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Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo Alfredo Grande
Pienso,
luego existo. Pero si pienso cómo existo, entonces no pienso más. Amar el odio. Paradoja que debe ser sostenida en tanto nos abra el camino de una reflexión que sea, o al menos lo intente, análisis de nuestra implicación como odiantes. Si es cierto que hay que hablar de la soga en la casa del ahorcado, no es menos cierto que hay que hablar del odio en la casa del enamorado. Enamorado del amor, porque en estos tiempos son muy pocos los que sostienen el enamoramiento y menos aún los que sostienen el amor. El amor a las personas, el amor entre los sujetos, ha dejado el paso a inclinaciones, predilecciones, buenas ondas, químicas y físicas de la afinidad, resonancias corporales, multiplicaciones erógenas. Si al amor se lo sostiene como el fundamento de toda relación vincular entre los unos y los otros, cada vez más tiende a una forma franciscana del amor. Es más un decreto de necesidad y urgencia del sujeto que una forma concreta, social e histórica de relación entre los humanos. Si la realidad es compleja, pero en modo alguno complicada, podemos decir que la cultura actual sostiene simultáneamente la crueldad como forma única de la violencia, y el amor como forma única de la resistencia. Amar es un mandato, odiar es un tabú. La cultura actual de la crueldad odia el odiar y ama el amar. Contradicción lógica que condiciona en el sujeto la forma actual de una actividad siempre vuelta contra sí misma, que algunos denominan parálisis. Parálisis que termina siendo la más profunda atonía afectiva, una especie de autismo de los sentimientos, pero al mismo tiempo su más profunda negación. Hay que obligarse a amar, obligarse a desear, obligarse a obligar. El sujeto sabe que todo lo obligatorio es un dispositivo para su desdicha, pero sobrevive con la convicción encubridora de que sin obligaciones cada uno haría lo que le gustaría, lo que se le cantara, y tiene miedo de desafinar. Ya no aspira a lo sublime, pero sigue temiendo al ridículo. Es mejor lo que no gusta y es peor lo que gusta. Cuanto peor, mejor. Hay que pasar el invierno, el verano, el otoño, aunque cada vez queden menos primaveras. En tanto el odio está prohibido, degradado, desvalorizado, culpabilizado, la resistencia a la opresión pierde una fuente de energía extraordinaria. La confusión nada ingenua entre paz y tregua contribuye decididamente a este mecanismo. El odio queda restringido, y aun así con muchas limitaciones, a los vientos de la guerra. Pero es un odio que, como veremos, ha perdido su nivel fundante. Es un odio que se institucionaliza en un nivel convencional encubridor. Lo que realmente interesa a los efectos de pensar en políticas de liberación del sujeto (siempre social e histórico) es el destino del odio en los tiempos de la tregua. Aquello que las diferentes formas de la guerra (imperialistas o de emancipación) habían puesto en la superficie, las diferentes formas de tregua vuelven a sepultar. El sujeto ignora que no se trata de política sino de guerra, y por lo tanto no se puede hablar nunca de paz, apenas podemos hablar de tregua. A esta democracia que se pretende no adjetivada bien podríamos adjetivarla como sucia. El contrato social tiene su versión flexibilizada y contable, y tiene como único objetivo el genocidio financiero. Que busca su propia fortaleza buscando blindaje internacional. Y reconciliación nacional. A la deuda externa no solamente está prohibido odiarla: también hay que honrarla. Honrar, honra. Los honrados funcionarios que aseguran la continuidad jurídica del Estado, aunque nada les importe la continuidad biológica de las personas. Por lo tanto, tampoco habrá continuidad psicológico-social. Seguirán desapareciendo generaciones, y será eternamente cierto que nunca volverán las oscuras golondrinas. Excepto bajo la forma de capitales golondrina, denominación estéticamente más bella que capitales buitres, o capitales hiena. La dominación también tiene su estética, aunque algunos denominan a esto publicidad. Y será premiado el que logre la forma más bella de sometimiento a las prácticas depredadoras del marketing. La democracia sucia instituye el anatema del odio, de la bronca, de la furia. Los estallidos son cuidadosamente vigilados, y toda forma de corte con el modo de producción capitalista, aunque sea en la cruda materialidad de un corte de ruta, es castigado hasta con la muerte. Si de honrar se trata, honremos a Aníbal Verón, mártir de Tartagal, y a las víctimas de los que buscando nichos del mercado han construido un mercado de nichos. Que pueden ser recuperados comercialmente, como cementerios privados, el último country. Como toda forma de democracia, la sucia prohíbe odiar. Simultáneamente, construye legiones de rencorosos y de resentidos. Construye condiciones imposibles para que germine el amor, pero luego decreta el imperativo histórico de amar. Los pocos que pueden reconocer en sí mismos la condición de odiantes soportan procesos de exclusión como si fueran portadores de un virus que puede contaminar toda forma de sociabilidad. Si es cierto que en el terrorismo hay odio, no es cierto que el único devenir del odio sea el terrorismo. Las tópicas del odio no se resuelven solamente en su expresión directa, cuando toman la forma de impulsos destructivos hacia el afuera. Habitualmente, el odio, que es un personaje del cual nadie quiere ser autor, busca el único camino que nadie puede prohibirle: impulsos destructivos hacia el adentro. Esto puede denominarse depresión, ataque de pánico, enfermedad psicosomática, síndrome de fatiga crónica, son todas fatigadas crónicas de un suicidio anunciado. Si es cierto que hay amores que matan, nunca mata más el amor que cuando tiene como meta el ocultamiento del odio que el sujeto tiene prohibido expresar. Está adoctrinado de tal modo que si llega a expresar su odio siente que tiene agarrada una bomba que explota en la mano. Está adoctrinado de tal modo que piensa que el odio destruye especialmente al que odia. Está adoctrinado en que el odio, el rencor y el resentimiento son lo mismo. Está adoctrinado para vivir en la confusión, y ya sabemos que a río revuelto, ganancia de los pescadores que ahora practican el telemarketing. No pretendo realizar un elogio del odio. Pero al escribir esto, me doy cuenta de que es exactamente lo que pretendo. Elogiarlo que no es lo mismo que idealizarlo. La idealización del odio termina siendo una vuelta contra sí mismo, termina el sujeto apuntando al blanco equivocado, y si alguna vez se quemó con leche, no llora al ver una vaca sino que prefiere matarla.
El odio es mucho más preciso que el amor. Si el amor es ciego,
el odio tiene una excelente visión. Y es convertido en anatema
por lo mucho que abre y no por lo poco que cierra. Sostener el odio en
una sociedad que ha transformado la hipocresía, el cinismo y la
cobardía en políticas de Estado es sostener el lugar del
idiota del pesebre. Idiota que no solamente dice que el rey está
desnudo, sino que además lo odia por haber transformado el amor
de su pueblo en una estrategia para someterlo, explotarlo y envilecerlo.
El odio como discriminador. Si la Biblia lloraba contra un calefón, lo hacía porque cuando el poeta escribió Cambalache, los calefones se colocaban en el baño. La Biblia lamentaba su destino de papel higiénico. La Biblia había podido discriminar con exactitud para qué usarían la suavidad de su papel. Por eso lloraba. Tratándose de un texto sagrado,difícil sería establecer si odiaba al que utilizaría sus páginas para limpiarse. Pero, a no dudarlo, lloraba. La discriminación es la primera operación mental que el Yo debe sostener para mantener la vida. Sostener la autoconservación, mantener la vida cuando recién empieza y cuando está más amenazada, intento en el que más de 55 bebés por día fracasan en la Argentina, sólo es posible discriminando que es lo que sostiene la vida y que es lo que la amenaza. Sigmund Freud, genio que marcó los límites del individualismo burgués al decir de León Rozitchner, señala que el odio es anterior al amor y que además tiene una génesis diferente. El más primitivo Yo, que Freud denomina Yo de Realidad Inicial, odia aquello que amenaza la autoconservación. En una implacable lógica binaria, lo que ataca la vida es odiado, lo que defiende la vida es amado. Cuando la institución de la maternidad puede organizarse como cuidados al bebé, hay un amor que apaga con leche el fuego del hambre. El odio primitivo, el terror sin nombre, la dimensión traumática del nacimiento, el llanto desesperado con el cual el bebé recibe la nueva materialidad de haber sido parido, es aplacado una y otra vez hasta que la producción de la sonrisa da cuenta del primer encuentro amoroso. El odio será entonces, secundario a la pérdida real o fantaseada, momentánea o definitiva, del primer amor. Los indicadores del odio primitivo, aquel que daba cuenta de la amenaza a la propia vida, quedan sepultados en la exuberancia de la posesión amorosa materna. Ese vínculo inicial dejará una marca que toda dependencia futura podrá buscar y, a no dudarlo, encontrará. La Santa Madre Iglesia será una de las que con más ahínco busque en cada sujeto las marcas del desvalimiento, y al sólo efecto de acentuarlo y profundizarlo. Más malo que pegarle a una madre, y si es a una santa madre, tan malo que sólo puede merecer el infierno, primer chupadero reconocido. Incluso la lógica de la autoconservación es atacada, y la cultura represora señala como egoísta al que se ocupa demasiado de sí mismo. La santidad es sinónimo de ataque contra la propia conservación. En estos casos podemos hablar de inmolación, en tanto la muerte es una forma de conseguir otra vida. Para reinos que no son de este mundo. ¿Cómo se puede odiar al que amenaza la vida, si la pobreza es una bienaventuranza? Al César lo que es del César, es decir, mi vida, mi honra, mi familia, mis dos mejillas, mis dos nalgas, mis hijos, mis esperanzas... ¿Queda algo para Dios que no sea dolor y desesperación? Si los que van a morir te saludan, o al menos te votan, no ya como gladiadores sino como contribuyentes del Imperio, no hay lugar habilitado por la cultura para expresar el odio que el Yo primitivo tenía reservado para todo aquello que atacara la vida. Porque me quieres, me aporreas, entonces ¿cómo odiarte? Dormiremos con el enemigo, más allá de sus ronquidos y que nada asegure que podamos despertarnos vivos. Ni siquiera nos animaremos a pensarlo como enemigo, porque las categorías fundantes han sido trastrocadas para siempre. Solamente podemos pensar en adversarios, en los leales competidores donde los mejores ganan y los peores pagan los impuestos al consumo residual. Nadie saca los pies del plato, aunque cada vez nos queden menos dedos. Cuando sea delito pedir sueldo, ya será tarde. Porque seguramente alguno estará pensando en un fuero laboral-penal para perfeccionar la perspectiva judicial de la protesta social. En tanto la génesis del odio es silenciada, el sujeto solamente podrá procesarlo odiándose a sí mismo por odiar. Entonces se sentirá culpable. Culpa que nuevamente pone en riesgo la autoconservación, porque siempre está acompañada de sensaciones de impotencia, parálisis, confusión. Tiene prohibido odiar, pero tiene permitido culparse. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Y esta culpa es una forma de mantenerlo como sujeto escindido de los colectivos sociales a los que pertenece, es decir, lo mantiene en una forma larvaria denominada individuo. Aislado, sumiso, arrodillado, pidiendo perdón por lo que nunca se animará a realizar. Pero sin odiar a nadie, siempre en laobligatoriedad de amar amando aunque en un saber no sabido intuya que son muy pocos los que son dignos de ese amor. El propio sujeto tampoco se siente digno de ser amado. ¿Cómo entonces podrá encontrar dignidad en el odio? Amar y honrar la deuda. La primera operación por la cual el sujeto sepulta la discriminación entre lo que ataca la vida y lo que defiende la vida es el tabú de odiar. Pero esta operación, si bien necesaria, no es suficiente. Hay que continuarla decretando, por las buenas y si es necesario por las malas, que hay que amar al enemigo. Insisto: está prohibido odiarlo, pero además hay que amarlo. Nada de abstenciones o de ir al kilómetro 501. Si no están conmigo están contra mí. Y cuanto peor sea su conducta, cuanto más miserable sea, cuantas más medallas tenga en el escalafón de la maldad, más hay que amarlo. No solamente le doy la otra mejilla para que pueda repetir, si es posible perfeccionado, el sopapo. También besaré la mano que me castiga, porque no hay mérito alguno en besar y amar la mano que acaricia. Y mucho menos cortar la mano del ladrón, ¿porque con qué mano jurarían los funcionarios? Los acreedores deben ser honrados, aunque ellos no perdonen nuestras deudas. Excepto que demostremos que somos tan pero tan miserables que ni cobrarnos pueden. Por lo tanto disfrutaremos del Jubileo del Milenio, demostrando que somos demasiado pobres para poder aspirar a ser honrados. El amor al que no lo merece ha tenido consecuencias trágicas, no siendo la menor el conocido por algo será, donde la víctima tenía la absoluta responsabilidad de su destino. Se lo había buscado y lo había encontrado. Si buscaban el palo, al menos les clavaron las astillas. Pero la democracia además de no animarse a odiar a los genocidas cívicos militares, también les entregó muchas pruebas de amor. Cuchi cuchi obediencia debida, de quién es esa boquita punto final, contigo pan, indulto y cebolla, pero preferiblemente de verdeo. El mandato de la reconciliación, de la pacificación, de la unidad nacional, es una forma apenas deformada del mandato de amar a los enemigos. Yo creo que al enemigo sí justicia. Pero justicia popular, no tecnocracia del derecho. La energía que se consume en intentar amar lo que merece nuestro odio y nuestro desprecio muchas veces no logra el propósito de amar al enemigo. Pero siempre consigue al menos que no queden fuerzas para odiarlo. Incluso, cuando el odio a pesar de todo aparece, se lo toma como la causa de futuros males, cuando es solamente la consecuencia de los males pasados. El odio que implica una discriminación objetiva de lo que ataca la vida puede ser impregnado por el amor. En este caso podemos hablar de rencor. El odio implica en el sujeto una operación de corte con la amenaza, una neutralización y anulación de todo lo que se opone a la continuidad de la vida. No solamente nos referimos a la vida biológica, aunque ése haya sido su nivel de expresión más primitivo. Vida es la forma de vivir que construimos y que pensamos que es la vida que merece ser vivida. El rencor es una erotización del odio y prolonga la relación en la interioridad del sujeto. Como dice el tango... rencor, tengo miedo de que seas amor. En el rencor y el resentimiento hay una forma deformada del amor, como si en esa forma se prolongara cierta dependencia con aquello que hizo daño, y no dejara de esperarse que alguna vez el que hizo el daño lo reparara. No es cierto que el odio una más que el amor. Lo que puede unir más que el amor es el rencor, justamente porque al no ser nunca satisfecho, se mantiene constante en una demanda de descarga que nunca llegará. La ternura y el rencor son, pues, pares antitéticos. Polaridades en las cuales el sujeto nunca descargará su amor ni su odio. Son dos formas de la tibieza, aquella que promueve el vómito divino. Aunque no podamos amar al enemigo, la cultura represora se conforma con las derivaciones tiernas o rencorosas, porque sabe bien que ambas, aun con maquillaje diferente, es el mismo rostro de los sistemas de dominación. Este amor que se afirma no desde su propia positividad sino desde la estrategia de enterrar todo vestigio de odio debe buscar el sacramento que lo eternice. Los escenarios sacramentales son variados, pero en todos ellos no solamente está prohibido fumar, lo que ciertamente está a favor de la vida, sino que está prohibido odiar, lo que ciertamente está en contra de la vida. El amor sacramental es el recurso privilegiado cuando de atacar a los odiantes de trate. Hasta que la muerte los separe cuando hay formas de vivir que separan y formas de morir que unen. Lo sacramental no se desprende de las condiciones históricas de producción, sino que se instituye como eterno. Las instituciones fundantes de la argentinidad no pueden ser atacadas, porque se está atacando a la República. Son sagradas. Nos hemos casado con ellas y no podemos separarnos, ni divorciarnos, solamente amarlas, respetarlas, honrarlas. Mucho menos odiarlas. Así fue como el servicio militar obligatorio se llevó a demasiados conscriptos, y la honesta sociedad civil fue silenciosa como buena mayoría durante 90 años. Ahora sabemos que el silencio nunca es salud. El amor a veces tampoco. Del tabú del odio al odio como mandato. La lógica binaria con la cual el primitivo Yo discriminaba entre el enemigo que ataca la vida y el amigo que la protege era una lógica sin zonas borrosas. Ni ambigüedades. Cualquier vacilación podía ser letal. Es un momento previo a la ambivalencia de los sentimientos. Queda sepultado por el imperialismo del amor, al que se supone que siempre es más fuerte. El odio ya no aparecerá en el adulto como sentimiento puro, sino en sus diferentes versiones: vuelto contra sí mismo como culpa o mezclado con el amor como rencor. En una cultura represora que necesita no solamente dividir, sino también confundir para reinar, cualquier intento de discriminación es atacado. Y la discriminación del odio es especialmente atacada porque se trata de una discriminación fundante. Mas allá de cómo el adulto sienta sus diferentes pertenencias sociales y políticas, con la misma lógica binaria del primitivo Yo, discrimino dos tópicas excluyentes. Los colectivos autogestionarios y las masas artificiales. En los primeros la legalidad fundante es todos para uno y uno para todos, y sostienen el imaginario que unidos no pueden ser vencidos. Aspiran a la unión de las diferencias, discriminando siempre la diferencia en la diferencia, es decir, lo incompatible. Los colectivos autogestionarios son multiformes. En las masas artificiales la legalidad fundante es ser Uno con el Todo. Aspiran a la unidad, por lo que son atacadas las diferencias como si fueran incompatibles. Son uniformes. Freud describió para modelizar el concepto dos más artificiales paradigmáticas: la Iglesia y el Ejército. Incluso aclara que se trata de la Iglesia Católica y del ejército prusiano. En otras palabras: organizaciones expansivas y con vocación transnacional. Las masas artificiales son la prolongación en la cultura del equipamiento intrapsíquico que Freud describiera como Superyó. Denominación encubridora ya que el Yo, lejos de tener una cualidad superior, bajo la influencia inconsciente de esa instancia repelente, resistente y represora, se transforma en un manso cordero, aunque pueda alguna vez ponerse la piel del lobo o de la loba. Las masas artificiales son individualidades múltiples, porque la ligadura libidinal se realiza mirando hacia arriba y no manoteando a los costados. Lo artificial de la masa es justamente su carácter colectivo. Porque si bien hay muchos sujetos comprometidos, todos actúan como si fueran Uno. En realidad, son Uno pero esto implica un nivel de análisis más allá de la mera descripción. La forma más depurada de masa artificial es el fascismo. Es el extremo límite al que tiende toda iglesia y todo ejército, la unidad fundacional entre la cruz y la espada, para que toda letra entre con sangre. Será letra represora, donde la marca corporal y mental será una cicatriz que volverá a desgarrarse todas las veces quela dominación imperial peligre. Mundial del 78, guerra de Malvinas, alfonsinismo, menemismo, son formas diferentes pero no incompatibles de organización de masas artificiales. El denominador común es la pérdida de la discriminación política necesaria. Pasan a ser más importantes los asesores de imagen que los asesores de pensamiento. La imagen deviene icono encubridor. Siendo diferentes en el ejercicio de sus respectivos poderes, las masas artificiales de las democracias agitan los miedos que las masas artificiales de las dictaduras concretan. Si la política es la continuación de la guerra por otros medios, planes de ajuste mediante, parece ser que por otros medios la democracia es la continuación de la dictadura. La situación de ilegalidad e ilegitimidad de los denominados presos de La Tablada, en realidad rehenes de la democracia, es trágicamente elocuente. ¿Necesitará el Presidente su propia semana trágica, que ya se prolonga por meses? Si las masas artificiales proclaman el amor (el general democrático Videla, que al decir de un periodista insomne era lo mejor que nos podía pasar, pontificó que el Proceso de Reorganización Nacional había sido un acto de amor) en realidad ejercitan el odio. ¿Pero no era que estaba prohibido? Lo estaba, al igual que el uso de las armas, para el individuo aislado. O para grupos de ciudadanos por fuera de la maquinaria del Estado. Por eso preocupa más la justicia por mano propia que la injusticia por mano ajena. Los demócratas bien pensantes se aterran ante esa posibilidad. Qué les asustará más: ¿las artesanías de las propias manos o que pueda haber justicia? Las masas artificiales hacen culto de la injusticia, aunque la denominan costo social del ajuste. El sujeto, expropiado de su odio por el mecanismo de succión de las masas artificiales, está dispuesto a entregarse a sus represores no solamente por temor sino también por amor. Winston, el protagonista de 1984 la novela pesadilla de George Orwell, lloró al descubrir que amaba al Big Brother, al Gran Hermano. No pudimos odiar al enemigo, y entonces empezamos a verlo, a pensarlo, a sentirlo, como amigo. Si el mecanismo de las guerras convencionales es demasiado costoso para eliminar mano de obra, las masas artificiales tienen el recurso de las guerras de la cotidianidad: pobres contra pobres. O exarcebar los nacionalismos más primitivos, y por lo tanto cada sujeto verá en cada extraño a un enemigo. La xenofobia apela al mismo odio que fuera prohibido, pero ahora dirigido no hacia arriba, hacia los poderes represores, sino hacia cada vez más abajo, hacia los que huyendo del hambre y de la muerte ya no encuentran a los proletarios del mundo que quieran unirse. Las masas artificiales monopolizan la agresión, la sexualidad, tanto en su forma sacramental como en sus variedades pornográficas, el odio, la economía, la salud, el ocio, incluso ciertas formas de comunicación social. Se llama a luchar contra la pobreza, cuando de lo que se trata es de luchar contra la riqueza. La teoría de las copas derramadas solamente ha servido para aumentar el consumo de champagne, con o sin pizza. Pero no hay odio hacia el represor. Incluso hay cierta admiración. Cierto respeto. Cierta envidia. He intentado explicar estos mecanismos por el predomino de los Ideales del Superyó: la muerte, la amenaza, el dolor, la dominación, la injusticia. Nada más injusto que los juegos de azar. Un solo apostador ganó el Loto, lo que significa que al menos dos millones no ganaron nada. Es injusto, pero a lo mejor la próxima me toca. Desde ir al casino, flotante o no, pasando por el bingo, hasta comprar mayonesa o yerba, todo es una buena excusa para timbear. Hasta la solidaria es una rifa. Y en todo ese mecanismo de infinita injusticia no hay espacio para el odio. Apenas para la resignación y para la perpetua renovación de ilusiones.
El odio como energía. Ninguna cita es neutral. Dime qué
citas, y te diré quién eres. Dime a quién citas,
y te diré qué quieres. Conseguir una cita habla de nuestro
deseo. Realizar la cita de un determinado texto, de undeterminado autor,
habla de nuestra política. Todos los autores son contradictorios,
algunos lo son demasiado, porque todo pensamiento incluye su negación
permanente. Con la cita que voy a incluir, de Ernesto Guevara, no digo
que todo el pensamiento del Che esté en esa cita. La menciono exclusivamente
porque lleva agua para mi molino, y no serán pocos los que me aclaren
que hay otros molinos para otras formas de pensamiento. En un texto de
mayo de l967 cuyo título es Crear dos, tres, muchos Vietnam
es la consigna, leemos: el odio como factor de lucha; el odio
intransigente al enemigo que impulsa más allá de las limitaciones
naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva
y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser
así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal.
En la guerra de guerrillas el odio permitía recuperar una capacidad
que las limitaciones naturales dejaban oculta. La capacidad
de matar. Pero una capacidad que se sostenía en una racionalidad
recuperada. Odiar al enemigo es necesario para poder enfrentarlo en su
dimensión brutal. En esta posmodernidad donde no hay ninguna recuperación
revolucionaria de la violencia, ¿podemos hablar de matar? La tregua,
como ya señalamos, tiene su propia lógica. No es la paz,
pero tampoco es la guerra. Ni la guerrilla. Menos aún el terrorismo.
¿Cuáles son los destinos actuales para ese odio que permite
que el ser humano tenga impulsos más allá de sus limitaciones
naturales? Impulsos para combatir, impulsos que le permiten enfrentar
la brutalidad del enemigo. Impulsos que puedan vencer las limitaciones
naturales para la lucha y la resistencia. Estos impulsos que el odio moviliza
son opuestos a lo que podríamos denominar los sentimientos de la
subjetividad vacía. De lo que se trata, entonces, es de matar las
ideologías de la muerte, y matarlas primero dentro nuestro. Reprimir
al represor, para que el odio abra el paso al deseo. Esta operación
que es mental, corporal, social, histórica, política, ética
y estética, no es posible para el individuo, sólo es posible
para el sujeto. Y solamente cuando está incluido en la dinámica
de un colectivo autogestionario. Recupera un nivel de existencia que tenía
prohibido, porque la culpa lo paralizaba. Podía quedarse como abrazado
a un rencor, pero no tenía brazos para seguir luchando. Sostener
al odio como discriminador permite mantener contra todo viento y contra
toda marea la consistencia, la coherencia y la credibilidad. Trípode
de toda política de enfrentamiento y resistencia al ordenamiento
naturalizado del poder dominador. Trípode del cual carecen todos
los políticos, sean civiles o militares, laicos o clericales, porque
han perdido para siempre la consistencia, no pueden sostener ninguna coherencia
y carecen de toda credibilidad. Para estos políticos, ser coherente,
consistente y creíble es simplemente rigidez. A pesar de eso, el
sistema apela como ya lo hicieron los padres de la Iglesia a creer
porque es absurdo. Si me rebajan el sueldo, es para que esté
mejor. No importa que nos defraude, igual hay que seguirlo. La tibieza
del voto castigo implica apenas dejar sin postre a quien nos está
sacando toda la comida. El verdadero castigo no lo reciben los candidatos,
sino que lo reciben los que votan. En realidad es un voto autocastigo.
Justamente por eso, hay que sonreír porque, a pesar de que lo disimulan,
nos aman. La teoría del mal menor se impone, y ya que no podemos
alcanzar la felicidad, al menos intentamos escapar del dolor.
El odio tiene algo de blasfemo. Es sacrílego. No es políticamente
correcto. Tiene mal olor. Pero no podemos esperar a que solamente seexprese
en un día de furia. Porque en ese caso no romperá solamente
los hielos, sino que peligrarán las cabezas de todos los títeres.
¿Se puede construir desde el odio? Pienso que sin odio no se puede
construir, no se puede crear, apenas se puede repetir. Para enfrentar
al enemigo sin hacer concesiones a lo mejor no es necesario odiarlo, pero
seguramente es imprescindible no amarlo. Tampoco puede ser indiferente.
No puede dar todo igual. Pienso que para que un grupo de madres marchara
alrededor de la Pirámide de la Plaza de Mayo fue necesario el amor
a los hijos, pero también el odio a los represores, a los torturadores,
a los asesinos. Marcha circular que terminó siendo una espiral,
porque nunca se marchaba dos veces por el mismo río. Espiral que
permite el tránsito de la Asociación Madres de Plaza de
Mayo, el territorio fundador, a la Universidad Popular, el territorio
fundado. La profecía de la Universidad Popular es la continuidad
y discontinuidad al mismo tiempo. Porque ahora están las Madres,
con los docentes, con los alumnos, y todos estamos con los Hijos. Nada
de esto se puede conseguir sin amor. Pero se trata del amor verdadero,
aquel que no necesita repudiar al odio que lo ha precedido. El odio no
es un pantano que nos apresa. El odio es una catapulta que nos lanza,
como si fuéramos las flechas de un anhelo proyectado al porvenir.
Dimensión del futuro que para que no sea la mera repetición
del pasado deberá incluir la dimensión deseante del sujeto.
Al decir de Osvaldo Bayer: Las Madres dieron un paso adelante: entraron
en la Sabiduría (Revista Locas, cultura y utopías,
número de presentación, dirigida por Vicente Zito Lema)
Y el saber sí ocupa un lugar. Siempre fue un lugar de poder, de
dominación, de sometimiento. El saber de la Universidad Popular
es un saber de liberación. Por eso será atacado sin piedad
por aquellos que desde distintas masas artificiales quieren mantener la
disociación entre trabajadores e intelectuales. Entre la mente
y el cuerpo. Entre la razón y la pasión. Pero desde el saber
transmitido por el territorio fundador de las Madres sabemos que solamente
asociando el pensamiento y la acción podemos enfrentar afuera y
adentro a los enemigos de la vida. Para
seguir existiendo, necesitamos del amor. Para seguir existiendo, también
necesitamos del odio. Solamente saben amar los que también saben
odiar. Y ésta es una sabiduría que nos previene de considerar
que somos enemigos de nosotros mismos, que solamente podemos ser conmovidos
por la sed de odio y de venganza. Tenemos hambre y sed, pero solamente
de Justicia Popular. Justicia del pueblo unido que deje de reconocerse
como la gente, agrupamiento de individuos, para reconocerse como colectivo
autogestionario, grupalidad de sujetos.
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