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¿Se
puede orientar la
tecnología?
Por
Pablo Capanna
Al principio, no todas
las locomotoras andaban sobre rieles.
Entre 1820 y 1840, circuló por los caminos ingleses toda una variedad
de locomotoras ruteras que transportaban carga y pasajeros. En la carrera
París-Ruán de 1884, el último ómnibus de vapor
todavía compitió sin éxito con los motores de explosión,
aunque se siguieron fabricando autos de vapor hasta 1926.
Alarmados por la presencia de esas humeantes aplanadoras que espantaban
a los caballos y destrozaban los caminos, los legisladores británicos
pensaron en frenar su difusión, y no encontraron nada mejor que
limitar su velocidad.
Votaron entonces la Locomotive Act de 1865, que restringía la circulación
de locomotoras en las carreteras. La ley establecía que cada máquina
a vapor debía tener por lo menos tres tripulantes, uno de los cuales
debía adelantarse a pie agitando una bandera roja.
La intención de los legisladores era favorecer el ferrocarril,
que prometía un tránsito más ordenado, aunque cabe
pensar que más de uno tendría pensado invertir en el negocio
ferroviario.
La bandera roja
La ley de locomotoras logró frenar durante tres décadas
el desarrollo del auto a vapor. Pero no sólo favoreció el
ferrocarril. También le dio un decisivo impulso al desarrollo del
motor de explosión, que resultó más eficiente y más
barato, de manera que los límites de velocidad se fueron extendiendo.
A fines del siglo XIX, Benz, Daimler y Peugeot ya fabricaban autos en
pequeña escala. Una novela utópica de 1883 (The Diothas,
de John MacNee) predecía el triunfo del auto en el siglo XX e imaginaba
los caminos señalizados de hoy, aunque sólo se atrevía
a pronosticar una velocidad de 30 km/h.
En 1986, mientras un empleado de Edison llamado Henry Ford armaba su prototipo
y comenzaba a soñar con la fabricación masiva, los legisladores
británicos procedieron a derogar la ley de la bandera roja. Quizá
lo habrán hecho para evitar equívocos libertarios, pero
lo cierto es que ya nadie la respetaba.
El polvo del camino
Para 1908, cuando Ford ya estaba produciendo 10.000 autos por año,
la Real Comisión del Automotor presentó un informe a la
Corona británica donde señalaba como el principal problema
planteado por los carruajes sin caballos el polvo que levantaban al rodar
por los caminos.
Los expertos de la comisión, que sin duda serían profesionales
competentes, planteaban un problema que hoy nos parece irrisorio, aunque
en el contexto del momento era bien concreto. Para superarlo, surgieron
nuevas tecnologías, como el neumático y los caminos asfaltados,
que a su vez permitieron desarrollar mayores velocidades. Pero todavía
no se pensaba en el monóxido de carbono.
Ford, el hombre que puso el auto al alcance de las masas, escribió
que su propósito había sido permitirle a la gente que fuera
al campo a disfrutar de la vida al aire libre. Pero al poner a Norteamérica
sobre ruedas generó infernales problemas de tránsito,
y a la larga acabó por darnos las autopistas, los moteles, las
estaciones de servicio y otros engendros que colonizaron el campo hasta
volverlo irreconocible.
Cortázar lo comprobaría medio siglo más tarde, cuando
hizo la experiencia de volverse autonauta, recorriendo a paso
de tortuga un tramo de autopista.
Las leyes de tránsito y las tecnologías de seguridad surgieron
a la zaga de la innovación. Al principio, no había sido
posible prever que el auto llegaría a ser la principal causa de
mortalidad, que reformaría la planta de las ciudades y el estilo
de vida de sus habitantes, incluyendo por supuesto su salud.
Se diría que las leyes habían resultado inútiles,
al intentar ponerle freno a un progreso inevitable. A lo sumo, lo habían
desviado para acabar agravando las cosas.
Al fin y al cabo, lo
que estaba en curso era nada menos que la primera revolución industrial,
y toda la experiencia del pasado se había vuelto inútil.
El alud del cambio
Según se cuenta, un oficial que presenciaba la primera prueba nuclear
en Alamogordo (1945) habría exclamado: ¡Dios mío!
¡Estos melenudos (los físicos) han perdido el control!.
De hecho, las primeras impresiones de uno de los físicos responsables
(Oppenheimer) también fueron bastante apocalípticas.
La energía nuclear fue, durante medio siglo, el mejor ejemplo de
una tecnología temida, tanto por sus aplicaciones bélicas,
que nos pusieron al borde del suicidio, como por las pacíficas,
que tampoco resultaron la panacea que prometían ser (en los años
50, el presidente norteamericano Eisenhower anunció que gracias
a la generación nuclear la electricidad iba a ser tan barata
que no valdría la pena cobrarla).
Mejor recibidas fueron las telecomunicaciones, aunque nos dieron la globalización,
que transformó dramáticamente la vida de muchos, y el auto
particular, que provocó grandes entusiasmos, hasta que comenzamos
a ver sus consecuencias indirectas.
En general, lo que provoca sentimientos ambivalentes no es la tecnología
en sí, que nunca deja de ofrecer aspectos positivos. Lo que más
preocupa es la velocidad y la imprevisibilidad del cambio, especialmente
en cuanto no vemos su dirección ni percibimos su intensidad. Y
sobre todo, el temor a que se vuelva incontrolable.
Al tradicional ¿qué inventarán mañana?
de los Picapiedras, fiel expresión de ese asombro optimista propio
de los años sesenta, han sucedido las agorerías provocadas
por el descontrol de los sistemas técnicos y sus efectos no deseados:
Chernobyl, los derrames de petróleo, los apagones, el agujero de
ozono...
La actitud más generalizada combina tanto la inevitabilidad del
cambio tecnológico, destinado fatalmente a transformar nuestras
vidas, como la incertidumbre respecto de su confiabilidad última.
Parece inevitable que una innovación engendre la siguiente, sin
que nadie pueda controlar su aplicación.
De hecho, confiamos en que cualquier medicamento debe afrontar rigurosos
controles experimentales antes de ser habilitado para la venta; el desastre
de la talidomida en los sesenta nos ha enseñado mucho al respecto.
Pero nadie ha testeado los efectos psicológicos de los videojuegos
(hasta que el Pokémon provocara algunos ataques epilépticos)
ni los de la exposición al chateo o la cibernavegación prolongada.
¿Qué decir de la clonación, o de proyectos por el
momento utópicos, como la nanotecnología?
El fatalismo tecnologico
Von Neumann fue una de las mentes más brillantes de este siglo,
aunque no una de las más sabias, si recordamos su ciego belicismo.
El fue quien escribió alguna vez que las posibilidades tecnológicas
son irresistibles para el hombre. Si el hombre puede ir a la Luna, irá.
Si puede controlar el clima, lo hará...
Comentando esta frase lapidaria, el historiador Lewis Mumford observaba
que, cuando gente como Von Neumann atribuía ciertas características
al hombre, estaba afirmando algo a lo sumo válido para
el hombre occidental, en una etapa determinada de su historia.
Yendo más lejos, también cabría preguntarse quién
es el hombre sujeto de la frase: ¿todos los hombres,
algunos hombres, o sólo los dueños del poder?
Según Mumford, el corolario lógico a la tesis el hombre
fatalmente hará todo lo que tecnológicamente sea posible
sería el absurdo: Si el hombre tiene el poder de destruirse
a sí mismo y con él toda la vida en la Tierra, lo hará.
Por cierto, es algo que hasta ahora ha sido evitado, a pesar de que en
los momentos más agudos de la Guerra Fría se llegó
a acumular un arsenal nuclear suficiente para destruir toda la vida terrestre
no una sino catorce veces.
No hubo una ley de la bandera roja para la energía nuclear: nadie
la hubiese cumplido. Pero lo que sí hubo fueron procesos políticos
y diplomáticos más o menos eficaces que orientaron su desarrollo.
Llegamos a bordear más de una vez el desastre, pero por lo menos
hasta ahora pudimos evitarlo. El teléfono rojo no fue
una innovación técnica, pero sí una valiosa herramienta
política, para canalizar un peligroso poder tecnológico.
La mano invisible
Cualquier discusión que trate de tecnología y sociedad o
de políticas tecnológicas como transferencia y apropiación
suele plantearse en términos exclusivamente económicos.
A lo sumo, se la suaviza con algún componente ecológico.
Pero la historia enseña que en realidad el cambio tecnológico
fue el factor que menos comprendieron los economistas clásicos,
con excepción de Marx.
Las innovaciones tecnológicas nacen a menudo como respuesta a las
necesidades del mercado, pero pueden crear su propio mercado o alterar
sustancialmente las reglas del juego. A mediados de siglo el mercado era
promisorio para la producción y el perfeccionamiento de los pulmotores
destinados a las víctimas de la poliomielitis, pero una nueva tecnología
(la vacuna Sabin) los volvió casi innecesarios.
Es cierto que siempre fue inútil ponerle límites a la invención.
Pero, ¿se puede controlar, o siquiera orientar, la innovación
tecnológica? De hecho, lo primero que comprobamos es que la innovación
ya está eficazmente orientada. Esto es, se orienta por los intereses
económicos.
Si recurrimos a ese software ideológico llamado pensamiento
único que aún prospera en los países atrasados,
caeremos en una receta que combina el fatalismo con la fe en los mecanismos
del mercado.
Si una tecnología no es eficiente, no prosperará, se dice,
porque el mercado habrá de descartarla. Si trae consecuencias indeseadas,
el mercado la rechazará, o corregirá sus efectos creando
nuevas tecnologías correctoras.
Llevando este razonamiento a sus últimas consecuencias, debemos
confiar en que el agujero de ozono se cerrará como consecuencia
de la interacción de productores y consumidores; que el calentamiento
global será evitadopor la competencia global, que siempre lleva
a la optimización y que el desempleo se resolverá con la
transferencia de mano de obra al sector de los servicios.
Estamos ante una versión actualizada de la mano invisible
de Adam Smith. O una versión vulgarizada de esa selección
natural cuya acción Wallace (el colega de Darwin) comparaba con
el regulador automático de las máquinas de vapor.
El mercado y la
guerra
Siguiendo esta lógica, se diría que el mejor mecanismo darwiniano
para controlar las tecnologías bélicas sería la guerra,
el único mercado capaz de demostrar la competitividad de los que
ganan. Pero con ese criterio Cortés era superior a los aztecas
porque contaba con arcabuces, pero en su tiempo también lo eran
los hunos, que disponían de monturas con estribo, y los nazis,
que pusieron a punto las V2.
Puede que esto sea cierto, pero se trata de un método demasiado
costoso, y nada recomendable. Si se hubiera apelado a las leyes del mercado
bélico para resolver la confrontación Este-Oeste, no estaríamos
acá para contarlo.
Las leyes mecánicas del mercado, guiadas por esa suerte de demonio
de Maxwell que es la mano invisible, no resuelven los problemas globales.
Tampoco las prohibiciones inoperantes, como aquella Locomotive Act que
sólo consiguió acelerar aquello que se proponía frenar.
Menos aún lo son las absurdas leyes que acaba de aprobar el estado
de Kansas, que excluyen la evolución y el Big Bang de los planes
de estudio. ¿Por qué no se nos ocurrió probar con
la inteligencia?
A la naturaleza sólo se la vence obedeciendo sus leyes,
decía Bacon. Sólo los locos pretenden vencer la gravedad
con el voluntarismo; los demás volamos usando la aerodinámica.
Nadie hace represas a gran altura, sino aprovechando las depresiones naturales.
Tampoco es posible fundar un régimen duradero sobre la violencia
y la ignorancia.
Si es cierto que los inventos no pueden ser des-inventados, las innovaciones,
que generalmente consisten en aplicar los inventos, pueden ser orientadas
hacia el bien común. Pero ya no se trata simplemente de tecnología:
hablamos de política.
El caso del plomo
En un notable artículo de 1994, Norman Balabanian proponía
un caso paradigmático en el cual hubo un exitoso control político
de los efectos de la tecnología: la cuestión del plomo.
Sabemos desde hace mucho que el plomo no se lleva bien con nuestra química,
y que su ingestión causa daños permanentes, especialmente
en los niños. Pese a conocerlo, la industria produjo durante décadas
cañerías de plomo, pinturas con base de plomo, pilas de
plomo y naftas con plomo.
Con el tiempo, las cañerías de plomo fueron reemplazadas
por las de cobre y plástico. Las pinturas con plomo, después
de envenenar a varias generaciones, salieron de circulación. Lentamente,
las naftas sin plomo se van imponiendo, mientras se crean nuevas tecnologías
más respetuosas del medio ambiente que el viejo motor de explosión.
¿Cómo se logró todo eso? ¿Las naftas y las
pinturas sin plomo se impusieron porque eran más baratas? ¿La
industria automotriz mejoró el diseño de los motores porque
el mercado lo requería?
Nada de eso: todo se logró mediante instrumentos políticos.
Se elaboraron leyes más adecuadas y eficaces, que distribuían
premios y castigos económicos, para favorecer las tecnologías
más limpias. De acuerdo con las fuerzas del mercado, los norteamericanos
estarían respirando e ingiriendo más plomo que antes, porque
los nuevos productos eran más caros. Pero hubo leyes federales
que obligaron a fabricar motores que sólo consumían nafta
sin plomo a partir de cierta fecha. Del mismo modo, las autoridades regionales
establecieron reglamentaciones para las petroquímicas, así
como se puso freno a la emisión de clorofluorocarbonos y se establecieron
normas de seguridad para evitar los escapes de dioxina. Por su parte,
los Estados fueron regulando la fabricación de pintura, y las normas
municipales de edificación prohibieron el uso de cañerías
de plomo.
Nada de eso causó un retroceso tecnológico ni un empobrecimiento
de la calidad de vida. Simplemente obligó a abandonar al fatalismo
y tomar medidas políticas, regulando esa responsabilidad ambiental
que sólo el poder de la comunidad puede garantizar.
Tecnologia y politica
Se podría definir la política como el conjunto de los recursos
que se utilizan para movilizar las fuerzas inherentes a la organización
social. La tecnología, en cambio, sería el empleo de las
fuerzas naturales para mejorar las condiciones de vida de las sociedades.
La política es un asunto puramente humano, mientras que la tecnología
implica la interacción entre el hombre y la naturaleza, con lo
cual adquiere una dimensión ecológica. Pero
puesto que son los hombres quienes producen y emplean la tecnología,
y a la vez los que viven en el medio físico, la interacción
de política y tecnología se hace inevitable y necesaria.
La política tiene sus aspectos irracionales, que lamentablemente
son los que mejor conocen y manejan la mayoría de los políticos.
Pero también tiene su racionalidad que se expresa en las leyes,
cuando son elaboradas por equipos técnicos competentes, aun corriendo
el riesgo de ser tildados de tecnócratas.
Los suecos fueron los primeros en encarar con seriedad el problema de
las centrales nucleares y los japoneses han comenzado a hacer responsables
a los productores de la basura (envases, productos descartables) que incorporan
al medio ambiente.
Se dirá que el Estado nacional ya no puede regular el flujo de
tecnologías en un mundo globalizado. Pero algunos Estados lo consiguen,
aunque a veces exporten la contaminación. Pero ya parece haber
llegado el momento de negociar soluciones globales para los problemas
globales.
Se diría que sentarse a discutir los fines y los medios es tan
urgente como poner algo de racionalidad en el inestable sistema financiero
mundial.
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