Por Juan Ignacio
Boido
Hay una línea invisible
que une a todos los Harold Bloom de este mundo. Los busca aunque no quieran,
los alza de la oscuridad de los claustros universitarios y los expone
a los flashes y los brillos de los medios. Una vez ahí, todos juntos,
enhebrados, sin la menor distinción de las diversas raíces
ideológicas en las que se nutrieron, pasan a conformar una nueva
categoría de intelectual: una suerte de eslabón perdido
entre el ratón de biblioteca y el hombre común y silvestre.
Para algunos, el asunto no es demasiado problemático. Umberto Eco,
por ejemplo, después de que la película con Sean Connery
convirtiera a El nombre de la rosa en un best seller y a él en
el primer y probablemente último semiólogo célebre
de la historia, supo aprovechar los espacios en blanco que le ofrecían
los diarios para afinar la puntería y lograr pequeñas joyitas
periodísticas donde recurre a las armas de la semiología
para decodificar los cambios tecnológicos y culturales que azotan
al mundo. A otros, esa exposición no les cayó tan de arriba,
sino que parece el producto de una estrategia.
En casi todos los casos, el método es siempre más o menos
el mismo: simplificar los tecnicismos de su especialidad para
acceder a una cantidad de lectores que nunca conseguirían de otro
modo. Es lo que hace Vivianne Forrester con la economía, Fernando
Savater con la filosofía y el yugoslavo Slavoj Zizek (aunque apelando
a una dosis de ironía ausente en los otros) con el lacanismo y
el marxismo. A un tercer grupo de intelectuales, esa exposición
los convierte en lo que son: la exposición de ese conocimiento
prácticamente se convierte en su figura pública. Alcanza
con citar los caudalosos libros de historia de Paul Johnson o el despliegue
de saber filológico del que hace alarde Mariano Grondona. En estos
casos, el conocimiento arrasa. El que sabe parece decir: Yo sé,
y como sé, tengo razón. El método, aunque sea
difícil de creer, pasa por sumamente didáctico.
El caso de Harold Bloom es por lo menos curioso. Empezó muy cerca
del extremo donde se ubica Eco y desde entonces avanza lanzado hacia el
extremo opuesto, aunque todavía le falta un trecho por recorrer.
La publicación de cada libro nuevo permite seguir este desplazamiento.
En 1961 se dio a conocer con La compañía visionaria, una
serie de ensayos sobre el romanticismo inglés encarnado en Blake,
Keats, Wordsworth y Byron. Libros como La angustia de las influencias
(1973) y Poesía y represión (de 1976, que Adriana Hidalgo
reedita por estos días), le garantizaron, hasta bien entrada la
década del 80, una relativa repercusión dentro del ámbito
universitario. El primer desplazamiento hacia la celebridad vino en 1990,
cuando publicó El libro de J., en el que aventuraba como hipótesis
que la Biblia habría sido escrita por una mujer.
El canon occidental (1994) lo puso en el centro de todos los blancos:
el padrecito de la literatura occidental, según Bloom, era Shakespeare.
Y punto.
La mitad de la academia, encabezada por los departamentos de estudios
multiculturales, se le fue encima. Bloom resistió los cargos mediante
el método más eficaz: ignorándolos. La misma estrategia
a la que recurrió cuando se despachó con Shakespeare: The
Invention of the Human, un ladrillo de 1500 páginas, todavía
sin traducción al castellano, en el que recorre obra por obra a
su escritor de cabecera. Ahora acaba de publicar un libro igual de provocativo
y magnánimo: Cómo leer y por qué (que por estos días
llega a las librerías argentinas editado por Norma). Aunque el
mismo Bloom considere el libro como menor dentro de su obra,
en rigor de verdad es un nuevo desplazamiento sobre la línea que
une a todos los Bloom del mundo. Pero esta vez, la cosa huele más
a paso al costado que nueva embestida. Desde el otro lado de la línea,
en Yale, donde vive dando clases, Harold Bloom escucha hablar de su nuevo
libro y, con el convencimiento que lo caracteriza, resume el punto que
le viene ganando aliados y enemigos en cada idioma al que se traduce su
obra: Mi profesión fue destruida, dice en la entrevista
con Página/12. Ya no se enseña Shakespeare, Milton,
Cervantes y ni hablar de los griegos. Usted entra a estudiar literatura
y aprende teoría y quizá hasta pueda asistir a un curso
sobre poesía lesbo-esquimal. Simplemente creo que ésa no
es la manera de formar lectores.
A los 70 años, Bloom parece haber dejado de prestar atención
al impacto que pueda causar en los claustros y se lanza de lleno al lector
común, que puede hojear su libro en una librería y encontrar
la forma de entrarles a esos dos tomos de Turgueniev que tiene en casa
porque se los dejó la abuela. O a cualquiera de los autores que
conforman el mapa literario que abarca Qué leer y cómo:
de Shakespeare, Keats y Milton a Nabokov, Melville y Pynchon, de Cervantes,
Stendhal y Dickens a Maupassant, Ibsen y Faulkner, todos abordados en
introducciones coloquiales, donde los pone en contacto con otros autores,
a la manera de un librero que, después de medir el efecto de un
libro en alguien, se aventura a recomendarle otro. O bien Bloom da por
perdida la batalla o esto es sólo un cambio de estrategia. Para
eso, habrá que esperar al próximo.
¿Encontró algún buen argumento en las críticas
que se le hicieron a sus libros?
No me preocupan las críticas que se le hagan a mis libros.
Usted debe entender que soy una persona muy combatida por haber proclamado
la destrucción total de lo que considero mi profesión. El
estudio de la literatura fue reemplazado por lo que se dio en llamar estudios
culturales. Que en la práctica es, bueno, lo políticamente
correcto. Así que estando la crítica en manos de quienes
la practican, mal puedo preocuparme por lo que dicen de mis libros. El
feminismo, en sus aspectos económicos y sociales, consiguió
logros notables. Contra lo que me opuse y me opondré es a la sustitución
de los estándares estéticos por unos políticos.
¿Considera que estos estudios culturales marcaron de alguna
manera la literatura que se escribe hoy en día?
Digamos que influye en la mala literatura. Y que casi destruyen
a una extraordinaria escritora como Tony Morrison. Sus primeros trabajos,
hasta El libro de Salomón, son realmente maravillosos. Pero luego
del impacto del multiculturalismo, la corrección política
y los estudios culturales sus novelas recientes Beloved, Paradise
me costó mucho trabajo leer y son realmente pobres. Tengo miedo
de pensar que ya está arruinada por este nacionalismo afroamericano.
¿Encontró autores nuevos que satisfagan los parámetros
que aplica para juzgar los clásicos?
Phillip Roth, Don DeLillo, Thomas Pynchon y Cormac McCarthy son
cuatro novelistas extraordinarios trabajando en este momento en Estados
Unidos. Y hay muy buenos poetas, como John Ashberry en Estados Unidos
y una poeta canadiense llamada Ann Carson.
¿Y qué hay de la camada de escritores ingleses liderada
por Rushdie, McEwan, Amis y Barnes?
De todos ellos leí un libro de A. S. Byatt, The Matisse Stories,
que me parece tiene cierto valor. Pero francamente no estoy demasiado
impresionado por estos nuevos novelistas ingleses, con excepción
de Peter Ackroyd. En cambio sí por un irlandés llamado John
Banville. Rushdie comenzó como un escritor muy interesante, pero
es muy inconstante y creo que todavía no escribió su libro.
Y debo confesar que me parece imposible sobrevaluar a un escritor más
de lo que se sobrevalúa a Martin Amis.
Borges, de quien usted es un admirador confeso, dijo alguna vez
sentirse en el final de un larguísimo período literario.
Borges, como Beckett y Calvino, intuyeron que algo estaba terminando.
Y retrospectivamente eso parece todavía más cierto. No creo
que se haya quebrado o que haya culminado definitivamente la tradición
cultural occidental, porque sí hay una línea que une a Joyce
y Proust con Pynchon y García Márquez. Aunque sí
nos encontramos en un período de transición. Y, de alguna
manera, la situación es mejor en el mundo de habla hispana y portuguesa.
Lo que vendrá es un misterio. Por mi parte, no quiero otra teocracia,
porque ni siquiera responderá a su significado cristiano sino que
será una teocracia tecnológica. A mí particularmente
no me gusta pensar que de acá a veinte años el libro será
reemplazado por el e-book y que la gente leerá prácticamente
todo en una pantalla, pero si ésa es la única manera de
que los más jóvenes lean, bienvenido sea. Habrá que
ver cómo modifica la tecnología el largo y la complejidad
de las nuevas novelas.
Hablando de largo, en su libro usted pone a Proust como el clásico,
por encima de cualquier otro escritor del siglo XX...
Sin duda, es el más grande. La construcción de sus
personajes, su caudal narrativo y su prosa lo ubican entre los más
grandes de todos los tiempos. Y clausura de manera monumental la novela
clásica que comienza con este libro que estoy releyendo porque
mañana tengo que dar clases: El Quijote. Ese arco que va de Cervantes
a Proust encuentra su réquiem en los trabajos de Beckett y Borges
y unos pocos más. Así como Cervantes reemplazó los
grandes libros con la picaresca, lo que vendrá deberá conmocionar
a la literatura de ese modo. Por ahora, se intuye una impostura irónica
con respecto de la novela clásica. A veces pienso que este suceso
vendrá por el lado de la poesía, ya que no necesita de muchos
lectores para existir. Basta con pensar el efecto que tuvieron en la literatura
poetas como Browning, Emily Dickinson, Walt Whitman o Pablo Neruda, gente
que en su época nunca alcanzó la cantidad de lectores que
tuvieron sus novelistas contemporáneos.
En su libro dice que le resulta imposible enseñar Muerte
en Venecia a sus alumnos hoy en día.
Es algo que tiene que ver con la ironía. La corrección
política impide su desarrollo. La ironía consiste en decir
una cosa diciendo lo contrario. Mann es un escritor altamente irónico
y, por lo tanto, muy difícil de comprender para chicos formados
en esta corrección, donde todo debe ser dicho con absoluta literalidad
para no ser malinterpretado.
Usted considera a la literatura como una construcción religiosa.
Es decir: en la mente de los lectores, Shakespeare, Stendhal o Flaubert
pueden ocupar el mismo lugar que Dios.
Hace muchos años, un alumno que asistía a uno de mis
seminarios se me acercó para preguntarme si yo no estaba exagerando
un poco y consideraba a Shakespeare como Dios. Lo único que pude
contestarle es que, si observo sus personajes, tengo las mismas críticas
que hacerle a Shakespeare que a Dios.
|