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Los mitos y realidades de la innovación
Por
Emilio Mendez *
El País de Madrid
La innovación
está de moda. Los economistas nos hablan de ella como el motor
del desarrollo. Los periodistas nos informan sobre incontables reuniones
y seminarios donde se discute cómo fomentarla. Las compañías,
en sus anuncios, nos aseguran de su filosofía innovadora. Los científicos
reclaman más recursos para la investigación sobre la base
de que ésta es esencial para la innovación.
En todo escrito o conferencia sobre innovación es de rigor emparejar
este término con los de investigación y desarrollo o con
el de patente, preferiblemente en alta tecnología. Pero, a pesar
de tantos pronunciamientos, apenas se oye decir qué se entiende
por innovación, con lo que se corre el riesgo de hablar de cosas
diferentes y de que la palabra se convierta en un cliché sin contenido.
Para ser innovador, un producto o un servicio nuevo tiene que ser aceptado
por el mercado y producir ganancias muy superiores a las de los otros
productos. En definitiva, lo que caracteriza a toda innovación
es la novedad unida a un gran éxito económico; sólo
unas pocas crean además mercados nuevos en direcciones insospechadas.
Base cientifica
Por supuesto, muchas de las innovaciones modernas tienen una base científica
y tecnológica. Sin embargo, en contra de lo que suele repetirse,
pasado un cierto umbral, no existe una relación directa entre el
nivel de innovación de un país y su desarrollo científico
o tecnológico, ni aquél se mide por el número de
patentes. El Reino Unido tiene más de 70 premios Nobel en ciencia
y medicina, y a pesar de ello su tradición innovadora es pobre.
La Unión Europea gasta en investigación aproximadamente
el mismo porcentaje del producto interior bruto que Estados Unidos, y
los europeos publican más artículos científicos que
los norteamericanos. En cambio, casi ninguna de las grandes industrias
del siglo XXI son de creación europea. En términos absolutos,
el número de patentes japonesas casi dobla al de Estados Unidos;
por habitante, el de éste es casi tres veces menor que el de Corea.
Pese a estas cifras, nadie duda de la enorme ventaja norteamericana en
cuanto a innovación se refiere.
Innovar no es inventar
Tampoco es innovación sinónimo de invención. Edison,
el inventor por antonomasia, era, al parecer, pésimo para desarrollar
productos con éxito comercial. Un producto tan revolucionario como
el videocasete había sido ya inventado por Ampex para uso profesional
en 1954. Fueron los esfuerzos japoneses en los años setenta por
hacerlo más pequeño, sencillo y barato lo que lo convirtió
en un producto con éxito fulminante entre el público general.
Los láseres de semiconductores fueron prácticamente inútiles
durante 20 años, hasta que en la década de los ochenta fueron
incorporados en los sistemas de discos compactos y de transmisiones por
fibra óptica.
Otro error frecuente es creer que todas las innovaciones modernas dependen
de la tecnología más reciente o que han de ser técnicamente
superiores a los productos que sustituyen. Las notas adhesivas fueron
desarrolladas por la compañía 3M a partir de un pegamento
que había fracasado en otras aplicaciones, mientras que la tecnología
más de punta no ha sido suficiente para salvar de la bancarrota
a la compañía que introdujo la telefonía móvil
intercontinental hace dos años. Si revolucionario fue el circuito
integrado, también lo fue antes laintroducción de la línea
de producción, y, más modestamente, el cajero automático
o incluso el modelo de negocio creado por McDonalds.
¿Politicas
publicas?
¿Son acaso los grandes programas gubernamentales los que determinan
que la innovación florezca en unos países y no en otros?
El caso de Japón es ilustrativo. Su Ministerio de Comercio e Industria
ha creado en los últimos años varios proyectos gigantescos
destinados a fomentar la innovación, que, según la revista
The Economist, el mismo ministerio reconoce que han sido una pérdida
de tiempo.
Las raíces de la capacidad de innovación de un país
hay que buscarlas en su historia y su cultura. La innovación exige
una mentalidad más interesada en lo práctico que en lo teórico,
abierta a la noción de provisionalidad y cambio. Pero, sobre todo,
para desarrollarse, la innovación requiere una cultura que favorezca
el riesgo, recompense el éxito y no penalice demasiado el fracaso.
Por eso no debe extrañar que Estados Unidos un país
de inmigrantes que mantiene el espíritu pionero de los primeros
colonizadores europeos esté a la cabeza en este terreno.
La tradición calvinista de depender de sí mismo y no del
Estado, de culparse uno mismo antes que al sistema si las cosas no vienen
bien, sigue aún viva en Estados Unidos.
Los norteamericanos son optimistas y creen que pueden conseguir lo que
a otros parece imposible: el 78 por ciento de ellos piensa que se puede
llegar a rico habiendo nacido pobre. La ambición de riqueza,
de poder y de fama está bien vista por la sociedad y ésta
la recompensa con largueza. En resumen, la innovación nace de un
espíritu connatural con el capitalismo.
* Emilio Méndez
es catedrático de Física de la Universidad del Estado de
Nueva York en Stony Brook, Estados Unidos.
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