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astronomía:
la historiA DEL NOVENO PLANETA
A
70 años del descubrimiento de
Plutón
Por
Mariano Ribas
De
chico, sus compañeros lo llamaban Cometa Clyde. Y en
el anuario de su escuela, alguien
escribió: un día, él descubrirá un nuevo
planeta...
En cierto
modo, el hallazgo de Plutón es una consecuencia lógica y
directa de otras dos grandes conquistas de la astronomía (y por
qué no, de la matemática): Urano y Neptuno. En 1781, William
Herschel, un astrónomo inglés de origen alemán, descubrió
a Urano. Y así, de un saque, duplicó las medidas del Sistema
Solar: el nuevo planeta estaba dos veces más lejos del Sol que
Saturno (que hasta entonces, parecía marcar los límites
de la comarca planetaria). Durante los años siguientes, Herschel
y sus colegas siguieron el rastro de Urano, y cuando el siglo XIX ya había
asomado, muchos empezaron a notar algo raro: el planeta no se movía
como debía moverse según la teoría newtoniana. O
al menos, eso era lo que parecía. Y eso que se tenían en
cuenta las perturbaciones provocadas por los gigantes Júpiter y
Saturno. Entonces, una sospecha comenzó a brotar en la mente de
muchos científicos: si Urano se comportaba de modo extraño,
era probable que algún otro objeto, desconocido y más lejano,
lo estuviera afectando gravitacionalmente.
El desafío de desenmascarar al supuesto octavo planeta era una
gran tentación. Y entre los tentados estaban dos grandes matemáticos:
el inglés John Couch Adams, y el francés Urban Leverrier.
Ambos comenzaron a afilar el lápiz a mediados de la década
de 1840, pero en forma independiente, y sin saber nada el uno del otro.
Un
triunfo de la matematica
Al parecer, Adams fue el primero en llegar a un resultado estimativo sobre
la hipotética posición del planeta que afectaba la órbita
de Urano. Sin embargo, cuando le presentó sus prolijos cálculos
a George Airy, el astrónomo real del Observatorio de Greenwich,
fue olímpicamente ignorado. Airy creía que todo era una
pérdida de tiempo, y no estaba dispuesto a mover su telescopio
hacia donde indicaban los números de Adams. Y ahí quedó
la cosa. A Leverrier le fue bastante mejor. En junio de 1846 llevó
sus trabajos a la Academia de Ciencias de París. Y tampoco le prestaron
mucha atención. Pero no se rindió, y un par de meses más
tarde, le envió sus predicciones a Johann Galle, un voluntarioso
asistente del Observatorio de Berlín. Durante la noche del 26 de
setiembre, Galle y su compañero Heinrich dArrest un estudiante
graduado apuntaron el telescopio al lugar indicado por Leverrier.
Y en apenas una hora, observaron un pequeño disco azulado, que
más tarde se llamó Neptuno. Era un resonante triunfo de
la matemática. Con el tiempo, Adams y Leverrier recibieron el reconocimiento
que tanto se merecían.
Percival Lowell
Ya eran ocho. Pero los astrónomos europeos de finales del siglo
XIX no se quedaron tranquilos: Neptuno parecía explicar casi todas
las anomalías en la órbita de Urano... casi todas, porque
no alcanzaba. Según decían, todavía quedaba un incómodo
piquito muy difícil de justificar. Y entonces, comenzaron a echarle
la culpa a otro planeta, aunque reconocían que encontrarlo sería
una verdadera proeza.
A esta altura, la historia cambia de escenario: la acción se traslada
desde Europa hasta Estados Unidos, más precisamente a Flagstaff,
Arizona. Allí, en 1894, y sobre una montaña (a más
de dos mil metros de altura), un tal Percival Lowell comenzaba a darle
forma a su sueño: el Observatorio Lowell. Con el ojo clavado en
el ocular de su poderoso telescopio de 60 cm. de diámetro, Lowell
realizó pilas de dibujos de Marte. E incluso, creyó ver
una serie de canales que lo alentaron a despacharse con una fantástica
teoría: según él, los canales eran una magnífica
obra de ingeniería creada por una civilización antigua y
muy sabia. Lowell creía fervientemente en los marcianos. Sin embargo,
el tiempo demostró que sus canales eran tan sólo
ilusiones ópticas.
Más allá de su fanatismo por Marte, Lowell también
se dedicó a observar a Urano y Neptuno. Y en 1902 creyó
detectar una ligera diferencia entre la órbita teórica de
Urano, y la que efectivamente se observaba. Era lo mismo que pensaban
los astrónomos europeos, y al igual que muchos de ellos, Lowell
también sospechó de la existencia de un nuevo planeta. Y
a partir de 1905 encaró la cacería del Planeta X,
tal como le gustaba llamarlo.
Buscando
al Planeta X
La supuesta anormalidad en el movimiento de Urano no era real, sino apenas
un pequeño error de cálculo (principalmente en la masa de
Neptuno), que se aclaró mucho tiempo más tarde. De todos
modos, la mecha ya estaba encendida: entre 1905 y 1907 y basándose
en los datos de un equipo de matemáticos especialmente contratados
Lowell y sus colegas de Flagstaff realizaron su primera búsqueda
fotográfica con un pequeño telescopio. Pero no tuvieron
éxito. Por entonces, muy lejos de allí, en Kansas, nacía
Clyde Tombaugh. Pero todavía no es su turno.
El método de trabajo era bastante sencillo: primero, se tomaba
una foto de una determinada parte del cielo, y luego de unos días,
se fotografiaba nuevamente esa misma zona. Luego, ambas fotografías
eran comparadas para ver si algo cambiaba de posición entre una
y otra. La tarea era manual, lenta y tediosa (cada placa mostraba decenas
de miles de estrellas).
En 1911 Lowell inició una segunda búsqueda del Planeta
X. Pero esta vez, se equipó mucho mejor: utilizó un
telescopio mucho más grande, y consiguió un dispositivo
llamado comparador de parpadeo que permitía ver las
fotos en una rápida sucesión: si algo cambiaba de lugar
de una a otra, parecería parpadear en la pantalla del
aparato. Así y todo, y después de un año de duro
trabajo, Lowell y los suyos seguían con las manos vacías.
Los intentos siguieron, pero poco a poco el pesimismo empezó a
ganar la batalla. Entre 1914 y 1916 Lowell volvió a cambiar de
telescopio, y tomó cerca de 1000 fotos del cielo. Y curiosamente,
en dos de ellas, aparecía un puntito muy cerca de los bordes: era
Plutón. Pero Lowell no se dio cuenta. Y el 16 de noviembre de 1916,
a los 61 años, murió de un ataque cardíaco.
Cometa
Clyde
Cuando falleció Lowell, el descubridor de Plutón tenía
apenas 9 años. Y vivía en una granja perdida al oeste de
Kansas, muy lejos del famoso Observatorio de Arizona. Clyde Tombaugh tenía
fibra de astrónomo: un día, cuando ya andaba por los 12,
su tío le mostró un pequeño telescopio que acababa
de estrenar. Y cuando Clyde puso el ojo en el ocular de ese aparato, esa
fibra vibró, y nunca más dejó de observar el cielo.
Todos sus ratos libres eran para el telescopio de su tío. Tanto
que sus compañeros de la Burdette High School no salían
de su asombro. Y medio en broma lo bautizaron Cometa Clyde.
Es más: en el anuario de la escuela alguien escribió que
algún día él descubrirá otro mundo.
El tiempo pasó, y mientras en el Observatorio Lowell seguían
tras las pistas del rebelde Planeta X, Clyde devoraba libros de astronomía.
Sin embargo, no pudo convertirse en un astrónomo profesional, porque
su familia no pudo pagarle la carrera. Pero eso no lo detuvo. A los 20
años empezó a construir su propio telescopio en un taller
de lo más particular: una fosa subterránea que él
mismo había cavado en un rincón de la granja. Y cuando lo
terminó, en 1928, comenzó sus observaciones. Un día
de otoño Cometa Clyde decidió enviar sus dibujos
de Júpiter y Marte al Observatorio Lowell. Y esa decisión
cambió su historia... y también la historia de la astronomía.
La recta final
Los dibujos de Clyde eran muy buenos. Y por suerte, llegaron hasta las
manos de Vesto Slipher, el sucesor de Lowell. Slipher quedó tan
impresionado por esos dibujos, que enseguida lo llamó y lo contrató
para una prueba de tres meses en el observatorio. Tombaugh no podía
creerlo, y en enero de 1929 salió como un rayo rumbo a Flagstaff.
Por entonces, el Observatorio Lowell seguía sin encontrar al Planeta
X. Pero un nuevo telescopio, donado por Lawrence Lowell (el hermano
de Percival) estaba a punto de estrenarse. Y era una joyita especialmente
diseñada para esa búsqueda. En abril, Slipher dirigió
un nuevo intento, y esta vez sí, el Observatorio Lowell tenía
todas las de ganar.
Clyde no sabía casi nada sobre el dichoso Planeta X,
pero rápidamente se sumó al grupo de Slipher. El desafío
era grande, pero su entusiasmo también. Después de varios
ajustes en el nuevo telescopio y de algunos ensayos fotográficos,
el Observatorio Lowell volvió a la carga en abril de 1929.
Durante las primeras semanas Tombaugh tomó unas cuantas fotos del
cielo en las enormes placas de vidrio (35 por 43 cm) que se usaban por
entonces. Y Slipher las examinaba en el comparador de parpadeo. La tarea
no era fácil: en cada placa aparecían miles y miles de estrellas,
y en ese caos de puntitos había que captar a uno que cambiara de
posición entre una foto y otra. Ya en junio, y sin nada a la vista,
Slipher se cansó de revisar fotos y bastante desilusionado, le
pidió otra manito al voluntarioso aprendiz: ahora, no sólo
tendría que ocuparse de tomar fotos con el telescopio, sino también
revisarlas. Clyde aceptó, pero siguió su propia estrategia
de trabajo. Y no le fue nada mal.
El
triunfo de Tombaugh
Una constelación zodiacal por mes, y tres fotos por semana: ésa
era la estrategia. En enero de 1930, Clyde se ocupó de Géminis.
Y durante las noches del 23 y el 29 fotografió la zona de la estrella
Delta Geminorum: esas dos placas llevaban los números 165 y 171.
Pero Tombaugh recién las revisó el 18 de febrero: a las
cuatro de la tarde, el comparador de parpadeo delató un puntito
que cambiaba de lugar con respecto al fondo de estrellas. Clyde lo vio
y por un momento dejó de respirar. Pudo haber gritado, pero parece
que no lo hizo: en lugar de eso prefirió chequear todo y descartar
otras posibilidades (un asteroide, por ejemplo). Realizado ello, salió
a darle la buena nueva a Slipher. El Observatorio Lowell tenía
una bomba científica, pero la reacción fue la cautela y
el silencio más absoluto. Durante las tres semanas siguientes,
el telescopio más grande del observatorio (aquel que Lowell había
utilizado para espiar a Marte), no le perdió el rastro al nuevo
objeto: era muy pequeño, pálido y se movía tan lentamente
como se esperaba. Y cuando ya no quedaron dudas, la bomba estalló:
el 13 de marzo de 1930, el Observatorio Lowell informó al mundo
que existía un nuevo planeta más allá de Neptuno.
Y parece que la elección de la fecha no fue casual: ese día
Lowell hubiese cumplido 75 años. De todos modos, el descubrimiento
del Planeta X había ocurrido el 18 de febrero: Cometa
Clyde, que acababa de cumplir 24 años, estaba hinchado de
alegría por haber llegado al final del camino. Y sabía que,
de algún modo, su triunfo era también el triunfo del viejo
Lowell.
Un
nombre para el Planeta X
Había que bautizar al noveno hijo del Sol. Y muchos pensaron que
debía llamarse Percival o Lowell, tal como
propuso su viuda, la misma que hizo sugerir su propio nombre: Constance.
¿Planeta Constance? No sólo suena ridículo,
sino bastante fuera de lugar (al fin de cuentas, ella no tuvo nada que
ver en el asunto). Por eso Slipher eludió el tema con toda elegancia:
el nombre Lowell no estaba mal, pero los astrónomos
del observatorio preferían algo más clásico. Parece
que la que dio en el clavo fue una nena de once años, de una escuela
de Oxford: Venetia Burney, que había estudiado la mitología
griega y romana y pensó que un planeta tan alejado del Sol debía
ser oscuro. Y entonces bien podría llamarse como el dios griego
del mundo subterráneo. Y así en mayo de 1930 el noveno hijo
del Sol fue bautizado Plutón.
Un
mundo, un legado
Ya pasaron 70 años desde aquella tarde del 18 de febrero de 1930.
Y sin embargo, el rostro de Plutón sigue siendo un misterio. De
hecho, es el único planeta del sistema solar que todavía
no ha sido visitado por ninguna sonda espacial. La NASA tiene en vista
una misión, llamada Pluto Express, que dentro de unos
años llenará ese bache. Pero por ahora hay que conformarse
con lo poco que nos han revelado los telescopios: Plutón solamente
mide 2200 kilómetros (mucho menos de lo que se creía inicialmente);
está cubierto por una gruesa capa de hielo de nitrógeno
y tiene una atmósfera raquítica. Como es lógico,
es un planeta extremadamente frío: su temperatura está alrededor
de los 230 grados bajo cero. Y no está solo: tiene una gran luna
descubierta en 1977 que se llama Caronte.
Hoy en día, además, Plutón es un planeta en jaque:
desde 1992 los astrónomos vienen descubriendo, uno tras otro, montones
de cuerpos más chicos en la periferia del sistema solar. Y por
eso, muchos opinan que, en realidad, Plutón no es más que
el líder de esta enorme banda (tal vez miles y miles) de objetos
fronterizos. Especialmente teniendo en cuenta su tamaño. Habrá
que ver; aunque por ahora la Unión Astronómica Internacional
no piensa quitarle su status de planeta.
Clyde Tombaugh murió en medio de esta polémica, el 17 de
enero de 1997, poco antes de cumplir 91 años. El viejo Clyde, después
de su hazaña histórica, siguió hasta el último
día andando el camino de la astronomía: descubrió
un cometa, cientos de asteroides y un cúmulo de galaxias. Y nunca
abandonó su legendario telescopio, aquel que fabricó en
su granja de Kansas. Clyde Tombaugh, Cometa Clyde, el que
hace 70 años se dio el lujo de descubrir un nuevo mundo.
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