Por Martín
Pérez
Dos bolitas. Esos son los ojos de las gallinas de Pollitos en fuga. Dos
bolitas con un puntito en el medio. Pero, aun así, parpadean. Durante
dos o tres fotogramas, de manera casi imperceptible, los ojitos de las
gallinas de arcilla de los estudios Aardman parpadean. Para hacerlo, sus
animadores deben preocuparse por pensar en un cambio más a la hora
de armar cada fotograma. Y no es difícil imaginarse el costo de
ese parpadeo casi imperceptible. Sin embargo, ahí está.
Porque ese casi es lo importante. Y el interés de sacarlo
de en medio es lo que separa lo grande de lo pequeño. Pero para
ser grande hay que prestar atención a lo pequeño, como ese
parpadeo. Semejante obsesión en pos de la perfección no
es lo que hace de Pollitos en fuga una gran película. Pero sí
es un detalle más que permite darse cuenta de cuál es el
camino correcto a la hora de hacer algo más que un buen negocio.
Producida y dirigida por dos genios de la artesanal animación en
arcilla paso-a-paso, Pollitos en fuga es el primer largometraje de Peter
Lord y Nick Park, los responsables de los deliciosos cortos de Wallace
y Grommit. De la mano de un engreído inventor inglés (Wallace)
y su sabio, sufrido y paciente can (Grommit), la dupla Lord-Park se convirtió
en la sensación de culto del submundo de la animación durante
la última década, ganándose un par de los devaluados
Oscar a los cortometrajes en el camino. Tentados por el gurú animado
Katzemberg el que ayudó a reinventar Disney antes de pasarse
a Dreamworks a la hora de pasarse al largo, los mentores de los
estudios Aardman decidieron entregarle su primera joya a la fallida corona
de animación del estudio de Spielberg y demás. Porque, si
Disney tiene en la animación computada de Pixar su gran carta artística
y comercial a la hora de pensar en los chicos, Dreamworks ha desenvainado
su comodín con las gallinas de arcilla de Pollitos en fuga, una
auténtica obra maestra de la animación más vieja
y artesanal del mundo.
Pero Pollitos en fuga no es sólo eso. Es también una gran
ironía cinéfila y al mismo tiempo una cínica mirada
sobre todos y cada uno de los lugares comunes del negocio del cine. Es
difícil, por ejemplo, no ponerse a pensar en el pochoclo de los
multiplex cuando las gallinas comienzan a ser engordadas por el maíz.
¿Y qué decir de la idea original, resumible como El gran
escape, pero protagonizada por gallinas? Sin embargo, más allá
de las ironías y los guiños compartidos (o no tanto), Pollitos
en fuga es antes que nada o después de todo sencillamente
una gran película. Uno de esos espectáculos que es imposible
mirar sin que la boca se abra de admiración en cada escena. Algo
que sucede desde el primer segundo de su metraje.
El comienzo de Pollitos... presenta al gallinero como un campo de concentración,
del que las gallinas tratarán de escapar durante toda la película.
El prólogo es un hilarante resumen de todos y cada uno de los intentos
de fuga de sus prisioneras. Todos fallidos, por supuesto. Lo único
que no intentamos es no intentar escapar, dirá una de ellas.
Eso podría funcionar, responde otra. Con gallinas zapatistas
y todo, Pollitos... es un alegato feminista. Y una ironía al mismo
tiempo, claro.Se permite, incluso, presentar la contundente ejecución
de una gallina, que a la manera de Babe tal vez disminuya el consumo de
semejante alimento entre los infantes. Pero no sólo eso. Poner
huevos sin descanso para no ser desplumadas y degolladas... ¿Eso
es vida?, se pregunta Ginger, la gallina rebelde. De algo
hay que vivir, le contesta alguna desencantada. La respuesta a semejante
interrogante, sin embargo, está en esos ojos que parpadean. Porque
demuestran que a Lord y Park les importan sus personajes todos queribles,
incluso los inmóviles enanos de jardín más
que el negocio, que por supuesto también está ahí
(el convenio del film en los Estados Unidos es con una cadena de hamburguesas:
Salven a las gallinas, coman hamburguesas, dicen sus protagonistas).
Pero si Pollitos... es uno de esos films que a cualquier adulto le daría
mucho placer llevar a sus hijos a verlo más de una vez, también
hay que recordar que productos como Pokémon no nacen de un repollo.
Son el descuido de esos pequeños detalles los que permiten la reproducción
de más de un negocio antes que una película. Y aquí
no sólo se está hablando de cine, aunque el cine se
sabe es un mundo en el que caben todos los mundos a 24 fotogramas
por segundo. Y en el que las gallinas son los seres que mejor se las ingenian
a la hora de escapar de todas y cada una de las trampas mortales de un
mundo pensado sólo para la ganancia más rápida, y
pueden alcanzar el cielo en la tierra. Como el chanchito Babe, por supuesto.
La
supervivencia en los márgenes
Por Luciano Monteagudo
Desde un comienzo, La promesa
no da respiro, se introduce de lleno en su tema, transmite inmediatamente
su tensión, como si el film hubiera entrado, repentinamente, sin
permiso, en un momento determinado de la vida de sus personajes, sin preámbulos
ni explicaciones. Allí está Igor (Jeremie Renier): por su
aspecto, se diría que es un adolescente que se resiste a crecer.
Hay algo infantil en él, un aire de familia con el Doinel de Los
400 golpes en la manera en que, en un descuido, le roba la billetera a
una mujer y luego, como un cachorro asustado, entierra el dinero en un
pozo. Claro, Igor no es un ladrón. Al fin y al cabo, tiene un futuro
incierto, claro como aprendiz en un taller mecánico.
El simplemente está aprendiendo a sobrevivir, a valerse por sí
mismo de acuerdo con el único modelo que tiene delante, Roger (Olivier
Gourmet), su padre.
¿Y Roger? Tampoco es estrictamente un ladrón. En todo caso,
se dedica al capitalismo a escala reducida: explota sin problemas de conciencia
a los inmigrantes ilegales turcos, africanos, rumanos que
llegan desesperados a Bélgica sin saber que allí hay casi
tanta desocupación como en sus propios países. Una circunstancia
fortuita, sin embargo, impulsará de pronto a Igor a una situación
extrema, en la que sentirá la necesidad de asumir un compromiso,
más allá de sus pequeños intereses o los de su propio
padre.
Este es el primer film que se conoce en Argentina de los hermanos Luc
y Jean-Pierre Dardenne, documentalistas de larga trayectoria en su país,
que pusieron a Bélgica en el mapa del cine mundial, primero con
esta Promesa, que circuló ampliamente por el circuito de festivales
internacionales, y que luego se convirtió en la contundente realidad
de Rosetta, justa ganadora de la Palma de Oro en Cannes 99. Hay
una rugosidad, una aspereza en el cine de los Dardenne que no tiene que
ver solamente con el uso de la cámara 16mm al hombro, ni con la
inmediatez de su registro, o la naturalidad de sus intérpretes,
generalmente no profesionales. Esa rusticidad de sus films, en todo caso,
proviene más bien de la manera de concebir al cine como un campo
de expresión de tensiones sociales, de conflictos a los que los
Dardenne les ponen literalmente el cuerpo.
El hecho de que éstos sean los materiales sobre los que trabajan
los Dardenne no implica que haya una mirada paternalista o condescendiente
sobre sus personajes (como le sucede últimamente a Ken Loach, el
cineasta británico que alguna vez supo tocar una cuerda similiar
y que en sus últimos trabajos parece haber perdido el rumbo, con
una tendencia cada vez mayor al maniqueísmo). Por el contrario,
en el ascetismo de La promesa, en su desnudez, en su despojamiento formal
se refleja también un rigor infrecuente en la manera de encarar
el conflicto moral que el film tiene por delante. Hubiera sido muy fácil
hacer de Igor un objeto de compasión, o de su padre un monstruo,
o de los inmigrantes ilegales meros resortes dramáticos para la
extorsión sentimental. Pero los Dardenne tienen bien claro que
la realidad es mucho más compleja que eso y saben ponerla en escena,
con todas sus contradicciones, como cuando en un gesto infrecuentede cariño,
después de haberle pegado furiosamente, Roger quiere acercarse
a su hijo y la única manera que encuentra es practicarle él
mismo un tatuaje, como una forma primitiva de camaradería masculina.
El dinero, siempre omnipresente, corriendo escaso de mano en mano; los
espacios estrechos, asfixiantes; el racismo larvado o manifiesto; los
entierros, metafóricos o literales, expresan en La promesa, de
manera transparente, cómo es la cotidianidad en los márgenes,
qué es lo que está todos los días en juego en los
suburbios de la opulencia, y que no es otra cosa que la vida misma, sin
anestesia.
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