todo caso, parece más dotado para la
comedia), pero Miss Paltrow, aún en un personaje tan estereotipado
como el que le tocó en suerte, vuelve a demostrar lo hizo
en Shakespeare apasionado y El talentoso Sr. Ripley que puede llegar
a ser una actriz más interesante de lo que ella misma hacía
suponer en un comienzo. Se diría que los únicos momentos
de verdad que tiene Un vuelco en el corazón son solamente suyos,
por su propio mérito y de nadie más.
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