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Uso y abuso del Obelisco
Por Juan Sasturain

Lo van a gastar. Al Obelisco lo van a gastar. Siempre se dijo que no “significa” ni “sirve” para nada y es cierto: fue creado en el ‘36 para que trabajara de alevosa marca identificatoria de la ciudad y los turistas –sólo ellos– tuvieran algo inequívocamente porteño que fotografiar. Sólo eso. Sin embargo, cierta costumbre de frecuentación reiterada durante las últimas décadas le han ido otorgando, a falta de otra cosa, un sentido relativo, un valor de uso dado por su propia virtualidad: el Obelisco no es otra cosa que lo que se hace con él. Y lo que se hace es usarlo, rodearlo, transitarlo. Más prostituido que democrático, se ha convertido en el literal lugar común de la celebración –como el antiguo “salir de putas”– y se va al festivo o camorrero Obelisco sin el compromiso político con que se iba a la Plaza, sin el fervor protestón con que se va al Congreso. El Obelisco es joda.
Y lo van a gastar. Si se fija bien, ya tiene la puntita un poco redondeada, se le van suavizando las aristas de tanto tránsito celebratorio. Tenemos una capacidad aparentemente inagotable para las modas y la rutinización de palabras, usos, gestos y costumbres: ir al Obelisco ya es eso. Mirándolo bien, cada vez más es menos un obvio signo fálico para convertirse en una trajinado dedo. Erguido, por ahora, con la uña un poquito comida. Pero, ¿qué dedo es el Obelisco, cómo se lo usa y para qué?
En principio, nació para índice, el sobrador dueño de la mano, el acusador y fiscal del grupo, el que sabe o cree saber lo que quiere. El índice apunta hacia arriba, señala direcciones y establece responsabilidades. Muchas veces los que van al Obelisco lo usan así: hacia allá vamos y estos o aquellos tienen la culpa.
El segundo uso del Obelisco como dedo es erguirlo como pulgar. El pulgar solo –gesto yanqui adoptado y tardío entre nosotros: Videla en el Mundial ‘78– es conformidad y acuerdo, simple asentimiento: todo bien. Cuando se va al Obelisco a decir que está todo bien, suelen ser convocados por una iglesia televisiva de las de ahora o cualquier otra zanahoria más o menos espiritual.
El tercer uso ritual del Obelisco como dedo se refiere al enhiesto mayor, el tercero arrancando de cualquiera de los dos lados, el largo, el flaco, el expresivo dedo del placer y la humillación. Hay razones para suponer que esta última advocación es la que más adeptos tiene en los rituales colectivos de la Plaza de la República.
Anoche, por ejemplo, los hinchas de Boca fueron –qué otra cosa les quedaba– al Obelisco. Y lo usaron como se usan todos los dedos. Boca señaló con el índice hacia arriba que hay una Voluntad que está más allá de los avatares de puntos y goles más o menos merecidos: Dios no es argentino –hace rato que tramitó la ciudadanía comunitaria–, pero sigue siendo de Boca.
Los rutinizados hinchas tricampeones sintieron en la cercanía de los iguales que el Obelisco era el pulgar erguido de la conformidad y el reconocimiento común. Esa sensación de ser más, de ser una mitad holgada, una mayoría barullera que se identifica a partir de muy pocas cosas, casi nada más que el fervor. Como si fuera poco.
Y finalmente, signo de estos tiempos competitivos, el gastado Obelisco una vez más se ha erguido anoche como un franco, grosero, alevoso dedo anular. Hace mucho (¿desde siempre?) que el triunfo y su celebración -deportiva o no– en la Argentina tienen destinatario doble: se dedica para celebrar, pero sobre todo se dedica para humillar.
Lo van a gastar. Al dedo anular, los argentinos lo vamos a gastar. El Obelisco va a necesitar un forro si lo seguimos usando así.


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