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Ciencia,
historia y ficción
DE
LA LEY DE MURPHY A LA ENTROPIA
Por Pablo
Capanna
Cuenta
la leyenda que en 1949 la Fuerza Aérea norteamericana estaba investigando
los efectos de la desaceleración en los pilotos. Un voluntario
viajaba en un vehículo impulsado por cohetes que corría
sobre rieles y tras alcanzar alta velocidad era frenado bruscamente. Un
sistema de sensores monitoreaba sus reacciones.
Al efectuarse las primeras pruebas, los instrumentos no registraron nada.
El capitán que había diseñado el equipo descubrió
entonces que,inexplicablemente, todos y cada uno de los electrodos habían
sido conectados mal. En una conferencia de prensa, declaró al otro
día que si hay dos o más maneras de hacer algo y una
de ellas conduce al desastre, es seguro que alguien hará eso.
El autor de la frase se llamaba Edward A. Murphy. Su frase se hizo famosa
con el nombre de Ley de Murphy y se incorporó al folklore empresario
junto a otras leyes, como las de Parkinson y Peter.
Lo que no suele decirse es que el capitán Murphy fue víctima
de su propia ley. Al formularla, no había tenido otra intención
que establecer un principio para la ingeniería de seguridad. Pero
de todas las interpretaciones posibles de su frase, fatalmente se impuso
la peor, y para todo el mundo la Ley de Murphy pasó a ser la máxima
expresión del pesimismo.
El
desorden irresistible
En cierto modo, esta Ley es algo así como la versión
popular de esa tendencia al desorden que los físicos conocen como
entropía. Pero este es otro concepto que también
ha padecido el efecto Murphy.
Cuando sacamos una noción de su contexto específico, ya
sea para explicarla, para generalizarla o simplemente para hacer ostentación
de vocabulario, suele ocurrir lo peor.
Pese a todos los esfuerzos, es inevitable que la gente termine creyendo
que la relatividad consiste en creer que todo es relativo, que el positivismo
es una actitud optimista o que la teoría de cuerdas tiene algo
que ver con la música.
Sucede que aquello que empieza como un escueto informe científico,
con el tiempo desemboca en un libro dirigido a un amplio público.
Si tiene algún éxito, alguien lo reduce a una ligera nota
periodística, hasta que la televisión lo descubre y lo somete
a la máxima simplificación. En consecuencia, lo que termina
circulando puede ser un disparate total. Basta pensar en un concepto tan
abstracto como el de energía, caído en manos
de sanadores, dietólogos o instructores de gimnasia.
Un proceso como éste puede describirse como un incremento de la
entropía: una noción nacida con las máquinas térmicas
que se ha generalizado hasta alcanzar campos tan remotos como la teoría
de la información y la cosmología.
Acumulación
de ruidos
En el caso de la comunicación, la entropía sería
la acumulación de ruidos, que deriva en una distorsión del
sentido. Es casi un corolario de la Ley de Murphy: Si existe por
lo menos una posibilidad de que algo se tergiverse, es seguro que alguien
lo hará. Los políticos sienten gran simpatía
por este teorema, y suelen aplicarlo cada vez que se arrepienten de un
exabrupto, echándole la culpa a los periodistas. Así como
el capitán Murphy fue víctima de su propia ley, el concepto
de entropía ha sufrido una creciente degradación, a medida
que la cultura literaria se familiarizaba con él.
Cuando hace cuatro décadas C.P. Snow hablaba del divorcio entre
las dos culturas (la científica y la literaria), solía
decir que un humanista que ignorara la entropía era tan inculto
como un científico que desconociera a Shakespeare. Hoy, la situación
parece haber cambiado: abundan los científicos que citan a Shakespeare
y los humanistas que hablan de entropía. Pero el resultado ha sido
paradójico: la entropía de los escritores no tiene nada
que ver con la de los físicos, aunque funciona bastante bien como
metáfora.
Del
vapor a los bytes
La termodinámica estudia procesos irreversibles, sometidos a la
flecha del tiempo y enseña que la construcción
de cualquier orden implica un incremento del desorden general. Cuando
enfriamos el aire en el interior de una heladera, de hecho estamos añadiendo
más calor al Universo. Cuando la sopa se enfría y la gaseosa
se calienta, decimos que han alcanzado el equilibrio térmico con
el aire de la cocina. Pero ya no se pueden tomar.
Si convertimos una forma de energía en otra (por ejemplo, movimiento
en electricidad, con una dínamo, o electricidad en movimiento,
con un motor), descubriremos que una parte de ella se pierde en forma
de calor, y no puede ser aprovechada. Entre otras cosas, porque no existe
ninguna máquina física que no esté expuesta a la
fricción. En esto consiste la entropía: la medida del desorden
de cualquier sistema.
Quien la descubrió fue el veinteañero Nicolás Sadi
Carnot, hijo de Lazare, el ingeniero que había organizado
la victoria de la Revolución Francesa. Cuando Sadi se puso
a estudiar el bajo rendimiento de las torpes máquinas de vapor
de su tiempo, los físicos aún creían que el calor
era un elemento material, al cual llamaban flogisto o calórico.
El propio Sadi Carnot, que sin saberlo estaba elaborando el concepto de
energía, tituló su trabajo Sobre la potencia motriz
del fuego.
Pero sus conclusiones pronto rebasaron la teoría del flogisto y
a las máquinas de vapor. El alemán Rudolf Clausius, el primero
que usó la palabra entropía, las generalizó
como Segunda Ley de la Termodinámica: la entropía de un
sistema aislado nunca puede decrecer. Es un principio que, entre otras
cosas, hace imposible el movimiento perpetuo.
Desde entonces, el concepto de entropía creció hasta adquirir
dimensiones imprevistas. Shannon lo exportó a la teoría
de la información, otros la aplicaron al campo de la computación
y hoy es clave en el tema de la complejidad. Se diría que ha alcanzado
una dimensión filosófica, lo cual explica la atracción
que ejerce entre los no científicos.
La
muerte térmica
del Universo
Es común hablar del optimismo ingenuo del siglo XIX, imbuido de
fe en el progreso, pero no podemos olvidar que junto al triunfalismo diurno
de las Luces y el Progreso también crecía cierto fatalismo
nocturno, que se complacía en humillar cualquier esfuerzo
humano enfrentándolo con el fracaso final de la especie. Este fatalismo
se apoyó en el paradigma físico de ese tiempo para convertir
a la entropía en la última frustración, una suerte
de fracaso cósmico.
En 1854, Helmholtz propuso extender el concepto de entropía más
allá de los sistemas cerrados hasta abarcar al cosmos entero, al
cual también se imaginaba cerrado. Suponiendo que el Universo había
comenzado como un todo ordenado, en el fin de los tiempos acabaría
en desorden y en equilibrio térmico, una suerte de tibio desorden.
La muerte térmica del Universo fue la expresión
mítica de una cultura ciclotímica, maníaca en cuanto
al progreso técnico y social, perodepresiva en cuanto a su horizonte
cósmico. El futuro era promisorio en el corto plazo, pero a la
larga todo era en vano. Hacía falta ser un sabio estoico para luchar
por un futuro mejor, a pesar de todo.
En este orden se inscribía el credo de Bertrand Russell, a quien
el pesimismo metafísico no le impedía dedicarse con entusiasmo
a las causas progresistas. Lord Russell proclamaba en 1918: Los
esfuerzos de todas las épocas, toda la devoción, inspiración
y brillo meridiano del genio del hombre están destinados a la extinción
con la muerte del sistema solar. Todo el templo de las hazañas
humanas inevitablemente debe enterrarse bajo los despojos de un Universo
en ruinas. Sólo sobre las firmes bases de una inflexible desesperanza,
desde ahora en adelante podrá construirse con seguridad el habitáculo
del alma....
Una
cosmología depresiva
En sus cartas a Darwin, Wallace había descubierto que la selección
natural funcionaba como ese regulador que Watt le había puesto
a las máquinas de vapor: un servomecanismo que no necesita de ninguna
intervención exterior para autocontrolarse. La naturaleza era,
pues, una complicada maquinaria, y la biología no hacía
más confirmar el modelo mecanicista impuesto desde Newton.
Pero, a todo esto, Carnot y Clausius señalaban que ninguna máquina
era perfecta. Si la naturaleza no era más que una megamáquina,
su propia ineficiencia la llevaría un día a detenerse, alcanzando
el equilibrio térmico cuando ya toda vida y toda inteligencia hubiesen
desaparecido.
Este pathos entrópico hizo estragos hasta bien avanzado
el siglo XX. El propio Engels, que veía tanto en la Segunda Ley
de la Termodinámica (!) como en el darwinismo social una expresión
del fatalismo reaccionario, en su Dialéctica de la Naturaleza acababa
profetizando: Llegará un día en que nuestro planeta,
esfera muerta y congelada como la Luna, gire en perfecta oscuridad y en
órbitas cada vez más estrechas en torno del Sol cada vez
más apagado, y al fin caiga en él.
Las últimas páginas de La máquina del tiempo de H.G.
Wells (1895) no hacían más que escenificar este estado terminal
del mundo, donde un Sol agonizante alumbraba un mundo sin vida.
La muerte de la Tierra (1912), del belga J.H. Rosny, también nos
trasladaba a un mundo donde el hombre se está extinguiendo, junto
con toda la vida orgánica, mientras nace una vida magnética
basada en los metales, que dominará el ciclo final. El último
hombre se resigna: Profirió un sollozo; la muerte penetró
en el corazón y, rehusando la eutanasia, salió de las ruinas
y fue a tenderse en el oasis, entre los ferromagnetales. Después,
humildemente, algunas partículas de la última vida humana
entraron en la Vida Nueva.
Físicos y literatos
El pesimismo decimonónico seguía vivo en 1955 cuando el
antropólogo Lévi-Strauss escribía en Tristes trópicos:
La función del Universo es fabricar lo que los físicos
llaman entropía, es decir inercia. Cada palabra intercambiada,
cada línea impresa, establece una comunicación entre dos
interlocutores, equilibrando un nivel que se caracterizaba antes por una
diferencia en la información, y por lo tanto una organización
mayor. Antes que antropología habría que escribir
entropología como nombre de una disciplina dedicada
a estudiar ese proceso de desintegración en sus manifestaciones
más elevadas.
El físico Hubert Reeves solía citar este texto como muestra
del retraso de algunos teóricos de las ciencias humanas, atados
a los paradigmas del siglo XIX.
Es que, de hecho, la visión del cosmos que han delineado las revoluciones
científicas del siglo que termina resulta mucho másestimulante
que el difuso escepticismo o el declarado pesimismo de los literatos.
Si bien entendemos que el cosmos es finito, y en su horizonte último
vemos el Big Crunch que habrá resumir en una singularidad como
la inicial, se trata de un cosmos abierto, ya que está en expansión,
con un futuro abierto, donde el último capítulo aún
está por escribirse (Prigogine).
En una visión más actual, la información es todo
lo contrario de lo que creía Lévi-Strauss; es el proceso
que construye orden para retrasar todo lo posible aquella desintegración.
Paul Davies contrapone a la flecha pesimista de la entropía
la flecha optimista de la complejidad. John Wheeler llega
a pensar al cosmos como un inmenso proceso informático (según
la fórmula it from bit), donde todo (it), desde el
espacio-tiempo hasta las partículas, se expresa en bits de información.
Metáfora
se ofrece
La historia de la entropía en la literatura de ficción es
bastante curiosa.
John Barrow recuerda que el concepto de entropía hizo furor entre
los escritores y ensayistas en las décadas del 20 y del 30.
Evoca una novela policial de Dorothy Sayers, donde el detective apela
a la Segunda Ley de la Termodinámica para explicar cómo,
a medida que pasan los días, los indicios del crimen se tornan
más ambiguos y dispersos. ¿Qué explicación
daría la autora objeta Barrow cuando el crimen estuviese
aclarado y cada indicio encajara en la explicación? ¿Diría
que se habría violado la Segunda Ley?
Algo más ingenuo, en su novela La nebulosa de Andrómeda,
el geólogo ruso Efremov despertaba a sus astronautas con una exhortación
a no entregarse a la funesta entropía.
Otro soviético, Boris Strugatski, ironizaba sobre los escritores
de ciencia ficción. Todos hablan de la Segunda Ley de la
Termodinámica señalaba, pero muy pocos estarían
en condiciones de decir de qué tratan la Primera y la Tercera.
Al parecer, esa entropía que sedujo a los escritores
no fue más que el viejo tema de la caducidad de las cosas, tan
antiguo como el lamento por el amor perdido o por la juventud que se va,
desde los clásicos hasta la última letra de tango. Fue un
nuevo nombre para algo muy antiguo. Hasta uno de los padres del psicoanálisis,
C.G. Jung, llegó a hablar de entropía en el contexto de
sus especulaciones sobre la energía psíquica.
Por supuesto, quienes hicieron uso y abuso del término en las décadas
del 60 y del 70 fueron los autores de ciencia ficción.
J.G. Ballard (Las voces del tiempo, 1960), Pamela Zoline (La muerte térmica
del Universo, 1967), Thomas M. Disch, Michael Moorcock, Robert Silverberg,
Norman Spinrad, James Tiptree Jr., Brian Aldiss, Dan Simmons y tantos
otros han imaginado las fases del eterno combate entre la vida y la entropía,
casi como si fuera la lucha maniquea del bien y del mal.
La
molesta entropía
Quien haya visto Blade Runner recordará el clima turbio y decadente
de ese mundo antiutópico.
El hombre que lo imaginó fue Philip K. Dick, una suerte de Kafka
californiano, condenado a escribir ciencia ficción por necesidad.
Quizás Dick haya sido quien mejor convirtió a la entropía
en una metáfora filosófica, partiendo de su propia neurosis.
Dick tenía una cultura tan sólida como puede llegar a hacérsela
un autodidacta. Había leído a los filósofos griegos,
de quienes había aprendido que el mundo del devenir es fugaz, sujeto
al ciclo de la generación y la corrupción. Pero como su
público era adicto a la ciencia ficción, creyó verse
obligado a usar un lenguaje pseudocientífico. La entropía
venía a explicar tanto sus alucinaciones más depresivas
como sus lecturas del Libro tibetano de los Muertos. Llegó a personificar
la entropía, invocándola como Destructor de formas.
La identificó con el Mal o con esa pulsión de muerte que
Freud llamaba Tanatos. Sus personajes eran capaces de verla,
cuando al contemplar a una persona joven y sana sólo veían
su esqueleto.
Toda su obra está atravesada por la lucha desigual de la empatía
(el amor desinteresado) y la entropía, la ley de hierro
de la decadencia y corrupción general.¿Quién no se
ha sentido perseguido por el desorden, y no ha pensado que algún
día tendría que hacer algo para organizar sus cosas? Uno
de los personajes más empáticos de Dick, el veterinario
de robots John Isidore, dice en el libro que dio origen a Blade Runner
que, si nos descuidamos, nuestra casa se llenará de kipple.
Esa era la palabra que había inventado para designar esos trastos
viejos que uno no se atreve a tirar: regalos, folletos que trae el correo,
diarios viejos, envases vacíos.
Isidore (y su autor) sostenían que cuando no hay nadie en la casa,
el kipple sigue reproduciéndose. Todo el Universo tiende
a la kipplificación, el nombre dickiano de la muerte
térmica.
Pasaron casi veinte años, Dick murió, y se diría
que por ahora viene ganándole a la entropía, porque seguimos
hablando de él.
De todos modos, el tema se las trae.
Hace años escribí para una revista que se llamaba Entropía,
de la cual, por supuesto, no salió más que un número.
Mucho después, en pleno menemismo, fui invitado a un panel sobre
el tema de la corrupción. Se me ocurrió proponer la tesis
de que la corrupción es la entropía del sistema político,
ya que degrada los recursos destinados al bien público dispersándolos
como beneficios privados. Pero, en medio de los aplausos, descubrí
con alarma que en la sala estaban los más conocidos corruptos,
incluyendo algún panelista.
Al parecer, la conjunción de Carnot y Clausius bajo el signo de
Murphy configura un pésimo horóscopo.
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