Por Angel Fernández
Santos
Desde
Madrid
En 1957 murió Humphrey
Bogart y al día siguiente de su entierro Hollywood empezó
a buscar a alguien que se atreviera a ocupar el hueco de su leyenda, un
tipo duro secretamente tierno, desquiciado y errante, con un rostro tallado
a cuchillo. El elegido fue un vigoroso actor de teatro de 37 años,
conocido como intérprete de algunas tragedias de Eugene ONeill
llamado Jason Robards. Con el tiempo, Robards llegaría a ser una
especie de estrella secundaria y, entre otras cosas, ganaría dos
Oscar que apenas si honran su talento. Robards murió ayer luego
de una lucha desigual contra el cáncer, rodeado de un prestigio
casi sin parangón en Hollywood.
Su vida concluyó en su casa de Connecticut, frente al mar. Tenía
seis hijos, cuatro matrimonios y 78 años.
La candidatura al trono dejado vacante por Bogart no llegó muy
lejos, aunque desde el primer momento lo unieron a su modelo la afición
a la desmesura y al alcohol. A estas dos coincidencias se añadieron
poco después las de su matrimonio con Lauren Bacall, viuda de Bogart.
Que terminó pronto y a tortazo limpio. Luego vino un aparatoso
accidente de automóvil que proporcionó a Robards unas cuantas
cicatrices muy bogartianas en la cara.
Pero no tenía madera de estrella instantánea y su hora tuvo
que esperar en largas pausas sobre las tarimas de los teatros de Broadway
y los estudios de la televisión, donde acumuló sabiduría
y capacidad para hacer explosiva su tendencia a la quietud. Hasta que
en su rostro asomaron indicios de esa vejez que lo preparó para
dar suelta, ya en los años setenta, a algunos asombrosos brotes
de talento interpretativo sin antecedentes ni consecuencias visibles,
pues era un actor sin escuela, de esos que cuando mueren se llevan consigo
las claves y los enigmas de su arte.
Su tiempo dorado fue de sus formidables actuaciones en Pat Garret y Billy
the Kid, dirigido por Sam Peckinpah y en las dos películas por
las que en 1976 y 1977 ganó los Oscar al mejor actor secundario:
Todos los hombres del presidente, donde, dirigido por Alan Pakula, encarnó
a Ben Bradley, director del periódico Washington Post en los días
del asunto Watergate; y Julia, en que llevó a cabo, dirigido por
Fred Zinnemann, una prodigiosa recreación de la complejísima
figura del novelista Dashiell Hammett. De su vasta cinematografía
destellan dos de sus trabajos finales, en Filadelfia, como el jefe del
personaje de Tom Hanks, y en Mangolia, como el padre agonizante de Tom
Cruise.
La carrera de Robards, vista desde el fin, parece un ejercicio exacto
de lo que alguien llamó luz negra, en referencia a la mirada de
algunos actores geniales e incatalogables, como Warren Oates, Walter Brenan,
gente de reparto, de los llamados secundarios, incapacitados para ser
estrellas a la manera convencional pero capaces de absorber la luz blanca
de la estrella y apagarla cuando actúan frente a ella.
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