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La década del Hubble

Por Mariano Ribas

La mañana del 24 de abril de 1990 fue particularmente emotiva para los astrónomos de todo el mundo. Y especialmente tensa para los cinco astronautas del transbordador espacial Discovery, que acababa de despegar del Centro Espacial Kennedy, en Estados Unidos. Y no era para menos, porque en la bodega de la nave, viajaba el instrumento científico más caro de todos los tiempos: una mole de 11 toneladas, que se daba el lujo de llevar el apellido de uno de los astrónomos más grandes del siglo XX.
Al día siguiente, y ya con un poco más de calma, la tripulación del Discovery se preparó para la maniobra final: cuando habían alcanzado una altura de más de 600 kilómetros por encima de la superficie terrestre, la bodega se abrió, y el brazo robot de la nave tomó delicadamente al distinguido pasajero, y finalmente lo soltó al espacio. Y allí quedó, en órbita, girando alrededor de la Tierra. Ya de regreso, los astronautas le echaron una última mirada. Y esa imagen debe haber sido impactante: un brillante cilindro plateado, tan grande como un vagón de tren, recortado contra el negro más profundo que pueda imaginarse. Era el final de un breve viaje, y el inicio de una nueva era para la astronomía: hace diez años, el Telescopio Espacial Hubble comenzaba a desperezarse, y cuando abrió los ojos por primera vez, cambió para siempre nuestra manera de ver el universo.

Astronomia barrial
De entrada, el gran objetivo del Hubble fue la astronomía extragaláctica: observar quasares y galaxias lejanísimas, medir distancias, velocidades y, en la medida de lo posible, llegar a tocar los bordes del universo. Sin embargo, durante estos años, el telescopio también se hizo su tiempo para tareas un poco más barriales, convirtiéndose en un verdadero explorador planetario. En Marte, observó y fotografió las famosas tormentas de polvo, siguiendo su evolución. Y también, registró las variaciones estacionales (avances y retrocesos) de sus casquetes polares, y la formación de nubes. Mirando un poco más lejos, el Hubble obtuvo exquisitas vistas de la colorida y turbulenta atmósfera de Júpiter, incluyendo primeros planos y seguimientos de su famosa Gran Mancha Roja (un huracán gaseoso descomunal, mucho más grande que la Tierra). Y hasta consiguió imágenes bastante decentes de sus cuatro lunas principales que, vistas con un telescopio terrestre, son poco más que simples puntitos de luz. Y en Saturno, captó “in fraganti” a una espectacular tormenta atmosférica, e incluso, observó un fenómeno bien conocido en la Tierra: las auroras. Y obviamente, también se ocupó de su célebre sistema de anillos.

Urano, Neptuno y Plutón
Pero los verdaderos desafíos para el Hubble eran los planetas más lejanos: Urano, Neptuno y Plutón. Para los mejores telescopios terrestres, los dos primeros suelen ser insignificantes bolitas carentes de todo detalle. El Hubble, en cambio, mostró dos discos bien definidos, y con detalles. Y algunos, muy interesantes: en junio de 1994, el telescopio descubrió que una enorme mancha oscura en la atmósfera de Neptuno, que había sido observada por la nave Voyager en 1989, ya no estaba, delatando una interesante dinámica meteorológica. Y poco más tarde, en el mismo planeta, el Hubble fue testigo de la formación de otra nueva mancha, acompañada por brillantes nubes. ¿Y Plutón? Evidentemente era el hueso más duro de roer: es tan chico y está tan lejos, que para los aparatostradicionales, nunca pasó de ser un escuálido puntito de luz (encima, es el único planeta de la familia solar que nunca fue visitado por ninguna nave espacial). Bueno, en cierto modo, el Hubble lo hizo: por primera vez, se detectaron borrosas diferencias de brillo en la esquiva cara del noveno planeta.

Un show aparte
Sin dudas, uno de los hits del Telescopio Espacial Hubble, fueron sus imágenes –que muchos llamaron el evento astronómico del siglo–: los impactos de los fragmentos del cometa Shoemaker Levy 9 (SL9) contra el planeta Júpiter. El inusual show ocurrió en julio de 1994, y era esperado con muchísima ansiedad por los astrónomos de todo el mundo. El SL9 era un pobre cometa que, en 1992, tuvo la poca viveza de acercarse demasiado al gigante planeta. Y entonces, fue completamente destruido por la fuerte marea gravitacional de Júpiter. Así, el SL9 se convirtió en una colección de veinte fragmentos, que marchando como un especie de tren suicida, terminaron estrellándose dos años más tarde contra la gruesa atmósfera de Júpiter. Y dejaron unas transitorias marcas oscuras realmente impresionantes, que pudieron verse también con telescopios de aficionados. Todo este espectáculo fue seguido “en vivo y en directo” por el Hubble, que, desde la órbita terrestre, registró con lujo de detalles todo lo que iba sucediendo en ese escenario tan lejano como violento. Y los astrónomos, con una sonrisa de oreja a oreja, no se perdieron de nada.

Espiando la vida de las estrellas
Otra de las premisas del Hubble era convertirse en una especie de paparazzi espacial. Casi irrespetuosamente, se la pasó espiando la vida de las estrellas, desde la cuna, hasta sus muertes. Durante toda esta década, su aguda mirada se clavó una y otra vez en los gigantescos criaderos de estrellas de la Vía Láctea, como la famosa Nebulosa de Orión, o la Nebulosa Aguila, cuyos impresionantes pilares de gas y polvo se convirtieron en una de las imágenes más famosas obtenidas por el telescopio. En estas nebulosas, y en muchas otras, el Hubble detectó montones de protoestrellas (estrellas en formación) y confirmó que los discos protoplanetarios (futuros sistemas solares) son bastante comunes.
El Hubble se cansó además de fotografiar estrellas casi agonizantes, como la espectacular Eta Carina, en nuestra galaxia, con sus enormes burbujas de gas en expansión y otras que directamente ya han muerto –o se están muriendo–, originando espectaculares nebulosas de todas las formas y colores imaginables, intrincadas formaciones gaseosas que obligan a los astrónomos a explicar los complejos mecanismos que las producen.

Misterios en los nucleos galacticos
Desde hace tiempo, los científicos sospechan que, tal vez, los núcleos de muchas galaxias –sino todas– esconden gigantescos agujeros negros, monstruos que, para saciar su apetito gravitacional, se la pasarían devorando las estrellas y las nubes de gas de sus alrededores. Y claro, otra de las premisas de arranque del Hubble era tratar de confirmar esta terrible hipótesis. Después de observar cuidadosamente los núcleos de unas cuantas galaxias relativamente cercanas (como la famosa Andrómeda), el telescopio ha descubierto indicios sumamente sugerentes. Y una de las pistas más firmes proviene de la megagalaxia elíptica M 87, una isla cósmica formada por 1 billón de estrellas (varias veces más que nuestra Vía Láctea). Hace unos años, el telescopio espacial detectó un enorme disco de gas en el corazón de M87. Y después de algunas mediciones, los astrónomos llegaron a una asombrosa conclusión: parece que ese disco de materia está girando rápidamente alrededor de “algo” no demasiado grande, pero tremendamente masivo: unas 2000 millones de masas solares. No existeninguna cosa “normal” que en un volumen relativamente chico pueda concentrar tanta materia. Y por eso, muchos piensan que el Hubble ha obtenido una evidencia absolutamente categórica que delata la presencia de un superagujero negro en M87.

Pruebas de fuego
Planetas, estrellas, nebulosas, galaxias cercanas... todo eso estaba muy bien, pero las verdaderas pruebas de fuego para el Hubble era determinar la edad del universo y, también, observar los “objetos de frontera”, aquellos que están a distancias de miles de millones de años luz. En esta categoría están los siempre enigmáticos –y nunca bien observados– quasares, objetos increíblemente energéticos y luminosos no mucho más grandes que nuestro Sistema Solar. Desde su descubrimiento, en 1963, se han lanzado distintas teorías sobre la salvaje naturaleza de los quasares, y muchas de ellas coinciden en un punto: probablemente, sean los afiebrados núcleos de ciertas galaxias. Pero hasta hace no mucho tiempo, esto era muy difícil de comprobar con los telescopios tradicionales. Y nuevamente, el Hubble lo hizo: a mediados de los 90, y mediante un técnica muy ingeniosa –que consiste en bloquear el brillo de los quasares para ver qué tienen alrededor–, el telescopio descubrió sutiles detalles alrededor de muchos de ellos. Y esos detalles parecen ser las siluetas (mucho menos brillantes) de las galaxias que contienen a las quasares en sus centros. Es un paso adelante, sin dudas, pero de todos modos, todavía falta mucho para resolver el misterio de los quasares.

Galaxias desparramadas
Si uno tuviese que armar un ranking con las fotos más estremecedoras tomadas por el Hubble (cosa que les encanta a los norteamericanos), hay una que, sin dudas, estaría en los primeros puestos: la llamada “Deep Field” (Campo Profundo). En diciembre de 1995, el telescopio fue apuntado a un pequeño parche de cielo, en dirección a la constelación de la Osa Mayor. Allí, aparentemente, no había nada. Y durante diez días, los instrumentos del aparato fueron “integrando” lentamente una imagen (lo que en términos fotográficos sería la exposición). El resultado de esa paciente tarea dejó con la boca abierta al equipo del Hubble: la foto mostraba un verdadero desparramo de galaxias –unas mil quinientas en total– en los confines del universo, a miles y miles de millones de años luz de distancia. Lo que esa imagen mostraba era parte de la temprana historia del cosmos, porque la luz de esas galaxias había viajado miles de millones de años hasta llegar al gran espejo del telescopio. Y por lo tanto, se las veía como eran hace miles de millones de años. En cierto modo, el Hubble había viajado hacia atrás en el tiempo, acercándose a la infancia del universo.

La edad del cosmos
Y a propósito de tiempo: además de la observación del espacio profundo, la otra cuestión clave era averiguar la edad del cosmos. Y para eso, a lo largo de los 90, distintos grupos de astrónomos utilizaron al telescopio para determinar la famosa “Constante de Hubble” (que al igual que el telescopio, lleva el nombre del astrónomo norteamericano que descubrió que el universo está en expansión). Ese dato es la llave para resolver el problema de la edad: si uno sabe a qué velocidad marcha el universo, y también sabe su tamaño actual, es posible calcular con cierta precisión el tiempo que le ha tomado llegar hasta ese tamaño desde los tiempos del Big Bang. Y para averiguar su valor, hay que medir distancias y velocidades de distintas galaxias. Hubo idas y venidas, y por momentos, los datos parecieron completamente disparatados: una de las mediciones –de 1994– le daba al universo una edad de 8 o 9 mil millones de años... ¡mucho menosque la de algunas estrellas! Pero en los últimos tiempos los datos se afinaron un poco, y la edad se estableció en torno de unos más razonables 12 o 13 mil millones de años. De todos modos, las sorpresas siguieron estando a la hora del día: en 1998, y apoyándose en las observaciones del Hubble, dos grupos de astrónomos lanzaron la bomba de que el universo se estaba acelerando y que, posiblemente, la causa sería una suerte de “antigravedad”. Pero todo eso está por verse.
Mientras tanto, el Telescopio Espacial Hubble sigue allí arriba, dando vueltas alrededor de la Tierra, y listo para celebrar su décimo aniversario. Al parecer, su vida útil –mantenimiento mediante– se estiraría por otros diez años más. Y por eso, es muy probable que este maravilloso cofre de sorpresas astronómicas siga dando que hablar. Así sea.

El Hubble: Una historia

Por M. R.

El Hubble está por cumplir diez años, pero su historia viene desde más atrás. La idea de construir un telescopio espacial comenzó a rodarse a fines de la década del 60, una época en la que las primeras naves interplanetarias se acercaban tímidamente a la Luna, Marte y Venus, mientras los astronautas pioneros salían de paseo por el espacio cercano, preparando el terreno para el inolvidable alunizaje del Apolo XI. Ya a principios de los setenta, la cosa estaba más encaminada, y en la NASA algunos borradores hablaban de un tal Large Space Telescope (Gran Telescopio Espacial). Claro, uno podría preguntarse: ¿para qué tomarse el trabajo de llevar un telescopio al espacio? Al fin de cuentas, los telescopios terrestres parecen trabajar bastante bien. Sin embargo, desde los tiempos de Galileo, los telescopios han tenido una enemiga fatal: nuestra atmósfera, que se las arregla bastante bien para estropear la calidad de las imágenes de todo lo que está allí afuera. Por lo tanto, hacerle una gambeta a la atmósfera es una muy buena idea. Es simple. En el espacio, un telescopio pequeño, puede rendir mucho más que cualquier gigante en la superficie: mucho más contraste, mucha mejor definición, en definitiva, una mejor vista del universo, son las ventajas de estar en órbita. Y bien, en 1977, la NASA, con la colaboración de la Agencia Espacial Europea, inició la construcción del telescopio que muchos astrónomos veían en sus sueños. Pero por una u otra razón, la cosa se hizo lenta, tediosa, con idas y venidas, hasta que trece años más tarde, y con otro nombre –el del astrónomo norteamericano Edwin Hubble, que en la década del 20 descubrió que el universo estaba en expansión–, el chiche parecía estar listo...

Un tropezon no es una caida
Pero no. A pocos meses de su estreno, llegó el gran fiasco: el Telescopio Espacial Hubble tenía un serio defecto óptico en su espejo principal, un disco de vidrio aluminizado de 2,4 metros de diámetro. Y fue un escándalo total, porque, entre otras cosas, había costado nada más y nada menos que 1600 millones de dólares. Entonces, muchas mentes estrechas, que en su vida se habían preocupado por levantar la mirada al cielo, aprovecharon la oportunidad para atacarlo con furia: “¿para qué gastar tanta plata en algo así... para qué sirve...?”, decían.
De todos modos, el Hubble se las arregló como pudo. En la Tierra, sus imágenes eran pasablemente corregidas con computadoras y procesadores de imágenes. Así, por ejemplo, obtuvo la mejor imagen de Saturno nunca antes conseguida. Pero no era cuestión de andar para siempre con precarias muletas. Por eso, en diciembre de 1993, la NASA despachó a un transbordador con siete astronautas y todo un impecable set de ópticascorrectivas. Y lo dejaron como nuevo. El Hubble, corregido de su miopía, había vuelto a nacer.