RELATOS
Desde el final de la dictadura militar en 1983, cada gobierno surgido
de las urnas eligió un relato para describir su propia gestión.
La administración de Raúl Alfonsín se hizo
cargo de la transición política y la estabilidad
democrática, en cuyo nombre realizó el juicio
a las Juntas Militares y luego dictó el punto final y la
obediencia debida. El de Carlos Menem se aferró a la reorganización
económica, las privatizaciones del patrimonio público
y la convertibilidad financiera. Ninguno de los dos llegó
a la Casa Rosada con el discurso puesto ni lo redondeó durante
el primer año de gestión, pero tampoco tardó
mucho más en hacerlo propio. Si el gobernante no define una
identidad, lo harán sus adversarios. Fernando de la Rúa
pareció comprenderlo cuando, en plena campaña, aprovechó
un rasgo que le atribuían con sentido peyorativo (dicen
que soy aburrido) para invertirlo en su beneficio. Fue una
ocurrencia publicitaria, porque en el plano de las promesas los
ejes que le darían sentido a la gestión de la Alianza
serían la transparencia administrativa y la reparación
social.
Hoy, en el comienzo del nuevo año, el segundo de los cuatro
de su mandato, carece de identidad. Perdió la que había
construido en 1999, pero tampoco la reemplazó por otra que
haya elegido a voluntad, así fuera la opuesta a la anterior.
En ese hueco, se multiplicaron las definiciones elaboradas por los
demás, por lo general con un fuerte acento crítico,
provocando confusión y desconcierto entre propios y extraños.
Sin la energía ni la claridad de un relato de la realidad,
la imagen de su administración es la de una nave sin timón,
sujeta al capricho de las corrientes y los vientos, incapaz de ofrecerle
al pasaje y a la tripulación la certeza de un destino predeterminado.
La previsibilidad, tan presente en la retórica oficial como
una condición de virtud, brilla por ausencia.
Aun los trámites de cada decisión tienen tantos vaivenes
que hasta los proyectos oficiales, así sean enunciados por
el Presidente, son materia de controversia abierta en interminables
conciliábulos. Algunos publicistas oficiales quieren atribuir
el estilo indeciso y las imprecisiones a la obsesión presidencial
por obtener la mayor conformidad posible de las opiniones que le
interesan. No es ésa la impresión generalizada sobre
la obra de gobierno, ya que la mayoría del pueblo siente
que sus opiniones pesan muy poco en los negocios públicos
y en la actividad de los políticos, percibidos como miembros
de una corporación cerrada que obedece a normas mafiosas
de autoprotección. Justa o no, esa sensación acaba
de ser confirmada por el juez federal Liporaci, que dictó
la falta de méritos para los once senadores imputados
en el expediente sobre sobornos pagados a cambio de la aprobación
en el Senado de la reforma laboral auspiciada por el Gobierno nacional.
Como era de esperar, el ex vicepresidente condenó la decisión
porque confirma la impunidad política y jurídica.
No abrió juicio, en cambio, sobre las demás decisiones
que se anunciaron ayer en la Casa Rosada.
El fallo, previsible pero lo mismo desalentador en tantos sentidos,
provino de un juez que está investigado, a su vez, por sospechas
de enriquecimiento ilegítimo. En tanto los tribunales no
sean depurados como corresponde, judicializar la política
obtiene estos resultados. No en vano una de las frases favoritas
de Menem, cada vez que lo golpeaban denuncias de corrupción
en su gobierno, era que la Justicia decida. Por eso
mismo, los méritos que faltaron en el expediente judicial
terminarán opacando todavía más la obra de
gobierno, justo cuando la Casa Rosada pretendía sonar de
fiesta por el llamado blindaje financiero y la decisión
de emitir cuatro decretos de necesidad y urgencia que, en las mesas
de arena de la Casa Rosada, venían a sustituir la voluntad
remisa del Senado que controla el PJ y a desmentir la falta de autoridad
firme y decidida. Salvo el decreto que promueve un plan de obras
públicas, los tres restantes serán motivo de renovadas
polémicas, con frentes de oposición ya determinados.
La desregulación de obras sociales provocó el anuncio
anticipado de la oposición gremial, en tanto que la reforma
del régimen de jubilaciones cuenta con el rechazo del Frepaso,
principal socio de la Alianza. En cuanto a la conmutación
de penas para los detenidos por el asalto del cuartel de La Tablada
tampoco alcanza a satisfacer por completo a los interesados directos,
que esperaban la libertad inmediata, aunque alcanzó para
que terminaran el ayuno de cuatro meses.
Por lo pronto, un grupo de legisladores, Alicia Castro y Ramón
Torres Molina, entre otros, anunció ayer mismo que presentará
un proyecto de ley para anular por inconstitucionales las modificaciones
al régimen de jubilaciones. En opinión de este núcleo,
quien gobierna por decretos de necesidad y urgencia se opone
a la construcción de consensos, recordando de paso
una opinión que compartía De la Rúa cuando
en la Casa Rosada moraba Menem. El Presidente y también Chacho
Alvarez señalaron, cada uno por su lado, que con el segundo
año de gestión llegaba una nueva etapa
y que, esta vez sí, la Alianza recuperaría los compromisos
con la Nación que había asumido antes de ganar las
elecciones en octubre de 1999. Los decretos anunciados, por lo pronto,
están lejos de recuperar la cohesión de la Alianza
y, por el contrario, sus miembros fundadores siguen desgranándose
en direcciones diferentes, porque cada vez son más los que
descreen de esos pronósticos renovadores.
Lo acaba de reiterar la declaración que suscribieron, entre
otros, la radical Elisa Carrió y el socialista Alfredo Bravo,
que propicia un movimiento titulado Argentinos por una República
de Iguales (ARI): En pocos meses, el Gobierno dilapidó
gran parte del impulso obtenido con la victoria de octubre. La obsesión
por la gobernabilidad, entendida en los términos en que la
plantean el establishment y los funcionarios menemistas, condujo
rápidamente a una licuación del poder y a la aceptación
sin más de ese pliego de condiciones, que poco tiene que
ver con el cambio y mucho con la persistencia de las condiciones
heredadas de diez años de menemismo.
No se trata, en efecto, de la mera apariencia ni de la falta de
sustancia en el discurso sino de opciones concretas que están
determinando las políticas públicas. El tan
meneado desencanto con la política no se nutre sólo
de la evidencia de que muchos funcionarios usufructúan del
poder para su provecho personal. Deviene también de su incapacidad
para transformar la vida cotidiana de las personas, de la ausencia
de proyectos capaces de convocar a las fuerzas más dinámicas
e innovadoras de la sociedad, y de representar las aspiraciones
de los postergados y de los excluidos, siempre pospuestas en nombre
de la implacable razón de mercado, aseguran los ARI
en la citada declaración.
La discusión de fondo, en definitiva, se refiere a la concepción
de la democracia como sistema. A propósito del tema, el secretario
general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, hace dos meses, presentó
un informe sobre los esfuerzos realizados por los gobiernos
para promover y consolidar las democracias nuevas o restauradas,
en el que considera a la democracia como un proceso complejo
y multifacético y propone un enfoque para valorarla
que incluya la buena gestión pública (gobernabilidad),
que sea participativa, transparente, responsable de su gestión,
y que promueva el imperio y la igualdad ante la ley; condiciones
pacíficas que permitan que los individuos se sientan protegidos
y pueda florecer la sociedad civil.... No son los aspectos
formales de las definiciones las que importan, en definitiva, sino
la acción práctica de todos los días, la simple
cuenta de cuántos se benefician y cuántos se perjudican
con cada decisión de un gobierno en democracia. Al fin y
al cabo, todo sistema puede calificarse por el valor que le otorga
a sus ciudadanos en la calidad y cantidad de decisiones que son
de interés general. No hay capital más importante
que lo que se conoce como el capital social, superior
a cualquier variable de pura economía, que consiste en los
valores, la capacidad de asociarse en todo tipo de organizaciones,
el respeto por las diferencias, la solidaridad colectiva y otros
índices que resultaron de varios años de estudios
históricos y culturales de universidades tan prestigiosas
como Harvard, en los que se demostró que el capital social
puede vencer las dificultades de un país, no importa la dimensión
de los obstáculos, para gestar un futuro mejor.
Ese capital social pierde valor, por ejemplo, cuando la falta de
trabajo afecta a porcentajes tan elevados como los de la Argentina,
porque también está probado que cuando el desempleo
se estira en períodos prolongados, se produce en los afectados
lo que llaman los expertos vergüenza sociológica.
El desocupado pierde autoestima, y se retrae socialmente, a un punto
que lo incapacita a veces hasta para seguir buscando trabajo por
temor a recibir más negativas que lo inferiorizan. Ese tipo
de actitudes permite, en determinadas circunstancias, que avancen
los abusos sin que se produzca la resistencia que podría
esperarse. Basta repasar la situación de los jóvenes,
una fuerza que por naturaleza debería estar en la primera
línea de esa resistencia, para entender la complejidad del
problema.
En datos oficiales: el 45 por ciento de los jóvenes activos
que trabajan o buscan hacerlo no llega a la escuela
secundaria, y mientras menor es la educación recibida, menores
son las oportunidades de conseguir empleo. Los jóvenes reciben
un ingreso promedio de $ 2,30 por hora o $ 324 por mes, pero el
94 por ciento de los trabajadores entre 14 y 17 años y el
62 por ciento entre 18 y 21 años no gozan de beneficio laboral
alguno (Revista de Estudios de Juventud Nº 1, mayo/00). Sin
contar a la multitud de desocupados que han perdido hasta la esperanza
de encontrar un destino fértil. No es casual que sean jóvenes
de clase media, acosados por la falta de confianza en el futuro,
los que se agolpan en los consulados extranjeros o se lanzan a la
aventura para escapar de la frustración. Los que no tienen
ni siquiera esa posibilidad, caminan por el borde de la violencia
o del abandono, azotados por el alcohol y las drogas. Así,
no hay ninguna posibilidad de acumular capital social
que saque al país de su decadencia, aun con los errores y
las defecciones de sus gobernantes. Aquí es donde acaban
los devaneos ideológicos o los relatos inconclusos o falseados:
ningún año será nuevo mientras la sociedad
argentina tolere que la condición humana sea un valor subalterno
en la preocupación de sus dirigentes. Ojalá que el
próximo sea un año nuevo.
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