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el Kiosco de Página/12

Don Goyo
Por Juan Gelman

Es joven, tiene apenas 23.000 años. Cada tanto brama, tiembla, escupe rocas ardientes, azufre, gases, fuego, ceniza y humo por la boca. La leyenda quiere que así lo hace para despertar a su amada Iztaccíhuatl, que yace horizontal al norte, cerca. Finge estar muerta y él se enoja. A ella –volcán inactivo– la llaman Doña Manuela. El es Popocatéptl o, con más confianza, Don Gregorio, y ya de amigo, Don Goyo. Los 48.000 habitantes de sus laderas lo quieren y comprenden sus arranques de ira. Están a su alcance, pero acostumbrados.
Hace ocho siglos los toltecas pensaban de él que era una divinidad. Lo adoraban durante un mes entero y, según Juan de Torquemada, el sacrificio de cuatro muchachas vírgenes ponía fin a la larga ceremonia que pedía lluvia y buenas cosechas. El Popo, como abrevian los citadinos, debe haberles hecho caso pocas veces: en sus pendientes hay agricultura sólo de subsistencia, una actividad ganadera familiar, mucha pobreza y migración.
Los pobladores tratan hoy al coloso vivo de 5465 metros de altura como a una persona. Es una persona. A veces baja de su lecho de piedra –y esto rara vez lo cuentan los lugareños a los afuereños– en forma de indígena grandote de unos 50 años vestido a la antigua, camina por las comunidades de sus faldas, habla y hasta intima con algunos, y avisa lo que está por hacer. Cuando no, igual dialoga. Los campesinos le hablan y él les habla. Como en tantas otras actividades humanas, un intermediario concreta este comercio: el tiempero.
No cualquiera ejerce tal oficio: el volcán los elige, soltándoles un trueno o un rayo a cielo descubierto. El tiempero sueña y así conoce lo que vendrá, lluvias, heladas, tormentas. Acierta y falla como un servicio meteorológico nacional. Lee atentamente las fumarolas del Señor que Humea porque éste le advierte si algo va a pasar. Le pide que no mande granizadas destructoras de cosechas. También le pide lluvia y no sólo para los del lugar: para el mundo entero. El 12 de marzo se cumple el santo de Don Goyo y sus habitantes le llevan mole, pan, café, tortillas, tequila, comen y beben con él. En ocasiones le traen ropa, porque el volcán también pide. La periodista mexicana María Rivera cuenta que una vez Don Gregorio quiso capa, penacho, escudo y sandalias de guerrero azteca, y en 1995, más a tono con los tiempos que corren, encargó “un traje de licenciado”. Es caprichoso, como sus temibles despertares.
Porque Don Goyo hace largas siestas. La más reciente viene durando unos 1100 años. Cada tanto, como durmiente en un lecho, se agita sacudido por su entraña de fuego. Que se tenga registro y memoria, así ocurrió en los años 1354, 1363, 1440-1469, 1539-1540, 1720, 1852, 1919-1927, 1994, 19971998. Así ocurrió el lunes 18 y el martes 19 de este diciembre que corona el siglo y un milenio. Todo México se prendió al televisor donde se sucedían escenas alucinantes: espesas fumarolas de 5 kilómetros de altura luego desplazadas por una cortina de fuego y la expulsión de rocas al rojo vivo de hasta un metro de diámetro que se alzaban y caían como estrellas para morir a 4 kilómetros del cráter. Este espectáculo fascinante despierta ciertas cosas: la sensación de pequeñez humana ante la naturaleza indomeñable, la memoria de la finitud del planeta y de la propia, una extraña dimensión del tiempo.
Y los campesinos del volcán ¿por qué se resisten tanto a dejarlo? Pese a las exhortaciones y las medidas organizativas de las autoridades, y pese a la erupción del martes –cuyo volumen y duración recortaron la confianza en Don Goyo con las tijeras del miedo– no pocos miles se niegan a alejarse del peligro. “Hay que cuidar a los animalitos”, dicen. “Es el tiempo del maíz”, agregan. “¿Y si me roban? ¿Sabe cuánto cuesta un caballo?”, explican algunos. “Tenemos años viéndolo así”, tranquilizan otros. “¿Irme? ¿Para qué? Don Goyo siempre ha sido muy bueno con nosotros y no creo que nos haga algo. Son todas fantasías”, abunda una mujer que vive a menos de 10 kilómetros de la boca del volcán. “Murió de tristeza”, dijo un amigo de Rafael Zahuantitla en el entierro. El lunes Rafael salió de su pueblo para refugiarse en un albergue de Cholula, el martes empezó a sentirse mal y el miércoles falleció por causas que los médicos no supieron diagnosticar. Los noticieros de TV reiteraron la escena de un anciano metido a empujones en el autobús de evacuación por sus vecinos: se aferraba –con desesperación y sin suerte– al marco de la puerta del vehículo. Es gente que ha vivido por generaciones en y de las laderas del volcán, cultivando la tierra y también una cultura.
El miércoles, el jueves y la tarde del viernes en que estas líneas se escriben Don Goyo adelgazó su actividad: nada de llamas ni de piedras ígneas, apenas exhala columnas de vapor y fumarolas de sólo 1 kilómetro de altura. Y centenares de refugiados abandonan los albergues para volver a casa, aunque el riesgo no ha pasado: los científicos dicen que el volcán está juntando energías, esperan nuevas erupciones, quizás más violentas que la del martes, y no se atreven a diagnosticar cuántos meses o años durará la situación. Eso no es todo: algunos se preguntan si el Popocatéptl no está pisando acaso los umbrales de una catástrofe mayor. El vulcanólogo Claus Siebe, investigador del Instituto de Geofísica de la Universidad Nacional Autónoma de México, señala que las erupciones de principios de semana alcanzaron un índice explosivo volcánico de 2 y 2,5. Ese índice llegó al 6 o 7 en los grandes estallidos del volcán, no más de ocho en sus 23.000 años de vida. Los estudios de sus depósitos con carbono 14 radiactivo indican que entre cada una de esas explosiones gigantescas han transcurrido de mil a tres mil años. La última tuvo lugar hace 1100. Es entonces cuando Don Gregorio se despierta verdaderamente y crea lo que Plinio el Joven vio en el año 79 de nuestra era cuando el Vesuvio sepultó en cenizas a Pompeya y Stabiae y cubrió a Herculano con una capa de lava de 20 metros de altura: “En pleno día, una noche más densa y más oscura que cualquier otra noche”.

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