Por
Ileana Lotersztain
El 6
de octubre de 1998, en una cárcel inglesa, Barry Horne comenzó
una huelga de hambre para protestar contra el uso de animales en la
investigación médica. Horne había conocido el encierro
por el mismo motivo: cumple una condena de 18 años de prisión
por hacer estallar varias bombas en granjas donde se crían animales
para experimentación.
Mientras se debilitaba tras las rejas, sus seguidores amenazaban con
asesinar a una decena de científicos si su líder moría.
Primeros en la lista figuraban los padres de la oveja Dolly,
los investigadores escoceses del Instituto Roslin. Pero la sangre no
llegó al río, porque dos meses después, casi al
borde de la muerte, Horne levantó su ayuno.
El caso de este basurero inglés es sólo un ejemplo de
las pasiones que despierta el uso de animales con fines científicos.
En esta polémica, los investigadores se llevan la peor parte.
Fuera de la comunidad científica son muy pocos los que se pronuncian
a favor de la experimentación animal, si bien son muchos los
que se benefician de ella. Pero entre los científicos la cuestión
tampoco está resuelta. Para unos pocos, el sufrimiento de un
animal está completamente justificado si va a tener como resultado
un beneficio para el hombre. Al resto, en cambio, no le hace mucha gracia
sacrificar animales en pos del bienestar humano, y espera poder prescindir
de ellos algún día.
Todo
bicho que camina
El uso de animales en la investigación es casi tan antiguo como
la práctica científica. En la escuela de medicina de Alejandría,
hace casi 2300 años, Erasísistrato y Herófilo hacían
disecciones y vivisecciones de cuanto bicho se cruzaba en su camino.
Pero a los médicos de la antigüedad no les bastaba con los
animales; también ponían el ojo y el bisturí
en los presos condenados a muerte.
La vivisección de seres humanos se prohibió rápidamente,
no así la de animales. Recién en 1876 el Parlamento británico
promulgó una Ley contra la Crueldad, para regular la experimentación
animal. Pero los proteccionistas tuvieron que esperar un siglo más
para que sus denuncias fueran tomadas en serio.
En las últimas décadas, tanto en Europa como en Estados
Unidos, la presión constante de los grupos antiviviseccionistas
dio sus frutos. En 1966 se aprobó en Estados Unidos la Ley sobre
el Bienestar Animal, que deja bien en claro lo que se puede y lo que
no se puede hacer con los animales de laboratorio. Europa no se quedó
atrás, y rápidamente surgieron edictos similares en Alemania,
Inglaterra y Suiza.
Fuera
de la ley
La Argentina al igual que la mayoría de los países
de América latina es un paraíso para quienes desean
investigar con animales sin tener que rendirle cuentas a nadie. En primer
lugar, nuestro país carece de una legislación sobre el
tema. Pero eso no es todo: Acá no se respetan las reglas
del Consejo Internacional de Animales de Laboratorio (ICLA), se
queja la doctora María Susana Merani, investigadora del Conicet
y representante de esta organización internacional en nuestro
país desde hace más de 14 años. Los límites
los ponen las revistas extranjeras, que rechazan trabajos cuando el
número de animales que se usó es demasiado alto. Y eso
es lo que pasa en muchos artículos argentinos. Los animales son
muy diferentes, porque la calidad no es buena, entonces aparecenvariaciones
que no tienen que ver con el experimento en sí, y hay que usar
muchos para que no se noten esas diferencias.
La Dra. Merani agrega que, a veces, los investigadores optan por publicar
sus trabajos en revistas nacionales, que no son tan exigentes en este
sentido.
En Estados Unidos y en Europa los institutos de experimentación
tienen comités de ética que les prohíben a los
investigadores realizar ciertos experimentos por considerarlos muy crueles
o innecesarios, aclara la Dra. Y a veces esos grupos buscan gente
en nuestro país para que les haga el trabajo sucio, y después
publican juntos.
Por otra parte, la doctora Adela Rosenkranz, coordinadora del Bioterio
Central de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad
de Buenos Aires, aclara que, aunque son la excepción y no la
regla, algunas instituciones nacionales, como la Sociedad Argentina
de Investigación Clínica (SAIC), tienen un comité
de ética que evalúa los trabajos que se presentan allí
cada año.
En
contra y a favor
Para algunas personas, usar animales con fines científicos es
un crimen y debería estar absolutamente vedado. Otros, no tan
extremistas, sostienen que este tipo de experimentación es un
mal necesario, pero que debe ser cuidadosamente controlado.
Rosenkranz explica que en algunos casos no queda otra alternativa que
emplear animales. La vacuna antirrábica, por ejemplo, se
hace con cerebro de ratón lactante. En este caso, el roedor es
una materia prima de la industria farmacéutica. Para la
investigadora, pretender que los animales de laboratorio no sufran en
absoluto es una utopía. El solo hecho de ponerlos en jaulas
los altera, y cuando se los toca se estresan inevitablemente.
Para el filósofo Peter Singer, autor del libro Liberación
animal, no considerar los derechos de un animal sólo porque
no es un ser humano es una forma de especeísmo, un pecado equivalente
al racismo.
Pero los que se paran en la vereda contraria creen que los proteccionistas
están llevando las cosas demasiado lejos. Frederick Goodwin escribió
un ensayo al que tituló No podemos sacrificar a las personas
por amor de la vida animal, donde advierte que la defensa extremista
de los derechos de los animales puede terminar en una seria amenaza
para la salud humana.
Hagamos
un trato
También están aquellos que quieren llegar a un acuerdo
entre las partes. Los partidarios de la línea salomónica
proponen que antes de decidir si se lleva adelante una investigación
con animales habría que hacer un análisis de tipo costo/beneficio.
La idea sería cotejar el dolor y el sufrimiento del animal con
los nuevos conocimientos o terapias que podría aportar el experimento.
En una nota publicada en la revista Investigación y Ciencia,
Barbara Orlans, del Instituto Kennedy de Etica de la Universidad de
Georgetown, en Estados Unidos, plantea que el término medio es
posible: Los libertadores de los animales deben aceptar que la
investigación animal es beneficiosa para los humanos. Y los investigadores
tienen que admitir que si los animales son lo bastante próximos
a los hombres como para que sus cuerpos y sus cerebros sean buenos modelos
de la condición humana, entonces es inevitable que al usarlos
surjan dilemas morales.
La doctora Merani encontró una manera de estar en paz con su
conciencia. En mi laboratorio se hacen estudios genéticos
y reproductivos. Trabajo con mulitas, carpinchos, fauna autóctona
en general. Y hace muchos años que no sacrifico un animal. Uso,
por ejemplo, las colecciones en formol de los museos, aunque esto me
complica mucho el trabajo, porque es difícil conseguir material
en buenas condiciones. Merani aclara que tambiénexperimenta
con animales vivos, pero que no los sacrifica. Les sacamos muestras
de sangre y a veces testículos, pero uno solo, así pueden
seguir reproduciéndose. Después les ponemos un chip para
identificarlos y los soltamos en el mismo lugar donde fueron capturados.
Cambio
perro por computadora;
doy garantías
Con los avances de la biotecnología llegó también
un batallón de métodos que intentan sustituir a los animales
por tubos de ensayo. Y hay técnicas para todos los gustos. En
algunos casos los investigadores echan mano al cultivo de células
y tejidos humanos o al análisis estadístico. Y uno de
los métodos más revolucionarios es la simulación
por computadora.
Pero a pesar de que los científicos se muestran escépticos,
se preguntan a la vez si podrán modelar por computadora procesos
tan complejos como el nacimiento de un bebé. Para algunos casos,
parecería que la experimentación animal es la única
opción.
En la contienda investigadores versus proteccionistas cada bando cuenta
con victorias y derrotas. Los antivivisecionistas no se cansan de decir
que, hace unos 30 años, una serie de investigaciones en animales
condujo a la conclusión errónea de que inhalar el humo
del tabaco no producía cáncer de pulmón.
Los científicos contraatacan con el ejemplo de las sulfamidas,
unas sustancias muy utilizadas para tratar las infecciones bacterianas.
En las primeras décadas de este siglo, los investigadores de
los laboratorios Bayer estudiaban las bondades de estos compuestos.
Como el objetivo era destruir bacterias, tal vez habría bastado
probar los fármacos en cultivos bacterianos. Pero los científicos
prefirieron hacerlo en ratones. Y acertaron: las sulfamidas matan a
las bacterias después de sufrir una transformación dentro
del cuerpo de un animal.
Los investigadores tienen otra carta de triunfo: la regeneración
de las células nerviosas. Hasta hace algunos años parecía
imposible que las neuronas dañadas de la médula espinal
de un mamífero recuperaran su función. Pero los últimos
experimentos en ratas y ratones dejan claro que el tratamiento de las
parálisis, lejos de ser una idea alocada, está a un paso
de cristalizarse.
Un
cambio de rumbo
Aunque algunos científicos patalearon, las quejas de los proteccionistas
no cayeron en saco roto. En los países europeos, el número
de animales de experimentación disminuyó a la mitad en
los últimos 20 años. En los Estados Unidos ocurrió
otro tanto, aunque la cifra sigue siendo elevada: cerca de 22 millones.
Pero los investigadores también tienen que ver en esto. A medida
que la ciencia refina sus métodos, cada vez se necesitan menos
animales. En la década del setenta se usaban 5000 monos cada
año para producir la vacuna contra la poliomielitis. Ahora basta
con el cultivo de las células renales de unos 10 monos para abastecer
de vacuna a todo el mundo.
Pero además, en 1959, el microbiólogo Rex Burch y el zoólogo
William Russell sentaron las bases de lo que sería una nueva
forma de trabajo. Bajo el lema de las tres erres, los científicos
propusieron reducir el número de animales de experimentación,
refinar las técnicas de laboratorio para que los bichos sufrieran
lo menos posible e intentar reemplazarlos por otros métodos de
investigación.
Más
pobre que Lassie
Cuando se tira el problema de la experimentación animal a la
calle, la gente suele adoptar una postura ambigua. Aunque la mayoría
la repudia, admite, por otra parte, que los progresos de la medicina
son fundamentales y que tal vez el fin justifique los medios. Pero además,
todo depende de a quién se le haga la pregunta. Para la gente
del campo, los animales sonuna forma de ganarse la vida y, si bien no
son partidarios de lastimarlos, no los miran con los mismos ojos de
quienes los hacen trabajar de compañeros.
Pero el sexo de los encuestados también influye: las mujeres
defienden los derechos de los animales mucho más encarnizadamente
que los varones.
Etica
versus estética
Por más evidencias y méritos que presenten los investigadores,
hay un terreno en el que los proteccionistas no están dispuestos
a ceder: el uso de animales para probar los efectos de los productos
de belleza. Además de perseguir un fin que dista mucho de ser
noble, las prácticas que se emplean con este propósito
son terriblemente crueles.
Otro de los ensayos que está en el banquillo de los acusados
es la prueba de la dosis letal 50 (LD-50). En este ensayo, que se usa
para probar la toxicidad de un fármaco, se prueban varias dosis
de la sustancia en cuestión en un grupo de 200 animales para
ver cuál de las dosis mata a la mitad. Aunque no se encontró
ningún sustituto para esta prueba, al menos se logró bajar
a 18 el número de víctimas.
Pero disminuir no es suprimir. Y los científicos dudan de que
algún día puedan prescindir totalmente de los animales.
El problema es que a veces no alcanza con saber cómo se comportan
las células o los tejidos, porque un ser vivo es mucho más
que una amalgama de células. Y, al menos por ahora, las nuevas
drogas se seguirán probando primero en animales para ver su efectividad
y estudiar su toxicidad. Y aunque tampoco así se tiene una seguridad
del 100 por ciento aclaran los expertos, ésta sigue
siendo la mejor manera de proteger a la gente.