Universidad
Popular Madres de Plaza de Mayo
SOCIEDAD Y
DICTADURA
Formas
y grados de la complicidad
¿Qué
imagen de sí misma ha construido la sociedad argentina en relación
con la dictadura? ¿Cómo se cruzan los datos de nuestra biografía
con el horror de lo acontecido tras el golpe militar del 24 de marzo de
1976? Existe la creencia de que ya todo ha sido dicho, de que nada queda
por saber acerca de los mecanismos que sirvieron a la tarea de exterminio:
secuestros, torturas, campos de concentración, desapariciones,
robo de niños, cuerpos arrojados al mar. Episodios y fenómenos
que abrieron en la Argentina (como ya había ocurrido en la Alemania
nazi) un espacio para la irrupción del Mal absoluto quedaron reducidos,
por vía de la manipulación massmediática, a mercancía
para el consumo de gentes bienpensantes.
La tragedia convertida en espectáculo ayudó a que el ciudadano
común hiciera catarsis. Apenas un sobresalto del espíritu,
una angustia momentánea seguida de alivio. Después de todo,
eso les había ocurrido a otros. Nada tenían
que ver los relatos televisados con la cotidianidad del que miraba. La
saturación informativa, el bombardeo de las imágenes, la
nula reflexión sobre lo que se estaba mostrando permitieron desplazamientos
y obturaciones de aquello que, al quedar como lo indecible de la historia,
liberaba el presente de los recuerdos de un pasado minado de acechanzas.
No fue ésta la única vía hacia el inocentamiento
social, rasgo visible ya en los primeros años de la post-dictadura.
La teoría de los dos demonios, el juicio reducido a
sólo nueve militares y las posteriores leyes de impunidad alimentaron,
en el imaginario colectivo, la ilusión de ajenidad respecto del
pasado.
Una operatoria que podría definirse como usos del olvido (o, más
bien, políticas de la memoria) mediante la cual gran parte de la
sociedad pudo pensarse desde un afuera de lo acontecido. En
El exilio de la palabra, Ricardo Forster reflexiona acerca de estos desplazamientos
y tomas de distancia. El olvido se olvida cuando la industria cultural
hace de lo acontecido un territorio del saqueo y la impudicia (...) Barrer
el tiempo, mutilar las voces, obturar lo no dicho o lo indecible, llenar
todos los espacios hasta cubrir el vacío, golpear incesantemente
con imágenes y sonidos lo intolerable del silencio... eso es, podríamos
decir, nuestra forma contemporánea de reproducir, como vivencia
cotidiana y rutinaria, el mal que los hombres no han dejado de hacer a
otros hombres.
Mostrar los bordes del horror, pero seguir silenciando aquello que lo
hizo posible. De eso se trata. Desplegar el catálogo de los crímenes
atroces, contar los detalles, describir los vuelos de la muerte, el modo
en que se torturaba y mataba y sufría en los campos de la dictadura.
Montar el espectáculo del horror como algo distante, lejano e irreal.
Algo que haga innecesario preguntarse qué factores políticos,
sociales y culturales contribuyeron a generar las condiciones para que
ese horror se produjera, algo que vuelva inútil interrogar lo no
visible de la historia; allí donde cada grieta señala la
huella de lo que deliberadamente se oculta...
Brutal ironía de un tiempo marcado por el exceso de información
y palabrerío, como apunta Nicolás Casullo en Modernidad
y cultura crítica. ¿Por qué nuestras palabras
no dicen la memoria? ¿Por qué la memoria dejóde estar
en las palabras? ¿Por qué la historia, que contiene la inédita
bestialidad de los asesinatos masivos, no pudo ser hablada por nosotros
en su insoportable dolor, en su iluminante infelicidad, en su trágica
verdad?
En La crítica política y los descentramientos de la memoria,
Sergio Caletti intenta desanudar lo que está en el basamento de
la tragedia argentina. La cuestión es atender qué
figura de sí misma construye la sociedad en sus olvidos, cuál
es el modo específico en el que esa sociedad se concibe y se define,
en relación con una memoria edificada sobre una red de olvidos,
advierte.
Lo intocado
de la barbarie
Preguntas, reflexiones, huecos en la conciencia colectiva, en el
lenguaje, en la escritura, en los relatos, en las biografías. Todo
remite a un debate que ha sido soslayado en la Argentina, un punto neurálgico,
un interrogante que implica interpelar el pasado allí donde el
pasado se resiste: ¿cuál fue el grado de implicación
de la sociedad argentina con la dictadura? ¿Qué formas asumió
la complicidad? ¿Dónde trazar la frontera que separa la
pasividad provocada por el terror y el silencio que deviene consentimiento?
Zona aún intocada de la barbarie, la cuestión del colaboracionismo
civil con el terrorismo de Estado, arriesga convertirse en el tema tabú
de la historia argentina. Indagar en esa zona de penumbra demandaría
la puesta en cuestión del propio yo que pregunta. Dicho de otro
modo: pondría a los sujetos tras su propia huella. Habría
que responder, entre otras cosas, a qué manipulaciones se prestó
la conducta de cada cual, qué se dijo, qué se decidió
callar u omitir en los años más crueles de la represión;
de qué modo se hizo el juego al discurso y a los mandatos del poder.
Requisitoria que dejaría al descubierto el vaciamiento ético
que operó el terrorismo de Estado en el conjunto de la sociedad,
las tachaduras, los borramientos, los silencios, las formas discursivas
de la justificación.
Tráficos
de indulgencia
La responsabilidad colectiva frente a un genocidio es, sobre todo
desde Auschwitz, uno de los temas de más difícil abordaje.
La refutación más frecuente apunta a señalar un peligro:
que por la vía de la culpabilización masiva se diluyan las
culpas de los ejecutores y planificadores del crimen. Si todos son
culpables, queda la sensación de que nadie lo es. Y eso vuelve
imposible el juicio y el castigo, se argumenta.
El dilema es falso, ya que no toma en cuenta uno de los datos claves del
problema: la distinción entre culpabilidad legal y responsabilidad
moral. Si uno se coloca en el terreno de la Justicia, se deben entonces
separar los agentes de los crímenes y los testigos pasivos, responsables
hasta el extremo de no prestar ayuda a nadie en peligro, pero que no tienen
que rendir cuentas ante ningún tribunal, escribió
Tzvetan Todorov, en Frente al límite, una dolorosa indagación
sobre el modo en que la banalidad del Mal se internaliza en
los sujetos.
Ya antes, apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, el filósofo
Karl Jaspers había hecho parecida distinción en su ensayo
sobre La culpabilidad alemana. A la coartada colectiva del nosotros
no sabíamos, suerte de autoabsolución con que el pueblo
alemán trató de deslindarse de la barbarie nazi, Jaspers
opuso tres niveles fundamentales de culpa: la criminal, la política
y la moral.
Ciertos aspectos de su análisis muestran una tensión del
pensamiento que, en relación con el tema, muy pocos se atrevieron
después a profundizar. Luego de establecer la culpa positivamente
determinable de los ejecutores políticos, los dirigentes
y los propagandistas del régimen nazi (a quienes llama activos),
Jaspers enfoca su mirada hacia el hombre común. Y lanza reflexiones
inquietantes: cada uno de nosotros es culpable por no haber hecho
nada. La culpa de la pasividad es distinta. La impotencia disculpa; no
se exige moralmente llegar hasta la muerte efectiva. Ya Platón
consideraba natural, en tiempos de desgracia, ocultarse y sobrevivir a
las situaciones desesperadas. Pero la pasividad sabe de su culpa moral
por cada fracaso que reside en la negligencia, por no haber emprendido
todas las acciones posibles para proteger a los amenazados, para aliviar
la injusticia, para oponerse. En ese sometimiento propio de la impotencia
quedaba siempre margen para una actividad que, aun cuando entrañara
algún peligro, era efectiva si se desarrollaba con precaución.
No haber aprovechado la ocasión por miedo es algo que cada individuo
tiene que reconocer como su culpa moral: la ceguera para con la desgracia
de los demás y la insensibilidad ante el desastre que estaba aconteciendo.
Jaspers se encarga, así, de desmontar uno de los argumentos más
trasegados en la historia de los genocidios: aquel que busca justificar
la inacción como efecto del terror. Más adelante trata de
separar la paja del trigo, pero termina apuntando en la misma dirección:
Es verdad que entre nuestra población muchos estaban indignados
y muchos profundamente conmovidos por un espanto en el que se intuía
el desastre venidero. Pero aún muchos más continuaron sin
incomodarse en su actividad, su vida social y sus diversiones, como si
nada hubiera pasado. Esto constituye culpa moral, concluye.
La imbricación
con el Mal absoluto
Plantear la responsabilidad colectiva en relación con los
genocidios lleva inevitablemente a la formulación de preguntas
peligrosas, preguntas contaminadas, en el mejor sentido del término,
por la obsesión dedescubrir en la palabras y las cosas la marca
de aquella pesadilla de civilización y barbarie que desvelaba a
Benjamin.
En Notas sobre perdón y olvido, Alejandro Kaufman medita sobre
un tema perturbador: el modo en que afecta a diferentes sociedades la
imbricación con el Mal absoluto, entendido como una fisura insoluble
en la continuidad histórica, en el tejido social y en la tradición
de una cultura. Cuando el mal se ha irradiado en todas las direcciones
(caso de Alemania, pero también, en un grado menor, de Francia
y de la Argentina), las sociedades quedan heridas de muerte durante
décadas y generaciones. Kaufman no vacila en la definición.
Se trata, dice, de sociedades culpables, en las que los crímenes
requirieron desde la participación directa hasta el consentimiento
mudo de millones de personas.
El colaboracionismo con los crímenes de Estado: he aquí
un tema que incomoda, un atentado a las certezas tranquilizadoras, un
sobresalto para las almas bellas. Que seguirán invocando
la mística de los pueblos que jamás se equivocan,
sin advertir que el pasaje de la razón épica a la razón
instrumental (tecnocracia capitalista y sometimiento de la naturaleza)
terminó convirtiendo el sueño de la Modernidad en la catástrofe
de la historia.
Una historia
desaparecida
Las suturas del pasado a través de los usos del olvido vuelven
imposible el desciframiento del presente, allí donde el pasado
no cesa de resurgir. Desde el campo intelectual queda una deuda: instalar
el debate acerca de los modos de la complicidad en la Argentina y, por
esa vía, construir interrogantes fundamentales sobre las relaciones
sociales, la dominación, los sujetos. La falta de palabra y de
reflexión crítica en relación al colaboracionismo
compone una parte de la historia que se ha hecho desaparecer,
una historia ausente, un no-relato explícito que, por
el deliberado intento de ignorar datos, correspondencias y lenguajes,
termina siendo, también, una forma de dar cuenta de aquello que
hizo posible el genocidio.
Como señala Casullo,
pareciera haber quedado `inadvertidamente cancelado un pensar
por las preguntas que importan, por las respuestas últimas, por
nuestro propio decir entre las ruinas de las palabras. Para el autor
de Modernidad y cultura crítica, la crisis de un lenguaje reflexivo
se expresa en la incapacidad de recobrar la palabra para un pensar-historiar
lo acontecido, en relación con ciertos temas cruciales. Entre
ellos: la complicidad ideológica con la represión
de gran parte de la sociedad argentina, el cierre de la historia
que pretenden los poderes oficiales y, también, el
burocratismo político, que solemnizó el tema en efemérides,
para tapiar su vasta galería de indiferencia, colaboracionismo
y definitiva muerte ética de la política civil en la Argentina
durante la dictadura.
Se trata de hacer consciente, en el campo de la crítica y la cultura
política, aquello que la historia se ha encargado de demostrar:
ningún genocidio puede consumarse sin el consentimiento de las
grandes mayorías. Pasó en la Alemania nazi, en la Francia
ocupada por las tropas de Hitler, en la Argentina del terrorismo de Estado.
Acerca de las causas que empujan a las masas a dar su apoyo a las políticas
genocidas reflexionaron medularmente los filósofos de la Escuela
de Frankfurt, especialmente Theodor Adorno, Max Horkheimer y Walter Benjamin.
Sus escritos y ensayos son referencia obligatoria si se pretende abordar,
desde una perspectiva abarcadora, la complejidad del fenómeno.
El fracaso
de la Modernidad
Aunque no alcanzó a ver todo el despliegue de la barbarie
nazi (se suicidó en 1940), Benjamin pudo anticipar la catástrofe
que se avecinaba cuando vislumbró en el capitalismo los signos
del mal: la fetichización de la mercancía, la fascinación
por el consumo, la mercantilización de las relaciones sociales,
el declive del intelecto, la búsqueda del bienestar individual
exacerbada por los medios de comunicación y la industria cultural,
el vaciamiento ético, el quiebre de la solidaridad. Benjamin descifró
en la trama de su época que el capitalismo forma productiva
de la Modernidad representaba el infierno secularizado.
Ricardo Forster tensa el análisis benjaminiano al conjeturar que
el rasgo más perverso del infierno en la Modernidad quizá
sea su posibilidad de sustraerse a la percepción directa de los
hombres que lo padecen, ocultándose en el hechizo que produce el
reino de las mercancías y el consumo. Al contaminar todas
las esferas de la vida, el infierno se borra de la conciencia de los hombres,
se convierte en vivencia cotidiana, es decir, indiscernible como experiencia
del mal. De ese modo se preparan las condiciones para la aparición,
en el siglo XX, del idiotismo moral que está en las bases de las
políticas genocidas.
Dos años después de terminada la Segunda Guerra Mundial,
cuando ya la catástrofe anunciada por Benjamin se había
consumado en los campos de exterminio nazis, Adorno y Horkheimer desarrollaron,
en Dialéctica del Iluminismo, su crítica a la razón
instrumental. Allí aportaron las claves que permiten entender por
qué caminos lo que se planteó como el gran sueño
de la Modernidad el progreso civilizatorio a través del desarrollo
industrial y tecnológico iba a culminar en Auschwitz. Es
decir, en el quiebre de la civilización.
En Alemania, tres generaciones vienen reflexionando sobre la responsabilidad
social ante la Shoah. La ya célebre querella de los historiadores,
que inauguró Jürgen Habermas hace más de una década,
sigue abriendo camino a la confrontación de ideas, al debate y
a los aportes teóricos, en relación con el tema. En Francia,
al día siguiente de la Liberación, el campo intelectual
fue sacudido por un debate volcánico, en el que se enfrentaron
los partidarios de la justicia (que implicaba el castigo a los colaboradores)
con los de la caridad (que posibilitaba el perdón).
De un lado, Albert Camus; del otro François Mauriac.
La investigación de las diversas formas de colaboracionismo con
los nazis en que se vio implicada la sociedad francesa (profesores, periodistas,
escritores, empresarios, jueces, abogados, intelectuales, artistas) empezó,
aun antes de finalizar la guerra, con la llamada depuración,
tema desangelado de Hiroshima, mon amour, aquel inolvidable film de Marguerite
Duras. Aún hoy la controversia acerca de la conducta del mundo
intelectual, durante la ocupación, sigue partiendo aguas entre
los hombres de la cultura.
En la Argentina, por el contrario, la historia parece haber quedado congelada.
No sólo se evade la polémica ante cualquier tipo de disidencia
con los relatos oficialmente consagrados, sino que persiste, en general,
la falta de un pensamiento crítico capaz de articular el pasado,
de reconstruir la historia, de terminar con los bolsones de silencio
que impiden, para decirlo con Benjamin, adueñarse del recuerdo
tal como éste relampaguea en un instante de peligro (...) aquel
en que los vencidos de la historia captan, en una iluminación repentina,
que el sentido de su pasado les va a ser robado. No se ha planteado,
en fin, la gran pregunta que dejan tras de sí los genocidios: ¿cómo
fue posible que eso sucediera?
Distracción del campo intelectual, en sentido amplio.
Pero, también, algunas excepciones artículos y ensayos
que constituyen una valiosa aproximación al tema.
Por ejemplo, en La crítica política y los descentramientos
de la memoria, Sergio Caletti reflexiona sobre los dos relatos socialmenteproducidos
en los años posteriores a la dictadura (teoría de
los dos demonios y teoría de las víctimas inocentes)
y puntualiza, como rasgo común, que ambos despejan el camino para
que la sociedad se autoexcluya, es decir, se ponga al margen
de los hechos. Las interpretaciones que prevalecen en la extensa
superficie social configuran, desde este punto de vista, una pieza narrativa
más de aquel discurso general del `yo no sabía nada
que, durante largos años, causara en tantos sobrevivientes un desasosiego
apenas menor que el genocidio mismo. Para este autor, la explicación
de lo que fue una conducta generalizada en la etapa postdictadura remite,
en forma directa, a un tema que no ha sido saldado: la complicidad
que sostuvo una porción muy amplia de la sociedad argentina con
la dictadura militar.
Las grandes
maniobras
Cuando Jaspers, en su distinción de los distintos niveles
de culpa, habla de la responsabilidad política, se refiere al tipo
de gobierno que una sociedad tolera o promueve. En el caso de Hitler,
al que alude, se sabe que fue la votación masiva del pueblo alemán
la que permitió el ascenso del régimen nazi. Si bien el
caso argentino no puede ser mecánicamente identificado con el de
Alemania acá no hubo elecciones, sino golpe de Estado, por
ejemplo existió en nuestro país una responsabilidad
política inexcusable de la mayoría de los partidos en la
implantación y el sostenimiento del régimen genocida. Lo
mismo puede decirse del papel jugado por amplios sectores del poder económico,
judicial y eclesiástico; de la prensa, de las corporaciones sindicales,
del mundo de la cultura, el deporte y el espectáculo. En lo que
atañe a la responsabilidad moral (siguiendo con las categorías
de Jaspers), también fue verificable que, frente a quienes resistieron,
poniendo el cuerpo, en algunos casos, o tratando de no perder el alma,
en otros, hubo una abrumadora mayoría que se hizo cargo, indirectamente,
de la racionalidad discursiva que la dictadura puso en marcha y aun, directamente,
de los objetivos que persiguió.
¿Cómo pueden entenderse, si no, fenómenos de adhesión
masiva como los que configuraron el Mundial de Fútbol de 1978,
el Mundial Juvenil de 1979 o la guerra de Malvinas? ¿Qué
idiotismo moral, como diría Benjamin, fue necesario
para amasar el delirio y la sangre, los festejos en medio de campos de
concentración? ¿Cómo dar cuenta de esos millones
que invadían las calles, los estadios, las plazas, agitando banderas,
gritando ¡Argentina!, vivando dictadores?
Quizá haga falta recordar que la manipulación de masas a
través del deporte ha sido siempre un recurso de los gobiernos
dictatoriales. En la Argentina de los años 30 fue funcional
al régimen de Uriburu. En la Italia fascista, el Mundial de Fútbol
de 1934 ayudó a consolidar el gobierno de Mussolini. En Alemania
nazi, las Olimpíadas de Munich, en 1936, lograron que se exaltara
hasta el paroxismo la figura de Hitler.
En la Argentina del terrorismo de Estado, el fervoroso apoyo colectivo
al Mundial del 78 sirvió ampliamente a los objetivos de la
dictadura: limpiar su imagen ante el mundo y lograr la unión
nacional. La batalla contra quienes adentro y afuera del país
denunciaban las torturas, los secuestros, las violaciones, los campos
de concentración y la denominada muerte argentina es
decir, el método de la desaparición se iba a ganar
en los estadios de fútbol.
En el libro La voluntad, de Eduardo Anguita y Martín Caparrós,
se cuenta que, durante el Mundial del 78, un grupo de prisioneros
de la ESMA (entre los cuales estaba Graciela Daleo) fue sacado del centro
de torturas y trasladado, en una caravana de automóviles, para
que vieran el fervor popular, como diría el Tigre
Acosta a los secuestrados. El fervor eramucho mayor que todo lo
que Graciela hubiera podido imaginar (...) Tanta gente en la calle, tanto
entusiasmo patriótico. En ese momento, en todo el país,
millones de personas daban los mismos gritos, revoleaban banderas, se
besaban, eran felices, se felicitaban, estaban orgullosos de ser argentinos,
relatan Anguita y Caparrós. Al contemplar aquel carnaval rocambolesco,
Graciela Daleo se desplomó, llorando en silencio. Era difícil
sentirse más sola, contaría después.
Varios años más tarde, la recuperación
de Malvinas, en nombre de la soberanía del pueblo argentino
iba a poner en juego, nuevamente, el viejo recurso de los dictadores:
la apelación al nacionalismo y la captación, por esa vía,
de la voluntad de las masas. Igual que en el Mundial, las multitudes ganaron
las calles, en un vértigo triunfalista que todo lo avasallaba,
especialmente la capacidad de reflexionar y discriminar. Si antes se aplaudían
los goles, ahora se celebraban los fuegos de metralla, las bombas, las
bajas en las filas enemigas. Una operación perfecta: la Patria
por encima de todo, como un más allá de la memoria, de los
cuerpos vejados, torturados, arrojados de la vida. ¿Qué
artilugio de la razón podría explicar el aval otorgado a
un régimen genocida para que emprendiera la guerra de Malvinas
o cualquier otra guerra? ¿Acaso la apelación a las
legítimas reivindicaciones nacionales era suficiente para
borrar la mancha del origen, para no ver que el terror impune del comienzo
ya tenía inscripto su final?
En su libro De la guerra sucia a la guerra limpia, León Rozitchner
analiza el significado profundo de ese pasaje. Los militares intentaron
elevar a la representación política los asesinatos
y los desaparecidos. Para ello tuvieron que desarrollar también
una representación equivalente: la representación
de la guerra de Malvinas (...) Para enaltecer su cobardía
y ocultarla, a la masacre interior impune y frente a un enemigo desarmado
la llamaron también guerra. Y con esa ilusión
pasaron de la guerra sucia interior a la guerra `limpia
exterior.
Suponer que quienes habían perpetrado el exterminio de miles de
opositores políticos, entregando la riqueza y la soberanía
de un país por vía de un modelo económico atado al
poder financiero internacional, que esos mismos militares genocidas podían,
de pronto, transformarse en paladines de los justos reclamos de
un pueblo, fue parte de la trágica confusión por
llamarla de algún modo que atravesó a gran parte de
la sociedad argentina.
¿Qué efectos tuvo en el imaginario colectivo ese pasaje
analizado por Rozitchner de la guerra sucia a
la guerra limpia? Quizá puedan arriesgarse algunas
hipótesis. Mediante la guerra que se proclamaba limpia
se podían separar los crímenes anteriores los de la
guerra sucia de esa gesta gloriosa de recuperación
de la soberanía; aunque ambos los crímenes y la recuperación
fueran obras del mismo autor. De este modo, quedaba desdibujado el verdadero
carácter de la dictadura. Lavada en el concepto de Patria sería
posible construir una memoria alrededor de lo que sí se podía
recordar. La cruzada soberana aportaría héroes,
celebraciones, efemérides, banderas. Y también muertos.
Muertos legítimos que ayudarían a tapar la inconveniente
memoria de esos otros muertos los desaparecidos, los que debían
ser negados para no enfrentarse, como sociedad, con las propia miserias,
los silencios, el consentimiento. Al inscribir los nuevos muertos
en la guerra de Malvinas, como si se tratara de una guerra por la conquista
de una porción de nuestra soberanía, elevaremos el dolor
de estas nuevas madres al nivel político: los hijos verdaderos
de la patria son los que han muerto, mandados una vez más por los
militares, por la Nación. Serán los muertos legítimos,
estos que los militares pueden confesar, dirá Rozitchner.La
derrota de Malvinas echó por tierra este tráfico de olvidos
y memorias, impidió olvidar aquello que era imposible dejar de
recordar, acumuló muertos sobre muertos, complicidad sobre complicidad.
Un fresco
bruegheliano
En su Pequeño recordatorio para un país sin memoria,
Osvaldo Bayer da cuenta del modo en que lo siniestro marcó toda
esa época. A la manera de Karl Kraus, su texto avanza por la historia,
preciso e implacable como un bisturí. Junta al asesino con su crimen,
nombra a los señores de la muerte, desnuda sus múltiples
rostros. Pero se detiene allí donde otros prefieren pasar de largo,
ese lugar donde los gestos, las palabras, los silencios, las conductas,
van dibujando el mapa de las complicidades sociales. Todo un memorial
del involucramiento: las saturnales futboleras, la plata dulce,
los viajes a Miami, el déme dos, el hedonismo consumista
de la clase media, los argentinos derechos y humanos, el patrioterismo
ante la guerra de Malvinas, los soldados enviados a la muerte, los intelectuales
sirvientes del poder, el por algo será como legitimación
del genocidio. Un gran fresco bruegheliano de los rostros y las
almas de toda una sociedad argentina convicta de filicidio y despojo,
de oportunismo y aprovechada superficialidad. Los rostros y las almas
y las voces de quienes acompañaron el crimen, se callaron o lanzaron
una cohetería fraseológica para no perder, pero que en el
fondo no hicieron otra cosa que servir de coartadas al régimen
criminal, resume Bayer. Su Recordatorio, leído en el Coloquio
de Maryland (EE.UU.) que, en diciembre de 1984, reunió a un grupo
de intelectuales argentinos, trazó una divisoria de aguas entre
las concepciones del campo cultural respecto de las marcas dejadas por
la dictadura. Saúl Sosnowski, organizador del encuentro (del que
participaron, entre otros, León Rozitchner, Tomás Eloy Martínez,
Noé Jitrik, Tulio Halperín Donghi, Beatriz Sarlo, José
Pablo Feinmann, Liliana Hecker, Luis Gregorich, Kive Staiff y Juan Carlos
Martini), relataría después: El clima fue tenso ya,
antes de la inauguración. Se perfilaban estrategias de enfrentamiento
y distensión; acusaciones por denuncias y silencios, por permanencias
y desplazamientos geográficos (...) El recordatorio implacable,
las equívocas actuaciones y los gestos ambivalentes, el tono mordaz
y el gesto sardónico, la mirada violenta y la postura azorada,
marcaron diversas instancias del encuentro. Sin embargo, lamentaría
Sosnowski, en los años que siguieron a esa reunión no
hubo, no se pudo o no se quiso hacer un análisis riguroso
de lo acaecido en el campo intelectual. Más bien parecía
que se anhelara que el `tema como tantos otros cubriera
una fugaz trayectoria y `desapareciera entre las constelaciones
retóricas de las tareas por realizar `para una plena reconstrucción
nacional. No parecía haber tiempo para reflexionar.
En pocos meses, ya había caducado el interés por los temas
centrales que se habían planteado en Maryland: el apoyo al golpe
militar de una visible franja de la sociedad, la subversión de
los valores éticos como efecto del terror, los clamores desenfrenados
durante el Mundial del 78, el exilio frente a la permanencia dentro
de las fronteras, la posibilidades, opciones o necesidades vitales de
salir o quedarse, la manipulación a que
se sometieron amplios sectores sociales en el caso de la guerra de Malvinas,
las consignas abyectas, la denigración de las Madres de Plaza de
Mayo, que oponían sus legítimas redes de resistencia contra
las perversiones del poder. Lo preocupante no era la transitoriedad de
las modas, sino el hecho de que hablar de las sinuosas fracturas
que sufrió el país se convirtiera en materia de rápida
digestión y descarte.
Usos de la
memoria como políticas de olvido
Lo ocurrido en los años trágicos del terrorismo de
Estado configura una cadena de episodios que comprometieron, de un modo
u otro, a casi toda la sociedad. Sin embargo, muy pocos parecen hacerse
cargo de ese compromiso. Trabajados por el olvido, significamos
nuestra existencia, reflexiona Jacques Hassoun en Los contrabandistas
de la memoria. Dicho de otro modo, hay un presente que se construye a
partir de aquello que deliberadamente se obtura en el recuerdo. Ese presente,
con sus cancelaciones, sus espacios en blanco, sus zonas difusas, sólo
permite ver, en el pasado, aquello que no lo contradice. Esos momentos
que dejarían al desnudo nuestras propias distracciones ante el
poder, esas acciones, omisiones, negligencias, que podrían distorsionar
la imagen que los espejos nos devuelven.
Los sobrevivientes nos sentíamos culpables. No podíamos
dejar de preguntarnos qué cosas habíamos dejado de hacer
para impedir que avanzara el autoritarismo, y cómo había
transcurrido entonces nuestra vida. Desde una mirada introspectiva,
el dramaturgo Roberto Cossa pone en juego la moral de la palabra allí
donde está ausente la palabra de la moral. Ese relato, en registro
confesional, quiebra la ley de la omertá en el campo intelectual,
abriendo, quizá sin proponérselo, todo un camino de reflexión
acerca de los usos de la memoria.
Inevitable pensar en Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, quien habló
de la ceguera voluntaria, una práctica extendida entre
la mayoría silenciosa alemana, que consistía en intentar
saber lo menos posible y, por esta razón, no hacer preguntas.
Los elementos de información fueron sofocados por el temor,
el deseo de ganancia, por la ceguera y la estupidez voluntarias,
escribe en Los hundidos y los salvados. Pero no encuentra otra palabra
para describir su propia actitud la víspera de su arresto en Italia.
Si se quería sacar algún provecho de la juventud que
aún bullía en nuestras venas, no nos quedaba otro recurso
que la ceguera voluntaria. Nuestra ignorancia nos permitía vivir.
Qué parecidas suenan estas palabras a aquellas de Todorov. ¿Busqué
saber? Estaba demasiado feliz con mis pequeños privilegios para
arriesgarme a perderlos simpatizando con las víctimas del régimen,
escribió.
Usos de la memoria, decíamos. Roberto Cossa y una elección
ejemplificadora: no caer en la tentación de la inocencia, ese subtexto
que aparece en los discursos sociales cuando se plantea la necesidad de
reconstruir la memoria. Lo paradójico de este reclamo, hoy generalizado,
es que al reducir el tema a sus casos límite, a sus aspectos tribunalicios
o a sus aspectos delincuenciales, se vuelve imposible. En la reflexión
de Caletti, la sociedad se significa a sí misma como una
sociedad de inocentes ciudadanos dedicados a sus labores que, sorprendida
por bandas de forajidos, intenta 20 años después reestablecer
principios generales y elementales de justicia y de institucionalidad
ante aquellos vejámenes.
La memoria, así reconstruida, no sería más que otra
versión de la teoría de los dos demonios, ese
cielo protector de los ciudadanos honestos. Ni culpas morales ni responsabilidades
políticas. Sólo culpas penales, jurídicamente cuantificables,
clasificadas, ordenadas y especificadas por el respectivo código.
Desde el punto de vista penal, Videla es culpable por haber planificado
y ordenado el crimen. Pero, como apunta Kaufman, el inmenso cortejo que
hizo posibles las órdenes de Videla no es enunciable en términos
penales. De este modo, la verdadera magnitud del mal, del que es
tan responsable Videla como jueces, empresarios, dirigentes políticos,
eclesiásticos, profesores... se torna irrepresentable. Es imposible
encarar ninguna cuestión que merezca llamarse ética o moral
sin poner en evidencia el fondo monstruoso que mora en la sombra.Los
otros testigos
Los siguientes
testimonios forman parte del documental Los vecinos del horror. Allí
se incluyen entrevistas realizadas a personas que, durante la dictadura,
vivieron en las inmediaciones de algunos campos de concentración
(El Olimpo, Automotores Orletti, Pozo de Banfield, Pozo de Quilmes y otros),
separadas, a veces, apenas por una medianera o un baldío. El film
fue uno de los trabajos presentados durante el coloquio El pasado
hoy: más que memoria, que se realizó en la Facultad
de Derecho de la UBA, en 1996.
Nosotros
no sabíamos nada, nunca vimos nada.
¿A qué distancia vivían ustedes del campo?
A media cuadra, más o menos.
¿Y nunca se imaginaron lo que allí pasaba? ¿No
vieron nada raro?
Bueno, algunas noches se escuchaban gritos, o había movimientos
de coches que entraban y salían. Pero, le repito, nosotros no sabíamos
nada.
En la época
de la dictadura, a mí, gracias a Dios, nunca me pasó nada.
Los militares requisaban los colectivos, pedían los documentos,
siempre andaban haciendo preguntas. Era en esa época, cuando estaba
el Pozo de Banfield. Pero nosotros no sabíamos nada. Ni por la
vereda podíamos pasar.
¿Ustedes se imaginaban que eso era un centro de detención?
Bueno, a las tres o cuatro de la mañana venían esas
camionetas grandes. Nosotros veíamos que bajaban gente y la metían
adentro. A veces se sentían gritos, voces fuertes (...) Una vez
se escaparon cinco presos y a pocas cuadras los mataron a todos.
¿Cómo era el barrio en esa época?
Para mí, era bueno, porque ahora, con la cuestión
de los ladrones, de los borrachos, de todos esos drogadictos que andan
por ahí, uno no puede estar tranquilo. Antes era mejor.
Pero estaba el Pozo de Banfield...
Sí, pero a mí nunca me hicieron nada. Yo trabajaba
y si mataron gente, por algo los mataron, alguna cosa tienen que haber
hecho.
Movimiento
no se veía y eso que yo solía pasar por acá a las
tres o a las cuatro de la mañana. Pero todo esto lo tapiaron, cerraron
todas las ventanas.
¿Nunca escuchó lo que pasaba adentro?
Una sola vez sentí a uno que se quejaba. Decía: basta,
basta, no me peguen más.
¿Y usted qué se imaginó?
Pensé que sería algún ratero al que estaban
golpeando. Pero nunca me imaginé que esto era un centro de tortura
tan criminal.
Final con
preguntas
Usos de la memoria. Pero también, como descifra Roland Barthes,
aquello que el lenguaje obliga a decir. Queda al desnudo,
entonces, todo el dispositivo de silenciamiento y negación, de
mediaciones y transacciones que demandó la convivencia con lo siniestro
en la Argentina de la dictadura. Mecanismos y estrategias destinados a
dar por no sabido aquello que se sabía, a dar por olvidado aquello
que no olvida ni se olvida.
Durante el proceso de Nuremberg, uno de los reos, Ernst Janning, ministro
de Justicia durante el régimen nazi, develó el acoso de
suspropios fantasmas. ¿No sabíamos? ¿Cómo
que no sabíamos? ¿Acaso no escuchábamos las sirenas,
los pedidos de ayuda, los gritos en la noche? ¿Eramos ciegos, sordos,
mudos? Quizá no conociéramos los detalles pero si no sabíamos
era porque no queríamos saber.
En Nuremberg, Janning juzgó en sí mismo al resto de los
alemanes que hicieron posible la existencia de los campos de exterminio.
Como aquel guardián de Treblinka del que habla Todorov. Yo
no quería ver nada. Sí, creo que muchos hacían como
yo. Era eso lo mejor que podía hacerse, usted sabe, hacerse el
muerto. Pero era así como se hacían, también,
los muertos. En Alemania, y en la Argentina.
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Universidad
Popular Madres de Plaza de Mayo
Rectora: Hebe de Bonafini
Director Académico: Vicente Zito Lema |
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