Por Luciano Monteagudo
A diferencia del ya lejanísimo
1998, un año en el que dos títulos el Titanic de James
Cameron y El sabor de la cereza, de Abbas Kiarostami polarizaron
la cartelera de Buenos Aires, con sus concepciones radicalmente antagónicas
del cine, la temporada internacional 1999 se había presentado en
cambio bajo el signo del equilibrio. Y lo mismo volvió a suceder
en el 2000. No hubo ninguna producción estadounidense ni
siquiera la controvertida Belleza americana, que arrasó con los
premios Oscar que hegemonizara tras de sí hordas de público.
Y tampoco apareció un film dart capaz de reunir por sí
solo los 130.000 espectadores que supo cosechar aquella sorpresiva Cereza
de Kiarostami. Sin embargo, el rasgo determinante de la temporada que
está finalizando fue una vez más, como en 1999
el de la multiplicación y la diversidad, una diversidad significativa
que consolida una tendencia que ya parece irreversible.
Aquellos espectadores del primer Kiarostami que llegaba a la Argentina
tuvieron durante el 2000 más Kiarostami y más cine iraní,
pero también una abrumadora oferta, renovada semana a semana, que
convirtió a la cartelera local, una vez más, en un excelente
polo de difusión de buena parte del mejor cine del mundo. Buenos
Aires volvió a ostentar variedad y calidad y los films de Kiarostami
(tres, nada menos, estrenados de manera simultánea) se codearon
con los de Takeshi Kitano (también presente con otros tres títulos),
Eric Rohmer, Bernardo Bertolucci, Aki Kaurismaki, Tsai Ming Liang, Théo
Angelopoulos, Jane Campion, Raúl Ruiz, Bertrand Tavernier, Zhang
Yimou y los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, por citar apenas un puñado
de los cineastas off-Hollywood cuyos films tuvieron estreno comercial
en la ciudad durante la temporada 99.
A esa oferta notable, considerando los tiempos de crisis se
sumó en abril pasado la segunda edición del Festival Internacional
de Cine Independiente (que cosechó más de 100.000 espectadores)
y hasta varias semanas y ciclos dedicados a diversas cinematografías
europeas, como las de Francia, España e Italia, sin contar las
muestras de preestrenos y retrospectivas de la Cinemateca. Esa importante
franja de público que la distribución local había
estado descuidando ciegamente, durante años, volvió a demostrar
en el 2000 que es capaz de responder por segundo año consecutivo,
con fidelidad, con pasión, con rigor a las películas
más arduas y exigentes, pero que a cambio le devuelven la confianza
en el cine como medio de conocimiento y experiencia estética.
Unos 225 estrenos extranjeros se conocieron en los últimos doce
meses, contra la misma cifra del 99 y apenas unos 170 del 98.
Esta consolidación en el aumento de títulos disponibles
da una idea de la ampliación no sólo de la oferta sino también
de la demanda. Que fue una demanda del público, pero también
de las pantallas, que siguieron proliferando en Capital y en el interior,
con la creación de nuevos multicines, que muchas veces hay
que señalarlo devoraban las novedades con excesiva rapidez,
sin darles tiempo a que determinadas películas, que lo necesitaban,
fueran construyendo su audiencia. Aun en esas condiciones (no muy distintas
a las que rigen, por ejemplo, el mercado del libro, donde un volumen o
un autor muy elogiado por los suplementos culturales suele tener un paso
cada vez más fugaz por las librerías), el panorama fue sustancioso.
Un realizador al que muchos ya daban por extinguido, Bernardo Bertolucci,
demostró con Cautivos del amor que todavía era capaz de
hacer un cine a la manera de sus mejores épocas, es decir, una
obra maestra.
Liberado del lastre abrumador de las superproducciones a las que se había
vuelto adicto, el director de Ultimo tango en París volvió
a encontrar en Buenos Aires un público firme, que extrañaron
en cambio otros films italianos estrenados durante el año, como
la misteriosa Tu ríes, de los hermanos Taviani, o Lamerica, de
Gianni Amelio, que llegó a su estreno porteño con varios
años de retraso, que minaron irremediablemente su impacto.
Como en la temporada anterior, el cine francés volvió a
tener una presencia determinante en Buenos Aires, empezando por Recursos
humanos, la magnífica ópera prima de Laurent Cantet, un
film de un rigor y una actualidad incontrastables que, después
de ganar el primer premio del festival porteño, se convirtió
en una favorita del público y de la crítica, que la consagró
mejor película del año (ver aparte). Otro soberbio principiante
fue Emmanuel Finkiel, que vino especialmente al país a presentar
Memorias-Voyages, uno de los mejores films de ficción que se hayan
hecho sobre las consecuencias de la Shoah y que todavía se puede
ver en Buenos Aires. Solo contra todos también marcó el
apabullante debut en el largo del argentino (radicado en París)
Gaspar Noé, con una obra brutal y desesperada. Y Bruno Dumont,
con La humanidad, se impuso como un cineasta visionario, capaz de trascender
el mero realismo, de empujar sus límites hasta descubrir una extraña
fuerza interior.
Entre los consagrados, volvieron a demostrar sus talentos tan distintos
entre sí Eric Rohmer y el chileno Raúl Ruiz, largamente
establecido en Francia. El primero con el delicioso Cuento de verano y
el segundo con El tiempo recobrado, su deslumbrante reconstrucción
del mundo de Proust, un prodigio de adaptación, libre de los alardes
meramente decorativos que afligen a las versiones de textos famosos. A
su vez, Bertrand Tavernier aportó el crudo cuadro social de Todo
comienza hoy y Patrice Leconte, la frivolidad de La chica del puente y
el acartonamiento de Pasión de amor.
De España llegaron dos films esperpénticos París-Tombuctu,
del veterano Luis García Berlanga; Muertos de risa, del irreverente
Alex de la Iglesia, otro de un intimismo melodramático Solas,
de Benito Zambrano y un cuarto absolutamente fuera de toda norma:
Tren de sombras, una fascinante reflexión sobre el poder del cine
para invocar espectros.
Alemania, a su vez, no pudo estar mejor representada con ¿Soy linda?,
la comedia coral de Doris Dörrie, mientras que Finlandia, Grecia,
Bélgica y, por qué no, Oceanía también presentaron
sus mejores baluartes, respectivamente con Juha, de Aki Kaurismaki; La
eternidad y un día, de Théo Angelopoulos; La promesa, de
los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne; y Humo sagrado, de Jane Campion.
Un mapa aparte constituye el documental. Presente como nunca antes, fue
todo un éxito de público con el Buena Vista Social Club
de Wim Wenders y una presencia constante en el Cosmos, gracias a la perseverancia
de CineOjo, que estrenó films esenciales de Robert Kramer (Punto
de partida, Route One), Richard Dindo (El affaire Grüninger) y Johann
Van der Keuken (Amsterdam Global Village), además de Los amigos
de la banca, que ofreció una mirada reveladora sobre la manera
en que los organismos financieros mundiales manejan las economías
de los países en desarrollo.
Aunque el cine asiático sigue siendo, en gran parte, una deuda
pendiente en la cartelera de Buenos Aires, no faltó una obra maestra
como El río, del taiwanés Tsai Ming Liang, a la que deben
sumarse tres Kitanos auténticos (Violent Cop, Escena frente al
mar, Kikujiro), dos films muy dispares del chino Zhang Yimou (Ni uno menos,
El camino a casa), una curiosidad proveniente de Bhutan (La copa, dirigida
por el monje budista Khyentse Norbu) y una nueva escalada iraní,
con El globo blanco, de Jafar Panahi, El silencio, de Mohsen Majmalbaf,
y tres clásicos postergados de Abbas Kiarostami, Primer plano,
La vida continúa y ¿Dónde está la casa de
mi amigo?
Por dentro y por fuera de Hollywood, este año llegó un puñado
bien interesante de cine norteamericano. Con sus más y con sus
menos, no faltaron Woody Allen (Dulce y melancólico), Martin Scorsese
(Vidas al límite), David Lynch (Una historia sencilla), Jim Jarmusch
(El camino del samurai), Robert Altman (La fortuna de Cookie), Clint Eastwood
(Jinetes del espacio), Brian De Palma (Misión a Marte), Tim Burton
(La leyenda del jinete sin cabeza), Lawrence Kasdan (Mumford) ni Steven
Soderbergh (Vengar la sangre, Erin Brockovich) entre los consagrados.
El factor sorpresa vino por el lado del debutante Spike Jonze, con su
lisérgica ¿Quieres ser John Malkovich?
Pero, si de sorpresas se trata, una de las mejores apareció al
sur del río Grande, en el sórdido D.F. mexicano, el caldo
de cultivo donde se cuecen los Amores perros de Alejandro González
Iñárritu, representante del cine latinoamericano que está
por venir.
Las favoritas de la
crítica
La filial argentina de la Federación Internacional de la
Prensa Cinematográfica (Fipresci), que agrupa a los críticos
de los principales medios gráficos locales, consagró
en su votación anual a Nueve reinas, de Fabián Bielinsky,
como mejor film nacional de la temporada, y a Recursos humanos,
del francés Laurent Cantet, como mejor película extranjera.
También hubo menciones, en el primer rubro, para Felicidades,
de Lucho Bender, y El asadito, de Gustavo Postiglione (en igualdad
de votos), y para Cautivos del amor, de Bernardo Bertolucci, en
el segundo. Por detrás de estos títulos, quedaron
Esperando al Mesías, de Daniel Burman, y 76 89 03, de Flavio
Nardini y Christian Bernard (a considerable distancia de las ganadoras),
y El río, del taiwanés Tsai Ming Liang, y Memorias-Voyages,
del francés Emmanuel Finkiel.
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La despedida de un
eterno mattatore
Se prodigó en más de 120 películas, pero para
él, que amaba el teatro clásico, donde se había
formado el cine le parecía efímero, que pasaba
de moda, como una canción. Reconocía su falta de rigor
a la hora de elegir proyectos y guiones, como si no le hubiera podido
decir que no a ninguno. Es así que para cuando a Vittorio
Gassman le llegó la muerte el 29 de junio de este año
su inmensa filmografía iba de lo sublime a lo superficial,
de la excelencia a la vulgaridad, sin términos medios, un
poco como el cine italiano mismo, del cual él se convirtió
en una de sus figuras más representativas, junto a Marcello
Mastroianni, Alberto Sordi, Nino Manfredi y Ugo Tognazzi, sus célebres
compañeros de ruta en la poderosa pantalla italiana de posguerra.
Con Dino Risi no sólo hizo algunas de su mejores películas
como Il sorpasso y Los monstruos, clásicos irrebatibles
sino también se ganó su apodo, Il mattatore, que fue
también una de sus comedias más recordadas. Pero su
gran amigo y compañero fue Ettore Scola, con quien lo unió
una trayectoria de más de treinta años, que va de
Parliamo di donne, en 1964, hasta La cena (foto), que fue, esta
temporada, su despedida local. Ya fuera como el ciego de Perfume
de mujer, el desgraciado caballero de La armada Brancaleone o el
padrone de La familia, Gassman siempre pudo decir del público
argentino que nos habíamos amado tanto.
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El renacimiento de
un clásico
Allá por 1958, Sed de mal significó no sólo
el regreso de Orson Welles a los estudios de Hollywood (después
de más de diez años de ausencia) sino también
su despedida definitiva de una ciudad que antes de El ciudadano
lo recibió como a un rey y luego lo trató como a un
mendigo. La película fue estrenada por Universal con quince
minutos menos de los que Welles había previsto originalmente,
con algunas retomas agregadas por otro realizador y con un montaje
de imagen y sonido que no respondía a las indicaciones que
Welles había estipulado en un minucioso memorándum
de 58 páginas que permaneció oculto durante décadas,
hasta que el crítico norteamericano Jonathan Rosenbaum lo
exhumó hacia 1992. Fue a partir de este memo que se puso
en marcha la nueva versión de Touch of Evil que se conoció
este año en Buenos Aires y que le devolvió a la película
su estatura de obra maestra indiscutible. El acontecimiento que
significó este reestreno excedió el marco de lo que
habitualmente se entiende por restauración y pareció
más justo hablar de renacimiento, en la medida
en que toda una vida nueva vibra ahora en este clásico.
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