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PAGINA/12 COMPARTIO 24 HORAS CON UN INVESTIGADOR PRIVADO
En la piel del espía

Hay unos 13 mil en Buenos Aires. Andan camuflados, sacan fotos con cámaras instaladas en sus relojes o graban conversaciones a la distancia. Su principal actividad es perseguir a presuntos infieles, pero también los contratan para cazar estafadores o detectar espionaje industrial. Página/12 se convirtió en espía por un día: tuvo que bailar tango y perseguir sospechosos.

El reloj-cámara con que el detective retrata a sus perseguidos.

Por Alejandra Dandan

Escena uno: el detective José I. entra de incógnito en un templo umbanda. Escena dos: José frente a su objetivo. En la tercera, prende su cámara oculta, transpira y –a los saltos– blasfema contra los dioses que han convertido su bolsillo en chimenea. Si fuese ficción, las tomas podrían repetirse. Pero I. es un detective real. Igual que la chimenea. Tenía la cámara en el bolsillo y también las monedas que provocaron el corto. La urbe tiene unos 13 mil detectives. Andan camuflados de mucamas, aprendices de tango, albañiles o barrenderos. No tienen cobertura legal, pero sin embargo operan estimulados por los cientos de clientes que exigen persecuciones contra infieles o espionajes industriales. “Somos como los delincuentes –dice el detective–: trabajamos fuera de la ley.” Jose I. aún desconfía, de todos modos accede: Página/12 fue su socio por un día.
Por la voz podría haber sido retacón y ex policía.
La cita es en un bar. Desde una mesa un hombre hace la seña convenida.
Es José I. Rubio, ojos azules y, por el momento, de pasado incierto.
Hay agua mineral con gas y café cortado en la mesa. No pidió JB ni media medida de whisky casero. No hay pipa, ni cenicero ni colillas.
Está claro: José I. es no fumador.
Un rápido vistazo confirma las últimas presunciones: el detective tampoco usa sombrero.
–Y dígame una cosita –de la cronista, aún animada– ¿gato, usted tiene?
I. tiene perrito.

Tango 01

Los porteños suelen buscar detectives esencialmente por un motivo: sospechas de infidelidad.
–Momento –no le gustó ni medio–, también hago penales, estafas y tenencia de hijos.
Y espionaje industrial.
Hace cinco clases de tango que está en un caso. Investiga el robo de información en una empresa publicitaria. El dueño sospecha de su socia, por otra parte ex mujer. Desde hace meses cada vez que la compañía prepara un producto, la fórmula cae antes en manos de la competencia. I. debe probar que la ex mujer actúa –amor mediante– en complicidad con su competidor y archienemigo.
–¿Y lo del tango?
–Los dos pertenecen al circuito del tango.
José I. no.
El detective, ahora socio, instruye sobre el primer destino.
Club social. Rivadavia, altura (secreto). En la puerta se anuncian clases y baile con cumbia a sólo tres pesos.
El detective llegó primero. Parapetado, ocupa su puesto. Tiene camisa blanca y pantalón azul. Saco y además corbata. El salón está en el primer piso: con luces y sin ventanas. I. camina atrás de un alto que de tanto firulete lo deja transpirado. El alto dice que hay que trabajar el equilibrio. Y todos caminan sobre una raya tan larga y complicada que otra vez terminan empapados.
Dos líneas de agua caen en la frente de I.
–Decime –agitado–, ¿todavía querés estar en la piel de un detective?
Y muestra el reloj, con la hora. Y con números digitales, pero también con flash y dos lentes.
Si sacó fotos, pasó inadvertido.
En el salón, se supone, está el grupo con el que I. debería conectarse. No son amantes del empresario, la conexión del detective es mucho más complicada: busca acercarse a sus amigos, gente del mundo del tango. “Para que un ejecutivo de ésos abra las puertas tenés que estar muy bien conectado”, a eso se habrán debido sus charlas con las dos de traje negro. Aunque más estuvo con la alta y con José, el otro alto y profesor. Los amigos pueden ser todos o ninguno: aunque asociado, el detective no da detalles de sus perseguidos.
Lleva cinco clases intentando el asunto de conectase. Pero no tiene apuro. No le gustan hablar de promedios, pero acuerda que los casos más simples se resuelven en una semana. Búsqueda de personas o infidelidad pueden demorarlo de siete a quince días. Un mes para espionajes o estafas. Y tres años –alguna vez– con una secta. Y sobre el tango, no responde.
–Es como ya le dije –serio y recurrente–; esto es como lo del cazador que sólo puede actuar justo cuando sirve.
O como un lobo.

A la criolla

Es cierto: otra vez sus cálculos quedan anulados.
–No podés estar arreglando a todo el mundo.
La mejor opción para ablandar porteros es la seducción. La segunda mejor opción: los billetes. En el presupuesto preparado frente a un caso, existe un porcentaje destinado a gastos. Allí quedan incluidos ciertas cuotas para los proveedores regulares de información y también la fracción para dateros ocasionales: boletero, el señor del kiosco, mucama, obrero, secretaria.
–No podés estar arreglando a todo el mundo –va de nuevo. Sólo algunos cobran. Un soborno mal ofrecido puede arruinar el caso.
El caso se cobra por adelantado. La plata no se devuelve, guste o no guste el resultado. Una sola vez I. dejó de cobrar un caso. El cliente era psicólogo. El día de la segunda cita, una ambulancia lo subía maniatado. Al hombre lo declararon loco y sus cheques, incobrables.
–Mi trabajo es como una ayuda social.
Y al apotegma más tarde le agrega otro: cuidado con la policía.
Hace dos meses I. cerraba un caso.
Una villa en José León Suárez. Esa vez se había trasformado en botellero. Durante una semana repitió entradas y salidas, consiguió detallar así el punto exacto del objetivo. Se mudó al barrio. Investigaba una causa penal por la desaparición de una nena. Ya tenía a la nena detectada. Y por los datos, a los secuestradores, a punto de volver a trasladarla. En ese momento se acordó: los detectives no pueden hacer detenciones.
–Oficial, mire soy detective privado –quería urgente un patrullero.
–¿¿Qué usted es queeé??
I. oyó la risa del policía.
–Estoy en medio de una villa –con tono de riesgo–, tengo un caso de desaparición de una menor –y para provocarlo–: y hasta presunto secuestro.
No hubo caso: ahora no sólo se reía el oficial, detrás lo hacía toda la comisaría.
En el minuto número cuarenta, I. oyó “Ahí vamos”.
En su historia, los malos no son sólo policías. “Te pasan cosas –nadie lo duda–; es que cuando alguien ve a una persona parada en una esquina piensa: o es policía o es delincuente. La palabra detective todavía no está asimilada.” Por eso ahora sabe que cuando una veintena de patrulleros lo rodea ocurrieron dos cosas: un vecino lo tomó por sospecho y le avisó a la policía. Punto dos, el detective olvidó su gran norma: “Nunca pare mucho tiempo su auto en una esquina”. No sólo querrán arrestarlo, dice. Demorará horas en explicar que Buenos Aires también tiene historias de espías.
I. da la clave para la próxima cita: un Rover brillante estacionado en la puerta.
–No, no de los sospechosos.
Es suyo.

Servido

El traje viaja colgado en la puerta de atrás. El Rover es un ropero, dice I., en el baúl hay zapatos de punta, para el tango; zapatillas, mocasines, un piloto, short de baño y otro alternativo para el gimnasio. “El overol –explica– me lo dieron en la fábrica.”
La estafa era de cien mil pesos mensuales. El lugar, una empresa editorial. Modus operandi: desvío de partidas. El sospechoso: un gerente. El detective debía infiltrarse para conseguir las pruebas.
–¿Existe la posibilidad de que lo descubran?
–La fantasía está todo el tiempo; el miedo no es zonzo, te hace defenderte de posibles ataques.
Esa vez sus clientes eran los dueños de la empresa, la seguridad debería haber sido completa. Lo pusieron a trabajar como barrendero. I. en un solo día aprendió repaso de baños, claraboyas y oyó al jefe de turno pedirle por décima vez que, esta vez, le termine además los techos. El detalle: el jefe no era de los malos, pero nadie le avisó que el empleado no sólo era espía encubierto sino además cámera aficionado.
Ese fue el día en que I. aprendió cómo sostener lentes y cámaras oscuras con la ayuda de un escobillón.
–¿Vos te servís? –pregunta el detective–, quiero decir: cuando estás en un lugar: ¿te servís o esperás que te inviten?
Se ve al detective pagar un peaje.
–Me sirvo –dice la cronista–. ¿Usted?
–Espero que me inviten: te ven tímido y se acercan. Ellos terminan haciendo el trabajo.
El próximo caso tiene destino incierto. La zona es otro lugar del conurbano. El detective controla tres objetivos en un radio de diez cuadras. No detendrá el coche y, por lo tanto, la marcha se vuelve un círculo encerrado entre diez cuadras.
En el auto suena un celular. Parece que es algún socio.
–Pero qué culpa tengo yo –dice I.–, si justo había otro auto igual, en la misma esquina.
Después de cortar mira hacia adelante. Y, al acompañante:
–¿Ves a algún paralítico caminando con muletas?
No parece chiste.
–Bueno, ponete a buscarlos, vas a ver cuarenta.
Al rato:
–Y si los buscás con barba, vas a ver cuarenta y todos barba candado.
Esa mañana I. controlaba un Galaxi y azul a unos cincuenta metros de distancia. Cuando el auto arrancó, el detective comenzó a seguirlo. Tres semáforos después notó que dos números de la chapa coincidían con los de su objetivo, los otros no.
Afuera del auto se ve un barrio de casas bajas. La punta de una plaza después de la tercera vuelta se hace familiar. El ritmo del Rover es constante, incluso cuando va cruzando las tres casas que le encargaron controlar.
I. retoma la avenida y dos cuadras adelante vuelve al barrio. Nadie parece intrigado por el auto hasta que el Rover interrumpe por quinta vez el partido callejero de unos chicos. El detective se ha colocado lentes oscuros, al auto no hay cómo taparlo. I. no vuelve a pasar.

Final

En un catálogo encontró un nuevo modelo de micrófono: 500 metros de alcance audio y video. También hay un sistema que controla llamadas aun desde Japón. Esas cosas le gustan. Tiene una lapicera con micrófono y sus cámaras en general llevan estampillas pegadas. Es la marca del escribano. Sólo así las imágenes o grabaciones pueden servirle de prueba.
Los casos son infinitos. Las mujeres también, dice. “Los celos son buenos hasta un punto –cree–, después ciegan.”
Su trabajo le ha demostrado que el varón infiel deja pistas. Cuando la mujer las deja, tiene decidido mudarse. De sus clientas mujeres, I. ha recogido distintos materiales de prueba. Hay quienes después de revisar autos le entregan hasta filtros del cenicero. De los varones perseguidos también ha aprendido costumbres. “Capaz que en realidad –reflexiona– dejan huellas para que las vean.”
Tuvo de clientes a novios celosos y a otros casi locos.
La ronda del día termina.
En las casas controladas no hay indicios de movimientos inmediatos.
I. está otra vez en la avenida. Tiene el auto detenido. A media cuadra quedó uno de sus objetivos.
El celular suena, antes de responder, prende la radio. No se oye ni el murmullo del que habla al otro lado.
Hace quince años I. es detective. Tiene su oficina en el centro. Fem Pol está en Páginas Amarillas. I. quiere una academia de detectives.
–Lo espero mañana –dice todavía al celular–. Pero por las dudas llame una hora antes.
El detective comienza otra vez. Infidelidad, dice aunque no se lo anticiparon.
–Cuando terminan una investigación, ¿dicen caso cerrado?
–Sí, caso cerrado.
Y corrige:
–O como dicen los americanos: The case is over.
El detective es ex marino.

 


 

INSTRUMENTOS PARA PODER ESPIAR AL PROJIMO
Del osito hasta el bolígrafo

Un osito de peluche de mirada tierna; un bolígrafo símil plata de líneas refinadas; una elegante cartera de noche: todos esos elementos, tan diferentes entre sí, pueden esconder un micrófono de hasta 120 metros de alcance o una lente de video del tamaño de una aspirina. El mercader de tanta sofisticación es Nicolás Ruggiero, dueño de High Security junto con su hermano mayor, Marcelo. En su oficina del microcentro vende cámaras ocultas, micrófonos y equipos de contraespionaje, es decir, equipos que permiten desbaratar algunas estrategias de los detectives privados, como las líneas pinchadas o las cámaras indiscretas.
Los Ruggiero crearon High Security hace tres años. Desde Miami, donde está la otra sucursal de la empresa, Marcelo envía a Buenos Aires la materia prima –cámaras y micrófonos– que un ingeniero se encargará de camuflar. En La casa del espía –tal el nombre fantasía de la firma– se puede comprar un micrófono alemán oculto en un bolígrafo por 1080 pesos, con un alcance de entre 50 y 70 metros. Si la conversación que le interesa está a más distancia, desembolsando 100 pesos extra podrá acceder a un micrófono de mayor alcance: 120 metros garantizados para la zona céntrica de Buenos Aires. Las cámaras ocultas portables –para las cuales el usuario tiene que llevar una grabadora pegada a su espalda– cuestan entre 2500 y 7000 pesos. Las fijas son más baratas: una lámpara de escritorio fisgona cuesta 700 y el osito de peluche diseñado para vigilar baby sitters, 450. Aparte habrá que abonar la instalación.
Cuando se trata de cazar al cazador, los precios se incrementan. Un equipo para detectar cámaras y micrófonos sale entre 600 y 800 pesos. Los encriptadores telefónicos, que sirven para frustrar pinchaduras en la línea cuestan cerca de 1000 pesos el par.
Al igual que en una sastrería, los equipos se arman a gusto del cliente. “Yo le pido que me explique en qué situación va a usar el equipo –comenta Nicolás–. Si va a llevar una cámara oculta para una charla en un café, no la puede llevar en un beeper prendido al cinturón, porque queda debajo de la mesa.” Aunque los nombres de los compradores son un secreto, Ruggiero menor da algunas pistas: “Los que más compran son las empresas privadas, los jueces o abogados, y los grupos de inteligencia estatales”.

Producción: Silvina Seijas.

 


 

LOS DETECTIVES NO ESTAN CONSIDERADOS EN LA LEY
Sin normas que los frenen

Por A.D

No hay límites. Esto es lo que queda claro después de un buceo entre los detectives fabricados por Buenos Aires. La urbe no tiene detectives civiles a la americana. Los nacionales no sólo desarrollan una actividad que no está reglamentada: como en general provienen de estructuras de inteligencia de las fuerzas del Estado, en sus investigaciones se reciclan métodos y vicios viejos. No hay números precisos sobre la población de detectives urbanos, aunque algunos cálculos cierran la cifra en 13 mil. El marco legal destinado a ellos es la ley de seguridad privada, sin reglamentación ni en provincia de Buenos Aires ni en la ciudad. Un problema: la ley no menciona específicamente normas para esta actividad a la que incluye en el paquete de custodios privados.
El detective I. podría ser cualquiera de sus socios urbanos. Cuando responde acerca de sus límites opta por una fórmula, lamentablemente demasiado abstracta: “Yo tengo un principio: mis derechos terminan donde comienzan...”. Esto justifica filmaciones en plena calle, pero también los disfraces con los que termina accediendo a la intimidad de algún grupo en busca de las pruebas exigidas por los clientes.
Y ésa es la otra pata: clientes que pagan y un mercado, entonces, que termina legitimando el oficio. “Lucky venga”, responde José I. cuando le preguntan si aceptaría trabajar para la SIDE.
Fernando Caeiro, presidente de la Comisión de Seguridad de la Legislatura, es uno de los que tiene en sus manos la reglamentación en trámite de la ley que, aunque nada diga en particular sobre la actividad del detective, terminará de prepo incorporándolos. “Hay que tener cuidado –dice Caeiro sobre los investigadores civiles–; nuestro país tiene experiencias traumáticas.” Para el legislador, las investigaciones deben quedar bajo la “órbita exclusiva del Estado y no de los particulares. Acá tiene que mediar primero la maduración de esta ley que aún no se puso en vigencia, para saber cómo funcionan y después ver”.
En Buenos Aires existen 250 empresas de seguridad privada nucleadas por la Cámara de Empresas de Seguridad e Investigación. Marcelo Durañona, su director ejecutivo, cree que la prohibición de la actividad fomentaría actividades más oscuras. “La organización que existe detrás de un detective privado –dijo a este diario– le da al cliente una estructura que termina respaldándolo.”
La figura del detective en las empresas de seguridad tiene una lógica. Habitualmente, explica Durañona, las compañías contratan para las investigaciones a los equipos proporcionados por la misma empresa que les presta además el servicio de seguridad.

 

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