Por Martín
Granovsky
La historia se revela aquí
por primera vez. Carlos Chacho Alvarez recibió en agosto al menos
de boca de un frepasista de su confianza, que incluso escribió
un memo, indicios de que ex miembros de los servicios de inteligencia
tramaron operaciones que buscaban complicarle su vida privada.
Como en una mala novela policial, Alvarez conocía el nombre que
le acercaron: se trataba de Máximo Nicoletti, alias Alfredito.
Fue el encargado de hacer el chequeo le informaron.
De proveer la carne que hiciera atractiva y creíble la información.
Incluso le dieron el dato de la suma que habría cobrado por el
trabajo: 15 mil dólares. Era mucho y poco a la vez. Era mucho para
corroborar una rivalidad política que, como la de Liliana Chiernajowsky
y Vilma Ibarra, puestas en la tapa de la revista La Primera del 29 de
julio colgadas de un Alvarez en el traje de James Bond, era conocida en
toda la Legislatura porteña. La cifra era poco dinero para las
tremendas consecuencias institucionales que terminaría contribuyendo
a generar el artículo: nada menos que la renuncia del vicepresidente
a casi once meses de comienzo del Gobierno de la Alianza. Cuando le acercaron
la información, Alvarez contestó muy seco con una frase
habitual en él.
Que nadie se meta en esto.
Es decir: no quieran ponerse a mi nivel, la estrategia la fijo yo.
Chacho es capaz de escuchar y de pelotear largamente con sus interlocutores,
pero no soporta compartir la categoría de líder.
Liliana y yo tenemos datos propios sobre quién está
haciendo las operaciones dijo.
Si es así, nunca les reveló, ni a ellos ni a funcionarios
del Gobierno vinculados a la seguridad y la inteligencia, los indicios
detallados que le hacían pensar en una alternativa.
Más aún: ni siquiera admitió una charla profunda
con ellos sobre el tema.
Y más tarde, ante consultas específicas de sus allegados,
incluso desmintió haber recibido los indicios sobre quién
habría participado de la operación para desestabilizar su
equilibrio.
Hasta es probable que haya decidido seguir desmintiéndolo, quizás
porque cree que nadie en el Frepaso le recordará la veracidad del
episodio.
No está claro en términos políticos por
qué Alvarez desestimó tan rápidamente el papel de
Nicoletti en temas que tenían que ver con su vida privada.
¿Pudo haber sido el mismo Nicoletti quien le acercó, de
manera directa o indirecta, la idea de que estaban en presencia de una
conspiración surgida del seno del Gobierno?
¿Era posible que jugara ese doble rol?
¿Nicoletti y Chacho llegaron a encontrarse para hablar? Alvarez
incluso lo desmintió ante una consulta específica.
Es razonable pensar que la relación con Nicoletti dista de ser
un dato placentero para Chacho. Estaba excarcelado en una causa gracias
al dos por uno, que computa como doble cada año pasado en prisión
como procesado sin condena. ¿Qué podía convenirle
al vicepresidente de la Nación, un político honesto, el
vínculo con un prominente acusado de asaltar un camión blindado?
Quienes están seguros de la conversación dan dos versiones
sobre ella.
La primera versión dice que Alvarez pidió a Nicoletti asesoramiento
en inteligencia. Según esta versión de las cosas, Chacho
estaba desesperado por no contar con información propia en la SIDE
ni con la más mínima chance de analizar la información
que los servicios del Estado pudieran proporcionarle.
La segunda versión indica que fue Nicoletti quien le habría
llevado la propuesta de asesorarlo, e incluso de formar un grupo de inteligencia
al servicio del jefe del Frepaso.
Para Chacho, Nicoletti aparecía como un rompecabezas al que siempre
le faltaba una pieza.
La primera pieza estaba ahí, a mano, en el segundo título
de tapa de la revista de Daniel Hadad. Era la oferta de una investigación
exclusiva sobre la Operación Algeciras. Estaba presentada
como la misión secreta que pudo cambiar el destino de la
guerra de Malvinas y describía una orden de 1982: en plena
guerra, un comando de buzos tácticos había recibido de la
Marina la misión de hacer estallar embarcaciones inglesas apostadas
en Gibraltar.
La revista tenía una nota central que firmaba Ignacio Fidanza,
quien según todos sus compañeros de trabajo es el amigo
más fiel, fidelidad que lleva casi hasta el narcisismo, de Juan
Martín Balcarce, el autor de la nota de tapa sobre Chacho Bond.
Había, también, dos documentos. Uno, sobreel jefe máximo
de la operación. Otro, el relato del jefe del comando ejecutor.
El jefe máximo era Jorge Isaac Anaya, el alma mater de la Junta
Militar que en 1982 decidió el desembarco en Malvinas. Anaya había
sido condenado por las propias Fuerzas Armadas a través de la Comisión
Rattenbach. Luego, la Justicia civil había revisado y ampliado
la condena por la guerra de las Malvinas y un Presidente civil, Carlos
Menem, lo había indultado junto con Leopoldo Galtieri y otros militares
responsables de la tragedia de las islas.
En el reportaje de La Primera Anaya sonaba tan infantil como aquella idea,
muy popular en 1982, de que los británicos no tomarían represalias
en el Atlántico Sur porque sus marinos serían incapaces
de aguantar las náuseas del largo viaje de Southampton a Port Stanley.
Anaya reveló que, por supuesto, la operación de voladura
sería secreta y los británicos jamás debían
descubrir que un comando argentino era el que estaba detrás de
los detonadores. La estrategia consistía en que, tras la explosión
en Gibraltar, la Organización del Tratado del Atlántico
Norte se preocuparía tanto por la situación de Europa que
pediría a los británicos una concentración mayor
en su área regional.
Los investigadores que en agosto del 2000 juntaban pieza por pieza para
descubrir si había comenzado una conspiración repararon
en los tres nombres de los miembros del comando que aparecían,
otra vez, en el material de la revista. Les llamó la atención
que los tres fueran ex montoneros y que por lo menos dos se habían
convertido en colaboradores o miembros de los servicios de inteligencia.
Ellos eran uno llamado El Marciano, Nelson Latorre, conocido como El Pelado
Diego y Máximo Fernando Nicoletti, Alfredito, el jefe del comando.
El archivo les devolvió dos elementos sobre Nicoletti:
* Había sido el marido de Liliana Chiernajowsky, la mujer de Chacho.
* Liliana ya había sido usada como elemento de agresión
contra Alvarez en la campaña para constituyentes de 1994, cuando
los servicios de inteligencia quisieron presentar al entonces candidato
a convencional por la Capital Federal como relacionado con los Montoneros
a través de su mujer.
Por aquel episodio del 94 Alvarez había llegado a retirarle
el saludo al cabeza de lista del justicialismo, Carlos Corach. Estaba
convencido de que él había armado la campaña sucia.
Creía Alvarez que era una forma de vengarse porque el Frente Grande
había utilizado como argumento electoral los datos sobre la presidenta
del PAMI Matilde Menéndez publicados en una gran investigación
de la periodista Susana Viau en Página/12.
Corach siempre juró a Chacho que él no había sido
el autor de aquella campaña.
Jamás recurrí en política a temas personales
dijo. Y tampoco a macartismo con el pasado de nadie.
Después de las notas en La Primera, Alvarez había averiguado
entre ex funcionarios menemistas si la SIDE de su gobierno, podía
estar metiéndose dentro de su casa, su despacho y su vida.
¿Podía ser posible que los servicios de inteligencia pudieran
enfrentarlo a él, al vicepresidente? Y si era así, ¿el
jefe de la SIDE podía ignorarlo? ¿Y De la Rúa? Al
principio, Alvarez ni quería imaginarse las respuestas. Después,
cada contestación hipotética le taladraba la mente.
Mientras Chacho se enredaba en las mismas preguntas sin respuesta e interrogaba
a funcionarios de antes y de ahora, dando vueltas como un león
enjaulado, los investigadores seguían armando el rompecabezas de
La Primera y la curiosa superposición de notas. En 1994 el nombre
de Nicoletti ya había reaparecido en público, tras un largo
paréntesis que había comenzado en los últimos años
de la dictadura, vinculado a un asalto famoso. El 28 de febrero de ese
año, una superbanda integrada por ex miembros de las fuerzas de
seguridad y de inteligencia interceptó en General Rodríguez
a un camión de caudales con proyectiles especiales y de alto calibre
y consiguió robar dos millones de pesos.
Diez días después los sospechosos fueron detenidos y trascendió
el nombre de Nicoletti como presunto jefe. Casualmente, faltaban solo
días para que el Frente Grande se presentara a elecciones, las
primeras que ganaría en la Capital Federal.
Desde Londres, donde residía en ese momento, Miguel Bonasso, el
autor del notable Recuerdo de la muerte, describió a Máximo
Nicoletti como un tipo simpático, pero pesado. Su biografía
indicaba que su padre, el ex marino de Mussolini, se había convertido
en la ciudad de Bahía Blanca, Argentina, en proveedor de la Marina
de Guerra. Según Bonasso, Nicoletti fue el buzo que en 1974 colocó
una carga explosiva en la lancha Marina del entonces jefe
de la Policía Federal, el comisario Alberto Villar, quien el 1
de noviembre volaría por los aires en el Tigre junto con su esposa
en una acción atribuida a los Montoneros. Nicoletti negaría
haber sido partícipe de ese atentado, pero en cambio nunca desmintió
haber sido miembro de la operación para matar al primer canciller
de la dictadura, el vicealmirante César Guzetti. Guzzetti no murió,
y la Marina redobló sus esfuerzos para ubicar a los guerrilleros
que habían desafiado el poder de la represión en la peor
etapa de los años de plomo. Los detuvo el grupo de tareas de la
ESMA 3.3.2, cuyo jefe de Inteligencia era Jorge El Tigre Acosta.
En julio, antes de la nota de La Primera, Nicoletti concedió su
primera entrevista desde entonces a The Sunday Times de Londres y a Radio
10, también propiedad de Hadad, para el programa Malvinas, la verdadera
historia, de Jorge Taranto Baroni y María Isabel Sánchez.
Esta es su versión:
¿Cuándo lo detiene la Armada?
En 1977. Por este tema fui atacado por ex compañeros míos.
Quedó la sensación de que un día vi a unos marinos
y dije: Uy, qué buenos muchachos, me pongo con ustedes, está
todo bien.
¿Cómo fue para usted?
Cuando me detienen, detienen a mis dos hijas y a mi mujer. Hay momentos
en que un hombre puede ser un cobarde, un traidor o un héroe, y
depende de esas circunstancias. Cuando me bajan del coche, me doy cuenta
de que está mi hija y mi mujer y me dicen que pueden llegar a torturarlas.
Frente a esa situación me dije: Yo negocio.
¿Lo torturaron?
No me torturaron ni a mí, ni a mi mujer. Yo negocié..
Lo mismo había dicho el 23 de julio a Nick Fielding, de The Sunday
Times: Negocié mi vida; todos tuvimos que hacerlo.
Al final de la entrevista, Taranto Baroni y Sánchez preguntaron
a Nicoletti por su participación en el robo del camión de
caudales.
Alfredito que después de la ESMA había viajado a los
Estados Unidos y más tarde había entrenado al grupo Albatros,
formado por los carapintadas de la Prefectura respondió que
todo había sido un montaje.
La última pieza del rompecabezas se armaba, según los investigadores
que daban vueltas a la presunta conspiración, con el nombre de
quien podría haber sido el autor de montar una trama como la denunciada
por Nicoletti, si es que de verdad la Justicia terminaba probando que
Alfredito no había tenido nada que ver con el robo del camión
de Tab-Torres. El que se jactaba de haberlo detenido era un comisario
de la Policía Bonaerense que tenía entonces 45 años,
Mario Chorizo Rodríguez, que según los investigadores Carlos
Dutil y Ricardo Ragendorfer era sindicado por los policías provinciales
como el verdadero Poronga de la Bonaerense. Poronga es, en la jerga del
hampa, o de la policía, el jefe.
¿Por qué Rodríguez podría haber armado una
operación para involucrar a Alfredito? Chorizo se enorgullecería
para siempre de la detención de Nicoletti. Pero, ¿por qué
razón? ¿Qué motivo lo había llevado a desbaratar
un grupo que en 1994 competía, además, con otros, como el
formado por Daniel Sánchez, alias El Diputado, detenido en la misma
época y jefe de una superbanda que había estado ligado a
los hipermenemistas Juan Carlos Rousselot y Mario Caserta? La existencia
de superbandas con participación de miembros de los servicios era,
por su propia integración, una modalidad que retaba la unidad de
mando de Rodríguez y su amigo el comisario Mario El Gordo Naldi,
que terminaría siendo un inorgánico de la Secretaría
de Inteligencia del Estado bajo Hugo Anzorreguy.
¿Y cuál era la coherencia en la supuesta oferta de Alfredito
de hacerse cargo de la inteligencia que el Frepaso era incapaz de proveerse
a sí mismo? Si el análisis se realiza del lado de Chacho,
ninguna. ¿Era conveniente mezclar tanto las cosas hasta que Nicoletti
terminara tan cerca, casi dentro de su vida? De ningún modo. No
hay ningún indicio de que Chacho pensara una respuesta afirmativa
a esa pregunta. Más todavía: Liliana nunca critica en público
a Nicoletti, y más bien prefiere poner la relación donde
corresponde, en el pasado, porque ella ni siquiera era ya su mujer cuando
Nicoletti fue secuestrado y además nadie ha dudado de su comportamiento
digno hacia los represores mientras estuvo presa en medio de las vejaciones
del isabelismo primero y del gobierno militar después.
La versión más creíble sobre los intentos de Nicoletti
por hacerse un lugar bajo el sol bajo el sol de la Alianza
indica que Alfredito habría buscado del Gobierno una suma de dinero.
El procedimiento no sería nuevo. Lo había usado la SIDE
con Menem y tanto marginales de la política como protagonistas
centrales del poder jueces, diputados, senadores se habían
beneficiado de lo que se llamaba, con cinismo, la cadena de la felicidad.
Hasta donde fue posible investigar, el Estado no concedió ninguna
suma especial al ex alfil de la Marina, y Alvarez no aceptó formar
ningún grupo de inteligencia propio. No quiso repetir la ingenuidad
del primer alfonsinismo, que había aceptado una oferta similar
nada menos que del agente de los servicios de inteligencia Raúl
Guglielminetti, jefe del Grupo Alem a principios de la democracia.
Sin embargo Alvarez no respondió con una iniciativa superior a
la información recabada desde su círculo de confianza. Ya
había descartado que las notas respondieran al simple ejercicio
informativo, así fuera del amarillismo más subido. Le quedaban
dos posibilidades. O la operación era independiente del Gobierno,
y el Gobierno la toleraba, o desde dentro del Gobierno conspiraban contra
él.
Descartó la primera posibilidad, la que le habían acercado
desde el Frepaso. ¿Y si en lugar de un mensaje, como podía
leerse a primera vista, la combinación de la nota de las dos mujeres
con la de la Operación Algeciras hubiera sido una forma de inducirlo
a buscar la pista de Nicoletti cuando tal vez la realidad fuera otra?
Para un político que nunca gobernó ni tuvo otra relación
con los servicios de inteligencia que sufrirlos como militante, penetrar
con cierta esperanza de llegar a la verdad en el mundo de los espías
era una quimera. Igualmente Alvarez descartó la tesis de la operación
independiente. En parte lo hizo porque no la veía tan nítida,
y en parte porque ya había sacado su propia conclusión.
Una investigación propia para la elaboración de este libro
reveló un indicio sugestivo. De acuerdo con lo dicho por un funcionario
del Gobierno, se realizó un encuentro clave para discutir los puntos
débiles de Chacho en un departamento próximo a Plaza San
Martín. El departamento queda en el mismo edificio de Fernando
de Santibañes, y de la reunión participaron, según
el funcionario que relató el hecho, un altísimo jefe de
la SIDE y dos de sus ayudantes, además de un familiar directo del
Presidente.
El supuesto blanco de las operaciones, Alvarez, ignoraba esa reunión.
Lo ignora hasta hoy, aunque existe un vínculo que une a Alfredito
con la cúpula de la Secretaría de Inteligencia del Estado.
Walsh,
esto es oficial
Mire, Walsh, esto es oficial arrancó Chacho Alvarez.
Sentado en un cómodo sillón en el despacho del vicepresidente,
James Walsh, el embajador de los Estados Unidos, se dispuso a escuchar
con atención.
Estaba intrigado. Alvarez lo había convocado a su oficina sin adelantarle
ningún tema de la conversación que mantendrían y
ahora escuchaba este comienzo inusual para una conversación diplomática.
Walsh rebobinó rápidamente en su memoria. ¿Sería
una protesta? Las protestas, se dijo, siempre eran canalizadas por el
ministro de Relaciones Exteriores. Sobre todo, las que requerían
alguna formalidad. A veces hasta el Presidente podía deslizar una
queja, pero no había sido lo habitual ni siquiera en la Argentina,
un país que suele proyectar al exterior su propia forma de hacer
política, desordenada, a veces anárquica, autocentrada en
el propio ombligo.
Había otra posibilidad, que él mismo había utilizado
por ejemplo después del Swifgate, en enero de 1991, cuando trabajaba
como consejero político de la embajada de los Estados Unidos y
Horacio Verbitsky reveló que Terence Todman había protestado
contra un supuesto pedido de coima para una empresa norteamericana. Siempre
estaba la chance de reencontrarse en La Biela, o en un terreno más
discreto y plantear una vía más informal.
Alvarez quería un escenario formal. Miró a la cara de Walsh.
No tenía confianza con él y no podía saber cuál
sería su reacción. Pero estaba jugado. Hablaría.
Al lado del vicepresidente, los diputados Darío Alessandro y José
Vitar también estaban expectantes. Ninguno de los dos tenía
experiencia de trato con los diplomáticos norteamericanos. Habían
mantenido charlas con el consejero político de la embajada, un
puesto ocupado casi siempre por un funcionario de poco más de 40
años, la misma edad de ellos hasta hacía poco tiempo. Pero
ni Alvarez ni Alessandro ni Vitar integraban el círculo selecto
de los invitados a las cenas del embajador de los Estados Unidos. No lo
habían integrado con Terence Todman, que prefería a la primera
línea de los menemistas y los asesores de Eduardo Angeloz, y tampoco
con James Cheek, el hincha de San Lorenzo y de Eduardo Eurnekian que prefería
a los empresarios. Después, Manuel Rocha no los incorporó
a su agenda diaria, y el Departamento de Estado se abstuvo de cortejarlos,
de intercambiar informaciones con ellos, de hacerles conocer directamente,
como sólo la embajada norteamericana sabe hacer, cuáles
eran las prioridades de Washington en la Argentina.
Chacho fue al punto.
Walsh, como le dije lo llamé para comunicarle oficialmente,
para que usted se lo comunique a su vez a la empresa norteamericana que
es socia del señor Daniel Hadad, que puede perder 17 millones de
dólares de inversión.
El embajador esperó que Alvarez siguiera. No quería opinar
e intuía que vendrían las condiciones del vicepresidente.
Si no quieren perder los 17 millones, que por favor dejen de atacarme
en mi intimidad y en mis problemas personales.
Vitar y Alessandro se quedaron en silencio. Igual que Chacho, aguardaban
la respuesta de Walsh. Habían averiguado que el embajador no era
un cultor de la diplomacia de cóctel, insustancial y frívola,
y querían saber su opinión.
El diplomático parecía sorprendido. Pero, como si supiera
que debía convencerlos jugando su papel, Walsh los miró,
puso sus ojos en Alvarez y se limitó a preguntar:
Si el problema es tan grande, ¿por qué no les hace
una demanda judicial?
Alvarez se quedó en silencio.
Walsh volvió a mirarlo. Era un tipo directo, pero su estilo no
consistía en presionar personalmente a sus interlocutores. Además,
estaba ante un vicepresidente. Prefirió ser diplomático:
De todas maneras, viniendo de quien viene lo voy a comunicar.
Y se fue.
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