Por Cristian Alarcón
Un gato gris, flaco como la
sombra estirada de su esqueleto, se pasea por el mostrador como si fuera
la mascota del inspector de un comic policial, que ha terminado como mozo
de pocas pulgas del otro lado. Es una barra de madera de roble, añeja
como la casona de la Boca en la que se respira aún la densidad
del pasado que ha calado en las paredes, en los pisos, en las lámparas
y en los habituales clientes. El bar Brasilia, despojado a estas alturas
de su billar y de su fonola de plástico brillante y rojo objetos
que aparecen registrados en las fotos de Constanza Mirré,
se deja estar a las seis y media de la tarde de un martes con la parsimonia
de siempre. Es uno más de los 12 sitios elegidos por la fotógrafa
argentina residente en Nueva York durante los tres años en que
trabajó en su ensayo Bares de Buenos Aires, publicado por Ediciones
Larivière este diciembre. El libro es un recorrido por cierto
arbitrario como todo recorrido que consigue, sin anclajes textuales,
con la profanación sutil de la intimidad de los parroquianos, fundamentar
la existencia de esos lugares esquivos para el caminante alienado.
¡Usted, jefe, no tiene contemplaciones! le dice don
Vicente Granse, 74 cumplidos, pantalón pata de elefante turquesa,
a Francisco, el encargado. Es un hombre al que ni la fama del boliche
le afloja la expresión de desinterés sempiterno que lo cubre
como a un luchador de sumo retirado. Granse habla de los dos pesos que
cuesta la cerveza de tres cuartos a la que tuvo que colocarle un hielo
por no estar en condiciones la heladera.
¡Mucho bla bla, pero me parece que éstos son falsos!
se queja Francisco con el billete de cinco a trasluz y golpea una
tecla de la registradora de comienzos de siglo. La maravilla: cuando el
cajón se abre sigue sonando el timbre con ruido a dinero fresco.
Terciando con el malhumor del casero, el compañero de mesa de Granse,
José Alberto Paollini, florista y bailarín de tango, arrastra
al cronista hasta Los Angelitos, a dos cuadras, otra reliquia, un tanto
más bizarra, que podría haber sido objeto de peregrinación
de la chica de los bares. Así como algunos no están en su
libro, otros, como el Juancito, de Pinzón e Irala, ahora sólo
son una casa abandonada allí donde hubo una barra y portuarios
en masa.
De esos sonidos y de esos destellos pretéritos está hecho
el ensayo de Constanza Mirré. Pueden aparecer en el puño
de don Francisco sobre el metal dorado de la máquina o en el de
una canilla con forma de cisne, o en la montura de unas gafas gruesas
de un señor con boina, en las campanas de vidrio que recubren los
especiales de crudo. Del detalle barroco al personaje insondable, la mirada
de Mirré se escurre en los bares como la de un gato flacuchento
paseándose por los muebles. La chica que comenzó a sacar
fotos durante un viaje a dedo por Africa se cruzó con una escena
maravillosamente cotidiana en un bar y almacén centenario, parte
de una casa de chapa de dos pisos. En una de las cinco mesas se encontró
con un integrante de la familia de propietarios que rebosaba milanesas.
Es común que sean sitios en los que la familia vive en los fondos
del boliche. Lo público es también privado o íntimo
y viceversa: son como un living, que pertenece al dueño y también
a los parroquianos, se lee en la introducción del ensayo.
El emblema de esa promiscuidad feliz que les da identidad a los viejos
bares quizás sea La Casaquinta, o bar 12 de Octubre, en Bulnes
331, y Perón. Un miércoles a las cuatro de la tarde, el
clima de años 30 que llena el barzucho se pone más interesante
aún con esos acordes de Jimmy Hendrix atípicos. Es Esteban,
el hijo del dueño, don Roberto Pérez, que con sus 23 años
continúa la zaga de los bolicheros que vinieron después
de la primera guerra de España. Allí, donde el piso de 1894
se ha desteñido y el techo acanalado reclama un mantenimiento,
entre las hileras de botellas sucias de Crush, de Canada Dry, de licor
Clinton, café al cognac Tres Plumas y Bidú se exhiben como
trofeos un mapa de la Argentina de edición inmemorable, una reciente
y pequeña biblioteca de libros donados por los clientes, un retrato
de Sarmiento pintado por su sobrina Eugenia, largos versos en papiros
escritos para el lugar por poetas tangueros de edad provecta.
De una bolsa guardada en un ropero, Roberto saca los galones: hay notas
en revistas y en diarios y él se preocupa por mostrar la amplia
cobertura del día en que el Gobierno, en marzo, les otorgó
un subsidio para poner en condiciones lo indispensable. Los anuncios
se hicieron, pero resulta que nunca vimos los cinco mil pesos, dice.
Entre los papeles membretados, Roberto tiene otro libro de bares en el
que le dedican una reseña al 12 de Octubre. En La Casaquinta de
Roberto estuvo muchas veces compartiendo el almuerzo o la cena Constanza
Mirré, bien recordada por los parroquianos. Es imposible saber
si la Mirré entró a este bar cuando decidió comenzar
su ensayo. Roberto no se acuerda de él mismo en la escena del rebosado.
Pero es en La Casaquinta donde la cocina está abierta a los clientes.
Roberto no maneja las ollas. A lo sumo supervisa de costado, metiendo
púa en los partidos de chinchón que se desarrollan en una
mesa redonda, alejada de la tele. Esos amigos de la casa han sido los
informantes clave de Constanza Mirré en su itinerario porteño
de intimidades públicas.
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