Diego Turbay no era presidente, ni funcionario del gobierno, ni general,
ni líder guerrillero. Pero el asesinato de este congresista opositor
el viernes puede ser lo que finalmente traerá la guerra total a
Colombia. El Ejército y la policía denunciaron que sus asesinos
fueron miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC),
y ayer el presidente Andrés Pastrana se vio forzado a admitir que
existían serios indicios de que los guerrilleros fueron
los responsables del asesinato de uno de los más prominentes impulsores
del diálogo de paz. Al borde de la ruina definitiva de su estrategia
para un acuerdo negociado, Pastrana prácticamente imploró
a la guerrilla que aclarara su posición y que, si fueron responsables,
que entregaran a los autores de ese vil asesinato. Las FARC
no colaboraron, ateniéndose a un completo silencio de radio. Si
no responden, la paz podría efectivamente llegar a boca de fusil.
Todo esto puede parecer exagerado. No es la primera vez, ni ciertamente
la última, en que un político pacifista colombiano es muerto.
Tampoco es inédito que el gobierno denunciara un grave peligro
al proceso de paz a causa de un asesinato. En marzo, la muerte de una
pequeña hacendada, Elena Cruz, complicó severamente el diálogo
con las FARC hasta que se descubrió que sus autores habían
sido paramilitares. Quizás el caso de ayer era similar, y Pastrana
es abiertamente renuente a abandonar toda esperanza de llegar a un acuerdo
en la mesa de negociaciones. Me la he jugado todo y me la seguiré
jugando por la solución política del conflicto, enfatizó
al enterarse del asesinato. Sin embargo, los factores que impulsan la
guerra podrían ya sobrepasar su voluntad.
La falta de tiempo es clave. Para el 31 de enero Pastrana deberá
decidir si extiende la concesión a las FARC de la zona desmilitarizada,
42.000 km2 de territorio cedidos para iniciar las negociaciones de paz.
Políticos tanto de su Partido Conservador como del Liberal abogaron
abiertamente por retomar el control de lo que uno calificó de cueva
de criminales. Se sabe con certeza que varias ofensivas de las FARC
fueron montadas desde ese territorio, que también sirve como campo
de entrenamiento y santuario para columnas en fuga. De hecho, se dijo
que los asesinos de Turbay huyeron el viernes en dirección a la
zona. Que las FARC congelaran el proceso de paz impidió que Pastrana
renovara en diciembre el decreto por varios meses, como había sido
habitual, y sólo les dio hasta el 31 para dar hechos de paz.
La muerte de Turbay difícilmente entra en esa categoría,
y si las FARC no producen una exculpación convincente, Pastrana
probablemente se verá forzado a ordenar la reconquista a sangre
y fuego de Farclandia.
Esta decisión estará íntimamente ligada a la renovada
confianza de los altos mandos del Ejército colombiano y, detrás
de ellos, de Estados Unidos en la viabilidad de una solución militar.
El jefe de las Fuerzas Armadas, Fernando Tapias, siempre criticó
tácitamente la zona desmilitarizada, y hace poco abogó por
la declaración de un estado de excepción para
lidiar con la guerra civil. El Ejército tiene asegurado el despliegue
de 3.000 hombres en tres batallones antidrogas de elite en
las zonas cocaleras del sur, la principal fuente de recursos de las FARC.
Más importante podría ser el envío de helicópteros.
Utilizados para el transporte de soldados y el hostigamiento de la guerrilla,
las aeronaves parecen mejorar sensiblemente la eficacia de las tropas
colombianas. La semana pasada una columna de 360 combatientes de las FARC,
la mitad menores de edad, fue casi aniquilada durante una dilatada persecución
con helicópteros en la región andina del país.
Esto sería de sumo agrado para el nuevo gobierno norteamericano
del republicano George W. Bush. Recientemente, un alto asesor del presidente
electo, Robert Zoellick, consideró que ya era tiempo de eliminar
la falsa distinción entre los esfuerzos antidrogas y los esfuerzos
antiinsurgentes. El saliente Bill Clinton ya envió al jefe
de operaciones del Comando Sur, Keith Huber, a supervisar la guerra colombiana
desde la mismísima Bogotá, el único despliegue de
un alto oficial norteamericano en América del Sur o Central. Podría
ser el hombre ideal para el trabajo. Huber fue asesor norteamericano en
la guerra civil en El Salvador en 1987, y era el jefe de operaciones de
la invasión norteamericana para restablecer la democracia en Haití
en 1995. Su llegada junto con la desaparición de Turbay podría
marcar lo que verdaderamente sucederá con la guerra y la paz en
Colombia.
PUTUMAYO,
ENTRE LA GUERRILLA Y LOS PARAMILITARES
Donde no se sabe quién mata
Por Pilar Lozano
*
Desde
Putumayo
Los indígenas de Putumayo,
provincia al sur de Colombia, denuncian que tanto la guerrilla como los
paramilitares reclutan a sus hijos para llevarlos a sus filas. Los
quieren porque conocen la selva; es una guerra entre hermanos, dijo
hace poco un líder de esa región a este periódico.
Gobernadores de la comunidad de Los Pastos en la provincia de Nariño,
también al sur, se sienten acorralados en medio de la confusión
de órdenes que reciben del Ejército de Liberación
Nacional ELN, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
FARC, los paramilitares y el Ejército, y los emberas,
habitantes de Chocó, Antioquia y Córdoba, al norte, resumieron
su angustia en el título del documento final de su reciente congreso:
Somos víctimas de los señores de la guerra.
Sólo entre los emberas, en los últimos cinco años,
los asesinados y desaparecidos suman setenta y tres personas, la mayoría
profesores y líderes comunitarios. La escasa gente que a
fuerza de años y sacrificios hemos logrado formar son las víctimas
preferidas de los nuevos asesinos, dicen. Ya se habla de etnocidio
de una población aborigen que no supera, en todo el país,
más de 560.000 personas. Esta guerra viola el derecho a la
libre movilización, obstaculiza el desarrollo propio de los pueblos
indígenas y limita su alimentación llevándolos a
una mayor desnutrición y, en muchos casos, a la muerte, denunció
recientemente la oficina de la alta comisionada de Naciones Unidas para
los Derechos Humanos en Colombia.
Gerardo Jumí, líder embera de 31 años elegido en
las recientes elecciones regionales como diputado de su provincia, Antioquia,
con una campaña de propuestas, no de promesas, contó
a este periódico dos crímenes recientes que reflejan el
drama de su pueblo. Jesús Bailarín Bailarín, profesor
de la comunidad de Amparradó, de 30 años, fue asesinado
en mayo de este año. Las FARC lo habían llamado para hacerle
un juicio; lo acusaban de ayudar a los paramilitares. Llegaron por
él, él huyó, empezaron a darle tiros como cazadores
persiguiendo un venado indefenso en el monte, relata con dolor Jumí.
La otra víctima era Rubén Darío Bailarín,
un niño de apenas 12 años, de la comunidad de Pegadó,
asesinado por los paramilitares también a comienzos de este año.
Los indígenas viven en la selva y esas partes son transitadas
por la guerrilla. La guerrilla toma un pueblo, se repliega a las zonas
indígenas y los paramilitares, en vez de perseguir a la guerrilla
en la selva, esperan que los indígenas salgan y les cobran a ellos.
Esto pasó con el niño y ha pasado con muchos otros nativos.
Jumí, de pelo lacio, negro, brillante, remata: Han pasado
500 años desde la conquista y todavía los paras,
la guerrilla, el mismo Estado, con complicidad o con su omisión,
continúan con la persecución a los indígenas.
Con sus collares de chaquiras propios de su cultura enredados en su pecho,
Jumí sigue hablando de la guerra: Mire, ésa es una
casa típica de los emberas (señala una foto del rancho de
paja montado sobre estacas), ahí, en esos tambos, han colgado sus
hamacas el Ejército, la guerrilla, los paramilitares violando en
forma clara el derecho internacional humanitario. Se ha dado el caso de
que la guerrilla ha disparado desde ellos a los helicópteros.
* De El País de Madrid, especial para Página/12.
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