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PANORAMA POLITICO
Por J. M. Pasquini Durán

Lógicas

Como un emblema de época, la elección presidencial en Estados Unidos descarnó hasta el hueso el fracaso de la política formal del bipartidismo, que usa del derecho a la alternancia pero es incapaz de ofrecer alternativas reales. El empate es el resultado lógico cuando los ciudadanos tienen que elegir una misma y única oferta en dos tiendas separadas pero idénticas. Con un presupuesto de campaña equivalente a la mitad del déficit total de Argentina en el 2001, nadie debería asombrarse de que una suprema elite de nueve jueces, en votación dividida, decidiera la suerte final de candidatos tan caros, porque a esos costos la competencia ya no es para cualquiera, por más que lo diga la Carta Magna.
Ninguna imagen más cabal sobre el vaciamiento de los ritos electorales que la de esos cien millones de votantes convertidos en televidentes pasivos para saber qué harían otros, ajenos y distantes, con el mensaje de las urnas. El ejercicio electoral a plazos fijos quedó reducido a un trámite administrativo sin otra consecuencia que la mera disputa, banal en ocasiones, por el dominio de espacios en el Estado yermo. La democracia en América, que deslumbró en su tiempo a Alexis de Tocqueville, seguirá abochornándose a sí misma si no vuelve cuanto antes a la esencia de su naturaleza, la activa y sostenida participación de la ciudadanía. Los aparatos partidarios, a pesar de los caudalosos fondos que recaudan, se muestran incapaces de garantizar, por sí mismos, la igualdad de oportunidades y, más de una vez, tampoco la igualdad ante la ley. Verdugos y víctimas, a la vez, de su propia razón de ser, ensimismados en el canibalismo interno, han perdido hasta la capacidad de diferenciarse, a no ser por la apariencia fetichista de sus viejos distintivos. Inútiles serán las pretensiones de los latinoamericanos, excepto para algunas sutilezas de la diplomacia, que quieren distinguir ventajas y desventajas para la región entre George W. Bush y Al Gore, comprometidos como están ambos con los que financiaron sus respectivos viajes a la Casa Blanca, que son cada vez menos pero más ricos. Por ingenuidad o malicia, algunos llaman “políticas de Estado” a lo que no es más que la continuidad de esos intereses corporativos privados.
Algunas de las principales reflexiones emergentes del proceso político-electoral en Estados Unidos, incluida la disminuida legitimidad del gobierno que reemplazará al de Bill Clinton, sirven además para pensar la realidad argentina. Por ejemplo, la continuidad de determinados intereses particulares, no importa quién gobierne ni los pronunciamientos en las urnas. Chacho Alvarez, jefe del Frepaso, ayer lo reconoció así: “La sociedad percibe que casi no hay diferencias entre los gobiernos de Menem y De la Rúa”. Esas coincidencias no provienen de ninguna herencia involuntaria, sino que, por el contrario, son parte principal del peripatético testimonio acerca de la impotencia política en la democracia. Así sucede cuando se le otorga a la lógica de la economía dominante la condición de inexorable y, en consecuencia, el ministro encargado recibe atribuciones extraordinarias. La influencia de esa cartera, como ninguna otra, se vuelve tan decisiva, sin importar quién sea el Presidente, que la suerte del país pareciera depender de la identidad de su titular. Cuando un ministro elegido sin votos importa más que el Poder Ejecutivo surgido de la voluntad popular, quiere decir que las instituciones están siendo degradadas al punto de perder la investidura. Gobiernan los mercados, es decir una docena de bancos prestamistas, las corporaciones privatizadas de servicios y un centenar de empresas que producen la mitad de la manufactura en el país (la más elevada proporción del último medio siglo), conglomerados que desde 1995 han pasado en aluvión a manos de capitales oligopólicos de origen extranjero.
Dicho de otro modo, el predominio de la economía concentrada y desnacionalizada por encima de la voluntad ciudadana es lo que provoca semejante parecido entre un gobierno y otro. Ni la UCR, ni el Frepaso, ni la Alianza que los juntó, fueron capaces de invertir esa relación perversa, que descalifica a la democracia. Pocos, aparte de ellos mismos, esperaban que De la Rúa tuviera la integridad de compromiso de Arturo Illia o que Alvarez fuera Perón, pero ninguna autocrítica fue suficiente hasta ahora para justificar la tremenda decepción popular que provocaron. El Presidente reconoce que el “impuestazo” fue un desacierto, pero no lo anula; acepta que hay pobreza como si el reconocimiento fuera virtud (Menem ni eso, dicen sus altavoces) pero aumenta la tarifa del transporte y cuando el juez ordena no innovar acude en apelación para imponerla de cualquier modo; alardea de catolicismo con pesebres de cartón pero desmiente a diario la opinión de los pastores de su Iglesia.
Es cierto: De la Rúa borró con el codo la “Carta a los argentinos” que rubricó con la mano, pero Alvarez, en lugar de reescribirla, le limpió el codo al socio hasta que resignó el cargo. Después de dos meses de mutismo, el vicepresidente que no fue tomó nota de la opinión de la sociedad, de la injusticia y de la exclusión que persisten y se agravan. También habló de la cultura de la impunidad que sigue impune, valga la redundancia, y justo coincidió con la noticia de las actuaciones iniciadas por la Oficina de Anticorrupción a propósito de una licitación con irregularidades, en la que aparece imputado Basilio Pertiné, nada menos que el cuñado del Presidente. Es obvio que el jefe del Frepaso pretende recuperar la iniciativa, para bajar lo que pueda de los costos propios ante el precipitado desgaste del oficialismo en la opinión pública y para evitar la implosión que fragmentaría al frente, aunque todavía retiene a su fuerza inmóvil en la mitad del río, con más vocación teorética que decisión política. En lo inmediato, reclama a la Alianza la inauguración de una “nueva etapa en la que la gente se sienta incluida y convocada”. Habrá que ver si De la Rúa soporta la demanda y si Chacho conserva la magia de su lógica discursiva. Por lo pronto, una de sus antiguas devotas, la ministra Graciela Fernández Meijide, que lo llamaba “estratega genial”, salió refunfuñando después de escucharlo: “No se puede ser un poco oficialista”, explicó a los cronistas en una abierta indicación de que ella seguirá instalada en la ribera presidencial.
No es la defección de los políticos el rasgo más humillante de la realidad argentina, sino la miseria extendida. Nada la justifica. El desempleo es el dato más cruel de esa situación general, porque degrada al que lo sufre y, si lo vence, pasa a ser rehén del empleador, sin derechos ni garantías. A la persona que vive de su trabajo, todo lo condena, en términos tan grotescos que alguien lo resumió así: “Peor que ser explotado es no ser explotado”. En el umbral del siglo XXI, el capitalismo impera en casi todo el mundo y el sueño redentor de abolir la explotación del hombre por el hombre late en algún rincón oscuro de la historia.
Mientras tanto, el drama se trivializa en porcentajes estadísticos, igual que el inventario de objetos inanimados: que son tantas décimas de menos o de más, que si mayo es más temporada que octubre para buscar trabajo (como si se pudiera elegir la estación), que hay mucho empleo “en negro”, que si no fuera por los subsidios del Plan Trabajar, que por eso hay más delincuencia, que algo habría que hacer urgente, ¿no? Cháchara hipócrita. Lo cierto es que en el último año, el de la Alianza, hay 150 mil personas más en la categoría indignante. Ya son dos millones las personas sin empleo, otros dos millones de personas malviven de changas (los llaman subocupados como quien dice subhumanos) y ocho millones de personas conviven con la pesadilla constante de ser descartables, envases sin retorno, de un día para el otro.
Son personas, compatriotas, conciudadanos, familiares, vecinos, miembros de la especie humana, seres vivientes, condenados sin delito ni apelación, más desamparados que el niño de Belén al que adoran en la Casa Rosada porque no recibirán a los Reyes Magos. No quieren la piedad ni el refugio que deberían destinarse a las especies en riesgo de extinción, piden trabajo, simplemente, para ser ciudadanos plenos, personas útiles a sí mismas, a los suyos y al bienestar común de la sociedad a la que pertenecen. Por el momento, ni siquiera consiguen un subsidio que los levante unos centímetros por encima de la línea de la pobreza absoluta. Increíble, pero cierto, que el trabajo sea un bien escaso en un país rico y despoblado, al que hace más de un siglo llegaron oleadas de inmigrantes que hicieron la América.


 

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