Recuperaciones
El Gobierno comenzó su segundo año con pasión
renovada: probar que el 2001, ahora sí, será diferente,
próspero y bienaventurado. Las garantías que recibieron
los acreedores de la deuda pública oxigenaron las expectativas
oficiales y las de todos los que desean creer que las cosas van
a mejorar y pronto. Es feo ser amargo en las Fiestas, así
que a fin de año viene bien algún sentimiento positivo,
después de tanta depresión acumulada en 2000. Hasta
Chacho Alvarez regresó de visita a la Casa Rosada para depositar
al pie del arbolito de Fernando de la Rúa el anuncio de lo
que llamó la nueva etapa. El jefe del Frepaso
volvió a instalarse frente a los cronistas para repetir algunos
de los propósitos que enarbolaba durante la campaña
de 1999, agregándoles aquí y allá ciertos retoques
novedosos. Sin el efecto encantador de antes, claro está,
porque entre aquellas promesas y estas realidades ocurrieron historias
de desilusiones, entre ellas la que provocó su renuncia a
la vicepresidencia.
Además de hacer lo que mejor sabe, imaginar posibles escenarios
reformistas, Alvarez obtuvo dos rechazos y ningún compromiso
en firme que pudiera anunciar. El régimen previsional será
privatizado, a pesar de su opinión contraria, y el Ministerio
de Economía, al menos por el momento, seguirá unificado
en lugar de partirse en dos. Tampoco se han escuchado voces de apoyo
para la idea de reunir los programas asistenciales en una agencia
estatal bajo control de los obispos y las entidades no gubernamentales.
El clientelismo político es un monstruo grande y pisa fuerte.
Lo mismo que las reformas de las actividades partidarias, tantas
veces anunciadas en vano. ¿Será posible que los hijos
de la vieja política sean capaces de alumbrar una nueva,
sin que medien factores exógenos como el proceso de mani
pulite en Italia, las veleidades autocráticas de Fujimori
en Perú o el ímpetu populista de Chávez en
Venezuela?
No son dificultades desconocidas, porque ya se levantaban como barreras
antes de que la Alianza fuera gobierno. Con agravantes actualizados:
las garantías financieras que el oficialismo denomina blindaje
tienen variados costos, unos enunciados en la carta intención
del Fondo Monetario Internacional (FMI) y otros implícitos.
¿Cuáles reformas serán permitidas por los garantes,
o acaso firmaron cheques en blanco? ¿Cómo podrá
recuperar el Gobierno la confianza popular sin medidas prácticas
que levanten de nuevo las esperanzas? Hasta aquí, Alvarez
exhibió el sumario inconcluso de los capítulos para
un relato diferente, pero el texto completo permanece inédito
o sin escribir. Tiene razón, por supuesto, cuando reclama
algún proyecto de país con sostenido desarrollo, lo
que significa, en síntesis, la creación de mejores
y más opciones para cada ciudadano, pero eso implicaría
un giro radical del rumbo oficial.
En los últimos diez años, el camino fue en dirección
contraria, reduciendo esas opciones a la nada. La reducción
fue tan drástica que, hoy en día, aunque todos mencionan
el desempleo como el problema candente, la mayoría parece
haber perdido las ilusiones sobre nuevos empleos y demandan más
subsidios como el Plan Trabajar. Es que el subsidio de 380 pesos
mensuales para los/las jefes de hogar sin trabajo, como el que reivindica
la CTA, representaría un notable cambio de calidad en la
vida cotidiana de millones de hogares. Ninguno quedaría debajo
de la línea de pobreza, según las estimaciones de
esa central, que reclama también un adicional universal de
60 pesos mensuales por hijo. Sin embargo, no hay previsiones de
ese tipo, o cualquiera semejante, en el Presupuesto nacional 2001,
en el pacto con los garantes financieros, en los discursos gubernamentales
o en las porciones conocidas de los papeles de Alvarez.
Si el Gobierno es incapaz de tender una red de protección
social contra la miseria, como primera definición de la nueva
etapa, para todo lo demás que se proponga no tendrá
tiempo ni sustento. Tiene amortiguados los reflejos sensibles, incluso
los que requieren permiso de nadie para emplearlos. Va a permitir,
por ejemplo, que los hipermercados instalen medidas extraordinarias
de seguridad, que asusten a los escasos consumidores, contra los
pobres que aspiran a la donación de pan dulce para la Nochebuena,
cuando en el principal distrito de la Alianza, la ciudad de Buenos
Aires, hay presupuesto suficiente para alegrar la fiesta de miles
de hogares, en lugar de lamentar después los sucedidos de
la escasez. Como éste, hay otros sufrimientos que podrían
ahorrarse con un mínimo de imaginación para el uso
de los recursos disponibles. ¿Cómo confiar, entonces,
en que serán capaces de afrontar las profundas reformas que
el país necesita para ingresar en otra etapa?
Los miedos se imponen sobre cualquier otro sentimiento. Hasta los
pocos beneficiarios de las políticas públicas sienten
temor a perder sus privilegios. Tanto es así que en ciertos
círculos conservadores se preguntan si no habrá llegado
la hora de isabelizar al Presidente, manteniéndolo
en funciones, pero confiándole el ejercicio ejecutivo del
gobierno al tándem Cavallo-Alvarez, en un remedo de la combinación
que usó Menem hasta 1997, que consistía en sumar el
respaldo de los mercados más el voto popular.
Nadie puede gobernar, tampoco pudo Menem, con tantos frentes en
contra y al mismo tiempo. ¿Cuántos son los satisfechos
con la gestión oficial, si su propia base electoral integra
los núcleos de la disconformidad? En la hipótesis,
las elecciones legislativas de octubre próximo pueden ser
un vendaval de oposición y, en ese caso, ¿qué
resto de autoridad le quedará a la Alianza para gobernar
otros dos años? Peor aún: ¿resistirá
la Alianza hasta entonces, será más nominal que efectiva,
sobrevivirá a la derrota sin desintegrarse?
Demasiadas preguntas sin respuestas ciertas abruman a la coalición
de gobierno, aunque su elenco vive las euforias pasajeras como si
hubiera descubierto algún atajo hacia el progreso. Los discursos
oficiales no hacen más que prometer cambios que nunca llegan
o planes que no se concretan, generalizando la impresión
de parálisis y de incompetencia.
Mientras tanto, hace gala de un cierto don para optar por definiciones
que irritan a la opinión pública. Así sucede
con las promociones de militares cuestionados por actividades golpistas
o violaciones de derechos humanos, el silencio de conformidad ante
discursos que recuperan conceptos del pasado terrorista y la impotencia
para romper los círculos cerrados de los efectos residuales
de la violencia de diverso tipo. Los mercados, sin respaldo de la
mayoría popular, no aseguran la gobernabilidad que tanto
desvela a los estrategas de las mesas de arena.
Por su lado, la sociedad también está arrasada por
los miedos, que la sobrecogen y más de una vez la paralizan
cuando se trata de acompañar alguna iniciativa que intenta
presionar hacia opciones más favorables a los intereses populares.
En ese cuadro, aparecen espacios vacíos que, en política,
tarde o temprano son ocupados por alguien, así sea por un
golpe de mano aventurera. Crear una cultura de participación
democrática es responsabilidad, por supuesto, de quienes
dirigen los destinos nacionales, pero eso no elimina los deberes
propios de los ciudadanos, sobre todo cuando existen tantas reivindicaciones
postergadas.
A fin de apuntalar esa cultura, los intelectuales también
están en mora, en primer lugar la universidad, porque sus
voces, salvo excepciones, están calladas o hablan en voz
tan baja que pierden efectividad y resonancia. Quizá uno
de los mayores triunfos del pensamiento único
haya sido la capacidad de secar las fuentes de las ideas críticas,
de las fantasías indispensables y de las capacidades propositivas.
A lo mejor, en estos días que son propicios para hacer compromisos
de futuro, cada uno pueda reconstituir en su ánimo la energía
suficiente para comprometerse con la realidad y sus urgencias, sin
esperar soluciones mágicas ni salvadores de ocasión.
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