Durante cinco horas un joven de 20 años, con captura recomendada,
mantuvo a raya a la policía de Santa Fe que lo quería detener,
amenazando con un escopeta de caño recortado a los dos hijos menores
de su pareja, que finalmente resultaron ilesos cuando el delincuente,
que se había escapado de la cárcel de Las Flores, fue detenido.
La toma de rehenes agravó la situación procesal de Cristian
Reyes, apodado El Perro, quien en su corta vida acumula diez
causas con pedido de captura.
El episodio, que conmovió a la ciudad de Santa Fe, ocurrió
en una vivienda ubicada en Chaco y Mansilla, en el barrio Yapeyú,
donde estaba refugiado El Perro, buscado por diez hechos delictivos
denunciados ante la comisaría séptima, la mayoría
por robo a mano armada.
El subcomisario Raúl Machado, a cargo de la seccional séptima,
comenzó el operativo a las 6.30, acompañado por una comitiva
policial. El propósito inicial era detener a tres hombres acusados
de asesinar a un joven el 13 de diciembre pasado en el barrio San Agustín
II. Una vez realizadas las tres detenciones, luego de allanar dos viviendas,
los policías intentaron ingresar en la vivienda de Chaco y Mansilla
donde estaba escondido Cristian Reyes.
En el primer intento por ingresar a la casa, Reyes se negó a abrir
la puerta y cuando los policías la derribaron, comprobaron que
el joven estaba armado con una escopeta y que le apuntaba a la cabeza
a uno de los dos hijos de su concubina. Cuando el personal policial retrocedió
hasta refugiarse en los móviles, El Perro hizo varios
disparos, pero ninguno dio en el blanco.
La policía resolvió convocar al lugar al juez Dardo Rosciani,
quien había ordenado el allanamiento, para que dirigiera las negociaciones
tendientes a convencer a Reyes para que se entregara. Como condición,
el prófugo pidió que estuvieran presentes la prensa, un
abogado y sus padres. Sin embargo, tampoco se entregó entonces
y tuvo que ser detenido en el patio trasero de la casa, donde lo sorprendió
un rápido movimiento realizado por los policías.
Cuando se produjo la captura, el padre de Reyes comenzó a agredir
a los agentes, motivo por el cual fue también detenido y trasladado
junto con su hijo a la seccional séptima, donde anoche seguía
preso por resistencia a la autoridad. Se presume que recuperará
la libertad en las próximas horas, algo que no ocurrirá
con su hijo de 20 años, que tiene para largo rato.
OPINION
Por Mempo Giardinelli
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Un cuento de Navidad:
yarará como manguera
Todos los años, para esta fecha, me da por acordarme de
aquel diciembre, tórrido y húmedo como éste.
Habían caído lluvias como para el campeonato mundial
y nosotros volvíamos de Samuhú. Mi papá, al
volante de su Ford 40 negro y con gomas pantaneras, para mí
era Súperman. El Tano Poletti fumaba a su lado y yo iba sentadito
en el asiento de atrás, cubierto de polvo y atento a los
bichos que a la hora del crepúsculo entraban por las ventanillas
como municiones; eran lo único malo de viajar por esos caminos
de tierra y lodo. Uno iba ahí como en un barco, meta dar
bandazos como muñequito con resorte. Pero yo tenía
ocho años y me encantaba ese ritual decembrino que seguía
a la terminación de las clases.
Los caminos del Chaco y de Formosa eran horribles: apenas huellas
abiertas por los camiones cargados de algodón que salían
de las chacras. Pero mi viejo los conocía metro a metro porque
era viajante de comercio de un montón de productos que introdujo
en los 40 y 50: marcas como Nestlé, Terrabusi, Aguila, los
vinos Norton y el agua mineral.
Aquella tarde del 24 hacía un calor de mil infiernos y el
Ford bufaba recalentado, jalando esforzadamente el acopladito de
dos ruedas que mi viejo enganchaba del paragolpes trasero. En la
cabina el humor era espeso, porque eran las ocho de la noche y queríamos
llegar a casa a las once, pero por los pozos y barriales apenas
se podía ir a veinte por hora y encima ya habíamos
pinchado dos veces y no teníamos más cubiertas de
repuesto.
De pronto el Ford pegó un brinco y pareció que se
iba a la cuneta. Papá lo contuvo de un volantazo mientras
frenaba y yo en el acto me di cuenta: habíamos pinchado nuevamente.
Se jodió la fiesta, anunció. El Tano escupió
tabaco y se rió: ¡Buon Natale con acqua!
y miró para atrás y me regaló un guiño.
El acopladito estaba lleno de botellas de agua mineral.
Mi viejo se bajó a mirar la goma destrozada y el Tano se
fue a orinar entre unos yuyos. Cuando se dio vuelta para regresar,
de pronto pegó un salto en el aire mientras soltaba una puteada
en dialecto y gritaba: ¡Una víbora, hicuna
putana, una yarará como manguera!.
En el mismo segundo en que el Tano caía, mi papá metió
la mano bajo el asiento, sacó un machete y se estiró
sobre el Tano y le encajó a la víbora primero un planazo
y luego un a fondo de filo que la descabezó. ¡No
bajés que pueden andar en yunta!, me gritó a
mí y jaló al Tano hasta el coche. Este gritaba, desesperado,
que por favor no lo dejara morir.
Papá, velozmente, lo ayudó a acostarse en el asiento.
En silencio y sin hacer caso de sus gritos, le agarró la
pierna, le quitó la media y el zapato, le miró la
picadura sobre el tobillo y tras decirle ahora aguantáte
le encajó un mordiscón y empezó a chupar. Lo
hizo sin asco, mecánicamente y como si no fuese la primera
vez. Chupaba y escupía. Se pasaba el brazo por la boca y
volvía a chupar y a escupir. Así varias veces y al
final echó tabaco picado sobre la herida. Después
le desgarró el pantalón hasta la rodilla, se quitó
la camisa, la rompió en tiras y empezó a hacerle un
torniquete abajo del menisco. El Tano gritaba como las monas cuando
andan con cría. Tenía un susto tan grande que lloraba
preguntando si estaba seguro de haber matado a esa guacha. Calláte
y dejáme, decía papá mientras pasaba un destornillador
por entre el nudo de las telas y lo giraba lento y firme apretando
músculos y venas para impedir que la sangre envenenada subiese
al resto del cuerpo.
La herida era chiquita, como ojos de japonés, dos rayitas
que parecían cosa de nada. Pero ellos sabían que no
era nomás lo que parecía. El Tano aullaba a cada vuelta
del torniquete y se agarraba de la puerta del coche soportando el
dolor. Y en ningún momento dejó de putear. Yo miraba
todo con ojos como palanganas, fascinado por la desesperación
del Tano y la concentración y diligencia de mi viejo. Desde
el asiento de atrás podía ver, también, el
lomo gris-verdoso de la yarará muerta, ancho como de cinco
centímetros.
Después mi viejo sacó el cortaplumas y sin hacer caso
de los gritos del Tano agrandó la herida, que ya se empezaba
a amoratar. Apretó un poco más para que manase sangre
mientras decía no te marees, Tano, no te marees. Yo había
escuchado conversaciones sobre picaduras de yarará y aunque
jamás había visto una sabía que si el atacado
se marea, ve turbio y se le aflauta la voz es hombre muerto.
Por eso me tranquilicé cuando de golpe el Tano se desmayó.
Papá me hizo pasar adelante y lo extendió sobre el
asiento trasero. Después se hizo unos buches con ginebra
Llave y enseguida se mandó media botella y empezó
a putear él también. Sólo un rato después
pateó la víbora hacia la banquina, se sentó
al volante y me tomó de la cabeza y me abrazó.
Navidad de mierda que vamos a pasar.
¿Se va a morir?
Si pasa alguien, capaz que con suero lo salvan. ¿Pero
quién va a pasar por aquí?
El sabía que justo ese día y a esa hora la respuesta
era nadie. Con voz grave dijo que esa Navidad sólo teníamos
agua mineral y un amigo en emergencia. Y que si acaso mi vieja tenía
razón y Dios existía, entonces que le rezara por el
Tano.
Al rato trajo dos botellas. Como estaban calientes, las puso sobre
el techo. También sacó un paquete de galletitas y
me lo dio. El Tano deliró un rato, con una fiebre altísima.
Papá le pasaba un pañuelo húmedo por la frente
y le mojaba los labios. Cuando vio que eran las doce me abrazó
fuerte y yo me di cuenta de que lloraba.
Las noches de verano no son largas en el Chaco y aquella además
fue luminosa, impresionante, de esas en las que parece que el firmamento
bajara hasta ponerse al alcance de la mano. El cielo estrellado
era espectacular y hasta pude ver una mancha blanca que papá
me dijo que era la vía láctea. Era tan lindo que yo
pensé que todo iba a salir bien, además aquel verano
todo el mundo andaba optimista y el Tano y mi viejo planeaban hacer
guita grossa.
Después papá me ordenó que durmiera y yo cerré
los ojos. Al ratito se fue al asiento trasero y lo abrazó
al Tano, que parecía dormir. El viejo lo sostenía
entre sus brazos como esas vírgenes de las estampitas que
lo tienen así a Jesús. Y después no sé
qué pasó: yo recé un montón hasta que
me quedé dormido.
Cuando amanecía y el sol comenzaba a picar nos encontraron
unos paisanos en un tractor. Venían medio mamados y no entendieron
nada: el Tano estaba como dormido y con la boca abierta, en brazos
de mi viejo, y yo espantaba las moscas hablando solito, regular
como un sapo, aterrorizado porque había visto a la Muerte
por primera vez.
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