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Cuentos de Año Nuevo

Por Juan Forn.
Niños ricos con tristeza

Me lo comentó una amiga que vino de visita a casa ayer a la tarde: esta noche, cuando se termine de extinguir el último minuto del 2000, en un canal de cable, empieza 2001. Fíjense en la cartelera de televisión, si no. Yo estaba cerrando las valijas y ultimando los preparativos para partir de vacaciones (las primeras con nuestra hija: mucho bártulo, para lo que estamos acostumbrados a llevar mi mujer y yo en nuestros viajes), cuando ella me lo dijo. “Contame”, le dije yo, “que tengo que mandar algo sobre Año Nuevo para el diario”. Ella se sentó sobre una valija cerrada y quedó pensando, mientras yo iba y venía a su alrededor.
–Nada. Que la primera reacción que tuve, al leerlo, fue la de cualquiera mínimamente cinéfilo: guau, qué buena idea. Pero después pensé: qué tristeza, ¿no? Estar solo frente a la tele viendo 2001 mientras afuera el resto del mundo festeja el Año Nuevo.
–¿Nada más? No me alcanza. No son ni diez líneas.
Mi amiga se quedó pensando un rato más, antes de decir:
–Lo lamento, pero de Año Nuevo no tengo nada. De lo que tengo, si te sirve de algo, es de Navidad. ¿Te cuento?
Por favor, dije yo.
–Esta chica que pusieron a trabajar conmigo hace dos semanas, ¿te acordás que te conté? No importa, es lo mismo. Chica joven, veintipico, veintidós digamos. Recién “emancipada” de los padres, pero como se emancipan esos chicos de ahora: sin una ayudita de papá, no llegan ni a mitad de mes. Digo esto no de mala sino porque así fue como me lo contó ella: salió el tema de los regalos de Navidad y no sé por qué me pareció que ella se ponía incómoda, hasta que de pronto dijo que el padre hace todos los años lo mismo, con ella y sus dos hermanas, desde que eran adolescentes. Un sobre con plata para cada una en el arbolito de Navidad. Tipo de guita: el sobre tiene siempre mil mangos adentro. Ya te digo: estos chicos de ahora. ¿Cómo era la frase: niños ricos con tristeza? No me acuerdo. La cuestión es que la cosa está brava adentro de la familia: las otras hijas miran con mala cara a mi compañera, por el enfrentamiento que tiene con el padre en este proceso de emancipación; la madre toma partido por ella tímidamente y trata de meterse lo menos posible y el padre, que ya te podés imaginar el perfil con lo que te conté del sobre, está en guerra con la pobre chica. A tal punto que este año, después de pasarse toda la noche con cara de culo por una discusión que tuvo con ella en la mesa, miró el reloj a las doce y un minuto y anunció que se iba a acostar, sin dignarse a esperar que se repartieran los regalos. Mi compañera salió al balcón, para descomprimir. Se quedó un rato largo mirando los fuegos artificiales hasta que le agarraron ganas de fumar. Espió cómo estaba la cosa adentro, vio que las hermanas y la madre estaban levantando los platos y llevándolos a la cocina y aprovechó para entrar a buscar su cartera. Saca los cigarrillos, el encendedor, y entonces ve el sobre en el fondo de su cartera y decide abrirlo recién ahí. Los mismos billetes de todos los años: nuevitos, crujientes, recién salidos de Casa de la Moneda. Pero hay cinco, en lugar de los diez habituales.
Mi amiga hizo una pausa, esperando mi reacción. Pero yo estaba luchando con una valija que se negaba a cerrar.
–¿No es maquiavélico? –comentó, cuando vio que yo no decía nada.
Qué cosa, dije yo.
–Pescado, ¿no te das cuenta? La pobre chica nunca supo si el padre les puso cinco billetes a todas este año, o solamente a ella, o alguna de las hermanas aprovechó la situación para birlarle los otros billetes. Y tal como están las cosas, se la tuvo que comer sin decir ni pío.
–¿Eso te lo dijo ella?
–Esas cosas no se dicen: se transmiten. Me extraña, che: un escritor.
–No soy un escritor; soy un tipo que no puede cerrar esta valija de mierda. –¿Podés dejar eso un minuto y escuchar el final?
Podía, por supuesto: cualquier distracción era bienvenida. Me senté sobre la valija rebelde y acepté un trago de la cerveza que me tendió mi amiga. Soy todo oídos, dije.
–¿Sabés lo que hizo ella entonces? Volvió a poner los billetes en el sobre, se asomó a la cocina y se despidió de su hermanas y su madre. Y, en el camino a la puerta, al pasar frente al arbolito, volvió a colgar el sobre en la misma rama de la que lo había sacado. Fin. ¿Te sirve?
Pueden creer lo que sigue o no; a mí me da igual. Pero en el mismo instante en que mi amiga dijo ¿Te sirve o no?, algo cedió bajo mi peso y la cerradura de la puta valija hizo clic. Feliz Año Nuevo para todos. Nos vemos a la vuelta.

 

Por Rudy.
¿En que año queda la Argentina?

Una querida amiga me envía un e-mail para fin de año y me escribe: “Vamos a entrar en el año 2001 de los cristianos, el 1379 de los musulmanes, el 5114 de los mayas y el 5762 de los judíos”. Le pregunto a mi vez en qué año estaremos los agnósticos; y ella, con libriana indecisión, o con agnosticismo militante, me escribe: No sé.
Mi única neurona siente que la están haciendo trabajar en época de fiestas y se sobrepone a tanto brindis y deseo de mejores momentos, para vislumbrar una verdad que, como dice la canción, “nunca es triste, pero no tiene remedio”: aunque vivamos al mismo tiempo, cada uno vive en el año que vive. De hecho, muchos están festejando el fin del milenio y otros lo hicieron el año pasado.
Si no se sabe en qué año vivimos los agnósticos, sí hay en cambio certeza absoluta sobre el año en el que viven los fundamentalistas: es “el año que Dios quiera”. Los apocalípticos del 2000 están por entrar al año +1, les sobra un año, el mundo no se terminó cuando ellos lo esperaban y ahora no saben qué hacer con el calendario. Los ateos militantes sí que tienen problemas, ya que no tienen Dios que les diga en qué año están. A los Testigos de Jehová no les importa demasiado el año, ni el día, sino la hora, 6 de la mañana, en la que suelen despertar a sus sorprendidos conciudadanos con su mensaje religioso.
Los psicoanalistas están en el “dejemos aquí por este año”, mientras sus pacientes histéricas pretenden que dos años se peleen por ellas, los fóbicos no se animan a salir del año pasado, los obsesivos repiten por quinta vez el ‘97 y los paranoicos saben que el tiempo corre, pero creen que los corre a ellos.
En la Argentina que no termina en la General Paz, tampoco termina el 2000 hoy a las 24. De hecho, mientras “de Rivadavia para el norte” la Capital entra en el siglo XXI, hay barrios que siguen en el XIX. Las privatizaciones nos vuelven a ubicar antes de 1810, cuando España era dueña y señora de la región, y algunas mentalidades nos hacen sospechar que jamás dejamos el Mesozoico y los dinosaurios aún están entre nosotros. Hay quienes sueñan con volver a los 70, otros al ‘83, otros al ‘45, al ‘30, a 1880, otros ya están en el 2003... Así que brindemos porque el año que viene, tenga el número que tenga, sea bueno ¡salud!

 

Por Sergio Kiernan.
El futuro no es lo que era

Papá siempre era cínico con la idea del futuro, un concepto que le parecía vagamente inmaduro y ciertamente inelegante. Cuando él era chico todavía se hablaba de progreso, una idea muy distinta y cargada ideológicamente, una idea de bigote y cuello duro contra la que tenía que rebelarse porque servía de excusa para que nada cambiara, para que la velocidad de las cosas fuera más lenta. Pero ésta era nuestra infancia, eran los años sesenta; nosotros no hablábamos de otra cosa que del futuro y él, que era un alma amable, ponía esa media sonrisa de cuando no quería contradecirnos aunque no comprara.
En el futuro la ropa no se planchaba, no había Di Tellas con aleros y colitas de pescado, no costaba caro viajar. El futuro era de colores claros y diseños eficientes, cromo y plásticos arqueados. El futuro era sano, sin abuelos que se enfermaran y las únicas guerras eran con especies alienígenas que no entendían la receta de la paz mundial. En el futuro se hablaba de energías, todo el mundo sabía muchísima física, había aventuras todo el tiempo y las computadoras gigantescas ordenaban la vida. El futuro era una región de la vida que estaba muy lejos de los barrios porteños apretados por el calor, donde todavía se veían trenes de madera y trolebuses ingleses de aluminio abollado.
El futuro no era un sueño: lo vimos juntos un sábado de julio de 1969, todos juntos y en silencio, en la pantalla del gigantesco CBS blanco y negro de gabinete de madera. Hasta papá se quedó quieto y concentrado cuando vio una nave espacial blanca y de diseño eficiente posarse en la luna, cuando vio un astronauta bajar la escalerilla y pisar la arena blanca. Estábamos viendo la primera transmisión desde otro planeta. Los grandes estaban asombrados por la novedad, que a los chicos nos parecía a la vez lo más natural del mundo y una emocionante prueba de que la vida, después de todo, iba a ser como creíamos.
El futuro, además, tenía fecha de inicio. El año 2001 nos iba a encontrar si no a un paso de salir de la galaxia, como en la película, ciertamente con colonias lunares y Marte ya transitado y en plan de explotación minera. Frente a semejantes logros, frente a una vida con colonizadores espaciales, hoteles en órbita y, quién sabe, mutantes, lo demás quedaría pequeño.
Pero papá tenía razón. El futuro no llegó: no hay colonias espaciales por problemas presupuestarios, la ropa se sigue planchando, el indomable lino está de moda, las computadoras son chiquitas, se rompen y no ordenan nada. Los abuelos se enfermaron y se murieron a la edad en que siempre se mueren los abuelos. Ya no hay sarampión, pero hay colesterol y revisan a los cascos azules por si se envenenaron con el uranio de las balas. Ciertamente, muy ciertamente, todavía se usa el dinero, que todavía marca nuestras vidas como ninguna otra cosa.
Si papá hubiera llegado a esta fecha en que se iniciaba el futuro, pondría la sonrisita de nuevo, señalaría las paradojas, disfrutaría de los nietos. Pero se murió de algo que hoy se arregla en minutos en esas salas de terapia intensiva que son lo único que se parece al puente de la Enterprise. Me ganó: yo no puedo señalarle esa paradoja.

 

Por Alan Pauls.
Mendigo en Nueva York

¿Qué hay de nuevo en un año nuevo? Ninguna de las respuestas que barajé en treinta y pico de años –desde la primera vez que me descubrí mirando en la radio el último tramo de la cuenta regresiva hasta hace apenas dos años– supera mucho en sofisticación a las que improvisaba de chico cuando, cinco minutos después de que alguien de la familia disipara el equívoco reloj radial decretando a los gritos que “era año nuevo”, me ponía a mirar los escombros del banquete y pensaba: “Lo que era mucho es poco. Lo que era duro es blando. Lo que era caliente es frío (y viceversa). Lo que era con gas es sin. Lo que era sólido es polvo. Esas son las novedades que trae el año nuevo”. Y acto seguido recostaba una mejilla sobre un colchoncito de migas y me dormía. Eso fue para mí el año nuevo –la distancia más corta entre la opulencia y la ruina– hasta hace dos años, cuando el 31 de diciembre me encontró en Nueva York con mi mujer, mi hija y quince o veinte grados bajo cero. Habíamos pasado el umbral de las doce en casa de unos amigos. A la una y media, cargados de bolsas de regalos –la Navidad se negaba a morir–, nos fuimos a otra casa, menos formal, donde teóricamente nos esperaba una fiesta. Habíamos alquilado un auto, lo que nos hacía sentir increíblemente ricos, pero nada nos dio tanto placer como estacionarlo atravesado en la vereda frente a un garaje. Bajamos. Yo llevaba en brazos a mi hija, que se había dormido, y algunos regalos para nuestros anfitriones. Tocamos el portero eléctrico. Caía música del primer piso, pero nadie contestó. Se me empezaron a cansar los brazos, así que me alejé unos pasos y me senté en la vereda, rodeado de bolsas y con mi hija dormida en los muslos. De golpe vi una sombra cruzar la calle. Cuando quise alarmarme ya estaba delante de mí, a medio metro, inclinándose. Era un negro de unos 50 años, mal afeitado, vestido con ropa de trabajo; llevaba un gorro de lana en la cabeza y unos borceguíes con las costuras saltadas. “¿La nena está mal?”, me preguntó, preocupado, mientras lo veía buscar algo en los bolsillos. “No: está dormida”, dije. El tipo buscó y buscó y abrió los brazos como lamentándose. “Pensé que me quedaba alguna moneda, pero no”, dijo. “Lo siento”, dijo. Y se fue, un poco abatido por la culpa, sin saber que acababa de darme lo único verdaderamente nuevo que un año nuevo debería poder darnos: otra identidad.

 

Por Maria Moreno.
Lo vetusto de lo nuevo

Antaño nos imaginábamos el siglo XXl –vía EE.UU.– como una expansión colectiva hacia el espacio sideral, el porch y el garaje trasladados a otro planeta, parcelado en casas de campo con granero y cafés con terraza. ¡La luna como un country de la Tierra! Hoy que el futuro ha llegado, parece ser una mezcla –como siempre– de lo nuevo y lo vetusto. La amenaza cibernética o su contracara, la gran esperanza virtual, parecen ser los emblemas del nuevo milenio posible, es decir ya presente. Sin embargo...
Borges decía que en el Corán no había camellos, señalando así que los exóticos no suelen ser exotistas. Pensar en los cambios introducidos por Internet o urdir ficciones con la PC como argumento es poner camellos en el Corán. Mostrará a las próximas generaciones que, mientras creíamos ponernos a tono con el futuro, estábamos tan fascinados con la novedad que sólo pensábamos en eso, éramos los nuevos ricos virtuales, a la altura de los indios del mito con las cuentas de colores repartidas por Colón. Los vínculos con la red provocan alarma en el sentido común: una comunicación múltiple equivaldría a una comunicación cero. Pero en realidad se parecen bastante a las ida y vuelta epistolares del siglo XlX, sólo que algo aceleradas, como si se pasara un antiguo long play de 33 revoluciones en 45 –un e-mail suele carecer de la chorrera retórica que gastó Madame Sevigné con su hija–. Si la red es potencialmente ficcional –nada impide navegar a un ingeniero de 62 años, excedido de peso con la identidad de una modelo de 22–, la mayoría de los usuarios la utiliza para gozar sólo de establecer contacto (“Potro 20 cm, superperverso: ¿Alguien caliente en zona norte?”), para adelantar confidencias con el reaseguro del anonimato. (La comunidad gay considera a la red como un lugar favorable al coming out) y para hacer contactos que permitan hacer viajes al exterior. La sociedad supuesta vigilada cibernéticamente nos deja la nostalgia por los espías artesanalmente vestidos con pilotos ingleses y ocultos por un periódico, de las chicas Bond y hasta de los agentes de la CIA con guiones de Chandler. Pero los hackers pueden entrar en el Pentágono, los virus destruir los archivos de una compañía internacional. Cuanto más el poder puede operar a distancia, más la resistencia puede apropiarse de sus armas. Cuanto más la política se convierte en una ficción, ese arcaismo llamado cuerpo a cuerpo puede desestabilizarla. La movilización, el paro general, la aparición de un número visible de extranjeros en el territorio considerado como propio, la huelga de hambre, la manipulación eficaz de una ocasión favorable a manos de un solo individuo pueden hacer cimbrar. Aquello que se visualiza como poder en bloque, constante y de intencionalidad dirigida. La sociedad globalizada made in Argentina siglo XXl coincide con esa peruanofobia que suele tener de portavoces a ciertos choferes de taxi –eternamente consultados en cuentas al paso–. Mientras el siglo XlX pretendía asomarse a los medios a través de la ficción de una supervivencia dramática (“La isla de los Robinson”) los Robinson de Tablada ponían en escena un riesgo de muerte sin ficción –aunque las imágenes fueran editadas como una cita del cadáver del Che en Bolivia– desenmascarando la falacia democrático jurídica del gobierno en sus diversas instancias de poder. Un solo Hijo con su intervención espontánea, propia del teatro under y de Todo x 2$, bastó para dejar sin apuntador al protagonista del show Presidente que baja a la calle entrando al living comedor de sus representados a través de un programa de máxima audiencia.
Los cuerpos posmodernos serán cada vez más mutantes, nunca cristalizados en sus formas. Las enfermedades hasta ahora graves o mortales se mantendrán mediante un cordón umbilical químico, habrá migración de órganos, morfologías creadas por el usos de determinadas drogas o intervenciones quirúrgicas. Pero eso convivirá con los niños desnutridos de vientre y cabeza enormes, mutantes por omisión de la iconografía Benetton del norte argentino.

 

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