Don Goyo
Por Juan Gelman
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Es joven, tiene
apenas 23.000 años. Cada tanto brama, tiembla, escupe rocas ardientes,
azufre, gases, fuego, ceniza y humo por la boca. La leyenda quiere que
así lo hace para despertar a su amada Iztaccíhuatl, que
yace horizontal al norte, cerca. Finge estar muerta y él se enoja.
A ella volcán inactivo la llaman Doña Manuela.
El es Popocatéptl o, con más confianza, Don Gregorio, y
ya de amigo, Don Goyo. Los 48.000 habitantes de sus laderas lo quieren
y comprenden sus arranques de ira. Están a su alcance, pero acostumbrados.
Hace ocho siglos los toltecas pensaban de él que era una divinidad.
Lo adoraban durante un mes entero y, según Juan de Torquemada,
el sacrificio de cuatro muchachas vírgenes ponía fin a la
larga ceremonia que pedía lluvia y buenas cosechas. El Popo, como
abrevian los citadinos, debe haberles hecho caso pocas veces: en sus pendientes
hay agricultura sólo de subsistencia, una actividad ganadera familiar,
mucha pobreza y migración.
Los pobladores tratan hoy al coloso vivo de 5465 metros de altura como
a una persona. Es una persona. A veces baja de su lecho de piedra y
esto rara vez lo cuentan los lugareños a los afuereños
en forma de indígena grandote de unos 50 años vestido a
la antigua, camina por las comunidades de sus faldas, habla y hasta intima
con algunos, y avisa lo que está por hacer. Cuando no, igual dialoga.
Los campesinos le hablan y él les habla. Como en tantas otras actividades
humanas, un intermediario concreta este comercio: el tiempero.
No cualquiera ejerce tal oficio: el volcán los elige, soltándoles
un trueno o un rayo a cielo descubierto. El tiempero sueña y así
conoce lo que vendrá, lluvias, heladas, tormentas. Acierta y falla
como un servicio meteorológico nacional. Lee atentamente las fumarolas
del Señor que Humea porque éste le advierte si algo va a
pasar. Le pide que no mande granizadas destructoras de cosechas. También
le pide lluvia y no sólo para los del lugar: para el mundo entero.
El 12 de marzo se cumple el santo de Don Goyo y sus habitantes le llevan
mole, pan, café, tortillas, tequila, comen y beben con él.
En ocasiones le traen ropa, porque el volcán también pide.
La periodista mexicana María Rivera cuenta que una vez Don Gregorio
quiso capa, penacho, escudo y sandalias de guerrero azteca, y en 1995,
más a tono con los tiempos que corren, encargó un
traje de licenciado. Es caprichoso, como sus temibles despertares.
Porque Don Goyo hace largas siestas. La más reciente viene durando
unos 1100 años. Cada tanto, como durmiente en un lecho, se agita
sacudido por su entraña de fuego. Que se tenga registro y memoria,
así ocurrió en los años 1354, 1363, 1440-1469, 1539-1540,
1720, 1852, 1919-1927, 1994, 19971998. Así ocurrió el lunes
18 y el martes 19 de este diciembre que corona el siglo y un milenio.
Todo México se prendió al televisor donde se sucedían
escenas alucinantes: espesas fumarolas de 5 kilómetros de altura
luego desplazadas por una cortina de fuego y la expulsión de rocas
al rojo vivo de hasta un metro de diámetro que se alzaban y caían
como estrellas para morir a 4 kilómetros del cráter. Este
espectáculo fascinante despierta ciertas cosas: la sensación
de pequeñez humana ante la naturaleza indomeñable, la memoria
de la finitud del planeta y de la propia, una extraña dimensión
del tiempo.
Y los campesinos del volcán ¿por qué se resisten
tanto a dejarlo? Pese a las exhortaciones y las medidas organizativas
de las autoridades, y pese a la erupción del martes cuyo
volumen y duración recortaron la confianza en Don Goyo con las
tijeras del miedo no pocos miles se niegan a alejarse del peligro.
Hay que cuidar a los animalitos, dicen. Es el tiempo
del maíz, agregan. ¿Y si me roban? ¿Sabe
cuánto cuesta un caballo?, explican algunos. Tenemos
años viéndolo así, tranquilizan otros. ¿Irme?
¿Para qué? Don Goyo siempre ha sido muy bueno con nosotros
y no creo que nos haga algo. Son todas fantasías, abunda
una mujer que vive a menos de 10 kilómetros de la boca del volcán.
Murió de tristeza, dijo un amigo de Rafael Zahuantitla
en el entierro. El lunes Rafael salió de su pueblo para refugiarse
en un albergue de Cholula, el martes empezó a sentirse mal y el
miércoles falleció por causas que los médicos no
supieron diagnosticar. Los noticieros de TV reiteraron la escena de un
anciano metido a empujones en el autobús de evacuación por
sus vecinos: se aferraba con desesperación y sin suerte
al marco de la puerta del vehículo. Es gente que ha vivido por
generaciones en y de las laderas del volcán, cultivando la tierra
y también una cultura.
El miércoles, el jueves y la tarde del viernes en que estas líneas
se escriben Don Goyo adelgazó su actividad: nada de llamas ni de
piedras ígneas, apenas exhala columnas de vapor y fumarolas de
sólo 1 kilómetro de altura. Y centenares de refugiados abandonan
los albergues para volver a casa, aunque el riesgo no ha pasado: los científicos
dicen que el volcán está juntando energías, esperan
nuevas erupciones, quizás más violentas que la del martes,
y no se atreven a diagnosticar cuántos meses o años durará
la situación. Eso no es todo: algunos se preguntan si el Popocatéptl
no está pisando acaso los umbrales de una catástrofe mayor.
El vulcanólogo Claus Siebe, investigador del Instituto de Geofísica
de la Universidad Nacional Autónoma de México, señala
que las erupciones de principios de semana alcanzaron un índice
explosivo volcánico de 2 y 2,5. Ese índice llegó
al 6 o 7 en los grandes estallidos del volcán, no más de
ocho en sus 23.000 años de vida. Los estudios de sus depósitos
con carbono 14 radiactivo indican que entre cada una de esas explosiones
gigantescas han transcurrido de mil a tres mil años. La última
tuvo lugar hace 1100. Es entonces cuando Don Gregorio se despierta verdaderamente
y crea lo que Plinio el Joven vio en el año 79 de nuestra era cuando
el Vesuvio sepultó en cenizas a Pompeya y Stabiae y cubrió
a Herculano con una capa de lava de 20 metros de altura: En pleno
día, una noche más densa y más oscura que cualquier
otra noche.
REP
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