Por Susana Viau
Cerró la causa por enriquecimiento
ilícito de José Luis Manzano.
Levantó la orden de
captura que pesaba sobre el ex banquero Raúl Moneta.
Sobreseyó al empresario
menemista de la carne Alberto Samid.
Sobreseyó a Víctor
Alderete en la causa por robo de papeles del PAMI.
Hizo dormir en sus oficinas
la investigación de Yacyretá. La despertó luego del
cambio de gobierno.
Con el mismo criterio instruye
la causa que tiene como denunciados a Gerardo Sofovich y al actual intendente
de Córdoba, Germán Kammerath, acusados del vaciamiento de
Canal 7.
Se declaró incompetente
para investigar al miembro de la Corte Suprema Antonio Boggiano considerando
que un juez de rango inferior (como él) estaba inhabilitado ante
un ministro del tribunal supremo.
Fue denunciado por ordenar
a la SIDE el pinchazo de los teléfonos de los empleados
de su juzgado.
El juez Gabriel Cavallo lo
sobreseyó por entender que nunca lograría el desafuero necesario
para investigarlo.
Cuatro de los integrantes de
la mayoría menemista de la Corte entendieron que no era ilegal
espiar las conversaciones y la vida privada de sus subordinados. Pusieron
la firma a esa insólita decisión Julio Nazareno, Eduardo
Moliné OConnor, Adolfo Vázquez, Julio López.
Carlos Fayt, el más anciano de los ministros, completó la
lista de cinco nombres que se necesitaban a falta del de Antonio Boggiano.
Instruye también la
causa IBM-DGI, en la que casi no hay novedades.
Tiene pendientes cuatro pedidos
de juicio político y es investigado nuevamente por Gabriel Cavallo,
ahora por enriquecimiento ilícito.
Su currículum reconoce
dos records, siempre vinculados a la carrera judicial. Es el juez de grado
con mayor cantidad de sumarios administrativos y con mayor cantidad de
nulidades resueltas por la cámara.
La apretada foja de servicios corresponde a Carlos Liporaci, después
de Norberto Oyarbide el magistrado con peor imagen en un fuero signado
por la desconfianza pública. Si no se aparta, Liporaci nos
hace un daño enorme, está dañando al sistema,
aseguró el viernes por la noche, enfurecido, uno de sus pares.
Pero el funcionario no responsabilizaba sólo a Liporaci de la catastrófica
situación del sector. En su opinión Carlos Liporaci acabó
sucumbiendo a la seducción de una cultura judicial ligada al dinero
y al poder que encarnan y lideran mejor que nadie dos jueces de alto perfil
social. Lipo era un seco recordó y al principio,
cuando lo nombraron juez federal, incluso rehuía la compañía
del resto. No podía seguirles el tren. No era un tipo culto ni
con gran formación teórica, pero era un buen tipo. En algún
momento se decidió a cambiar. Lo peor es que su resistencia a irse
la estamos pagando cara.
Todos en Plaza Lavalle y en Comodoro Py saben del origen modesto de este
hijo de un suboficial del Ejército, que fuera él mismo liceísta.
A diferencia de la mayoría de sus colegas, Liporaci no obtuvo su
título de abogado en una universidad del Estado sino en la Universidad
de Belgrano. Aunque su relación con la cosa pública iba
a empezar muy pronto, trabajando como meritorio. Liporaci es, sin dudas,
un producto de Tribunales. Allí obtendría su primer cargo,
como defensor oficial. Nunca llegaba a fin de mes, cuenta
uno de sus entonces compañeros. No lo digo de modo crítico.
Eso hablaba bien de él. En esos años era un hombre muy medido.
Luego ascendió a defensor ante el tribunal oral penal económico.
Se afirma que cuando a propuesta de los hermanos Hugo y Jorge Anzorreguy
fue designado juez federal, disminuyeron sus ingresos. Parece ser, simplemente,
parte del folklore. La nueva posición le daba a Carlos Liporaci
más salario y más prestigio. El fuero al que había
sido destinado era el que juzgaba a los funcionarios de gobierno y a los
propios jueces.
Tras un período de transición, Lipo se aggiornó.
Durante siete años ni él, ni varios de Comodoro Py,
citaron a nadie. Se cortaban los dedos antes de llamar siquiera como testigo
a algún funcionario que tuviera rango de director general,
comentó un magistrado del sector. Poco a poco, Carlos Liporaci
dejó de almorzar en las parrillas baratas. Cambió el look
desaliñado por trajes y corbatas caras. Si el hedonismo puso indolente
a Su Señoría (era difícil hallarlo en su despacho
antes del mediodía), las críticas lo tornaron evasivo y
huraño. Una rutina que vino a romper la denuncia de sobornos en
el Senado. En esos días, Liporaci no sólo se fue de boca
anunciando que disponía de indicios graves y concordantes,
también habló solemne de la salud de la República.
Sus declaraciones sonaron a advertencia: tenía bajo investigación
a tres de los miembros del Consejo de la Magistratura. Uno de ellos, el
autor de una de las cuatro solicitudes de destitución que lo jaqueaban.
Casi al mismo tiempo, se informaba que Lipo era el feliz propietario
de un nuevo hábitat en Vicente López, valuado en los papeles
en 750 mil pesos y en más de un millón por las inmobiliarias
que actuaron en la pericia. Su esposa tenía un cargo en el Congreso,
otra de sus hijas acababa de ser nombrada en la Auditoría General
de la Nación. Ni sumando los ingresos familiares cerraban las cuentas.
Mucho menos si se piensa que la familia alquilaba, al mismo tiempo, una
casa en el exclusivísimo country Golfers, de Pilar, donde
los precios no bajan de los 3000 dólares mensuales, las expensas
habituales son de 1000 y los depósitos se cotizan en 10.000. Más
adelante se supo que otra de las hijas del juez también tenía
ingresos propios, 500 pesos de una pensión graciable de la Cámara
de Diputados. De las previstas para indigentes o discapacitados. El juez,
que es un hombre de bien, pensó en la proximidad de las fiestas
y decretó una generosa falta de mérito. El ex vicepresidente
Carlos Alvarez, principal impulsor de la investigación, podrá
mascullar una reflexión antigua, acuñada en el Siglo de
Oro: Es peligroso tener razón donde no hay justicia.
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