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Tecnica, ciencia e historia
Ulises & Mercurio

Por Pablo Capanna

El inglés Alfred North Whitehead (1861-1947) era un personaje poco común. Hasta los sesenta años fue matemático, y junto con Bertrand Russell escribió nada menos que el fundamental tratado Principia Mathematica.
No conforme con esto, a la edad en que muchos piensan en jubilarse y mirar los trenes desde el andén, Whitehead emprendió una segunda carrera. De los sesenta a los ochenta y seis fue filósofo, y nos dejó obras tan importantes como Proceso y Realidad, que recién comenzarían a ejercer influencia cincuenta años después.
Entre sus obras filosóficas se encuentra un notable ensayo sobre “Las funciones de la razón”. Allí, Whitehead intentó diferenciar aquello que otros consideran un continuo: la inteligencia teórica (la “razón de Platón”) y la técnico-práctica, que llamó “razón de Ulises”.
No sin prejuicios, Whitehead escribió que la inteligencia de Ulises es lo que compartimos “con los zorros”, pero que la teórica es la que nos asocia “con los dioses”.
No negaremos que diseñar estrategias para ganar votos o inventar algo para que la puerta no haga ruido parecen ser actividades de un orden distinto de pensar el teorema de Gödel o meditar sobre la identidad y la diferencia.
Pero el hecho es que en el mundo en que vivimos ambas formas de inteligencia están irremediablemente vinculadas entre sí. No sólo los teóricos les deben la vida y el bienestar a los prácticos; se diría que hoy hasta la propia ciencia depende de su hija, la tecnología.

Platón y Ulises
Whitehead pensaba que la inteligencia teórica y la abstracción son fenómenos muy recientes en la escala evolutiva. Recién podríamos decir que tenemos pruebas de ellas desde que apareció la escritura y comenzamos a manipular símbolos, no hace más de 6 mil años.
Los pasos siguientes fueron la invención de la lógica por los griegos y los hindúes (hace menos de tres milenios) y del método experimental, que apenas tiene quinientos años.
En consecuencia, el pensamiento técnico (Ulises) resulta ser mucho más antiguo que la razón de Platón. En realidad, es la culminación de una fuerte tendencia evolutiva que aparece con los vertebrados y comienza a manifestarse en los cetáceos.
Recordemos qué clase de cosas hacía Ulises, que por algo era llamado “el astuto”. No se preocupaba por el origen del cosmos ni por la regularidad de los astros, pero era un maestro de la supervivencia. Engañó a los troyanos mediante una formidable operación de prensa cuando les vendió un falso caballo lleno de comandos aqueos. Engañó al cíclope Polifemo haciéndose llamar “Nadie”, y lo hizo quedar como un tonto que andaba preguntando si no habían visto a nadie. Para no sucumbir al canto seductor de las sirenas, se hizo atar al mástil del barco y se aisló los oídos con un walkman de cera.
Por supuesto, la inteligencia de Ulises no sólo consiste en embaucar a la gente sino en imaginar soluciones para los problemas prácticos, “engañando” a la naturaleza para ponerla a nuestro servicio.
Para ilustrarlo, Whitehead imaginaba a un viajero sediento en el desierto. Su imaginación le permite visualizar una fuente, pero puede llegar a obsesionarlo al punto de agotar sus fuerzas buscando agua en cualquier parte. El hombre y algunos animales superiores no sólo son capaces de imaginar lo que desean sino también de concebir las alternativas útiles para alcanzarlo: protegerse del sol, esperar la noche, escarbar en las raíces de la maleza.
En pocas palabras: la razón de Ulises es la que administra la escasez. Un economista diría que eso es lo que define su ciencia.

Platón versus Ulises
La audacia especulativa de los primeros filósofos, con los comienzos de la lógica y de la argumentación, provocó en los griegos una cierta ebriedad racionalista que, por otro lado, resultaba muy oportuna para frenar las tendencias igualitarias de la democracia naciente.
De hecho, algunos eran libres de especular porque había muchos que trabajaban como esclavos para satisfacer sus necesidades. Su civilización también dependía del ingenio de muchos Ulises artesanos que habían hecho la vida más agradable.
Los especulativos (que eran los que escribían la historia) pensaron que todo eso era secundario, y despreciaron la escalera con la cual habían trepado a la cima. Todo lo que fuera técnico era propio de los esclavos, que eran una suerte de animales ingeniosos. Sólo el pensamiento abstracto (o el poder de sus mecenas) les permitía distinguirse del resto de los mortales.
Por ese prejuicio, cosas como la turbina a vapor de Herón, el odómetro o el tornillo sinfín fueron vistos en la Antigüedad como ingeniosos juguetes, casi como lo sería la electricidad en los salones cortesanos del Siglo de las Luces.

Platón & Ulises
Las cosas cambiaron radicalmente con los orígenes de la ciencia moderna. Como reacción a la especulación de los escolásticos, los abanderados de la nueva ciencia no dudaron en ensuciarse las manos, como ya lo hacían los alquimistas; recurrieron al saber de los artesanos, y a menudo aprendieron de ellos.
Galileo era discípulo de Tartaglia, que estudiaba el tiro de los cañones. Frecuentaba los astilleros venecianos, miraba la Luna con ese catalejo que había inventado un holandés, construía sus propios planos inclinados y experimentaba con péndulos y balanzas. Koestler llegó a decir que era más ingeniero que físico.
Vesalio hacía disecciones, Leonardo diseñaba máquinas, Pascal y Leibniz inventaban calculadoras; Stevin se ocupaba de mecánica e hidráulica y Paracelso preparaba pócimas. Para entonces, la imprenta ya producía los primeros libros técnicos.
La alianza entre Ulises y Platón, la ciencia y la tecnología, nunca más se rompería: por el contrario, iría haciéndose más estrecha. Desde que comenzó a consolidarse, hasta los propios filósofos comenzaron a dedicarse al estudio del método y del conocimiento.

Un club de provincia
Para el siglo XVIII ya había artesanos ingeniosos que sacaban ideas innovadoras de los libros de ciencia. Pero todavía los empresarios no habían reparado en las posibilidades económicas del saber científico.
A fines del siglo, mientras los franceses estaban guillotinando a todo el antiguo régimen, los ingleses comenzaban a subvertir la economía artesanal. Científicos aficionados, herreros ingeniosos, tejedores con inventiva y médicos apasionados por la química formaban clubes progresistas en las provincias.
El más célebre de éstos fue la Sociedad Lunar de Birmingham. Sus miembros eran poco más de una docena de empresarios y técnicos que se reunían en las noches de luna llena para hablar de política y negocios. Pero entre ellos estaban Wedgwood, que revolucionaría la industria cerámica; Wilkinson, el fabricante de hierro; Erasmo Darwin (el abuelo de Charles) y uno de los grandes de la química, Priestley.
Como el gobierno desconfiaba de sus simpatías revolucionarias, algún funcionario le pagó a una banda de hooligans para que asaltaran el club. La sociedad se disolvió y Priestley huyó a Estados Unidos. Fue el primer científico emigrado que trabajó en USA, iniciando una larga serie.
La Sociedad fue el punto de encuentro entre el fabricante de botones Matthew Boulton y el ingeniero James Watt. Boulton financió a Watt para que perfeccionara las torpes máquinas de vapor de entonces, y Wilkinson le compró una de las primeras que logró poner a punto. Durante bastante tiempo, Boulton perdió dinero. Pero luego se convirtió en el principal fabricante de calderas, que eran la tecnología de punta de entonces.
Es en Birmingham donde Ulises/Platón se encuentra con Mercurio. El capital y la tecnología descubren que no pueden vivir el uno sin el otro. De ahora en más, nadie los separará. Como diría alguien: “¡Se ha formado una pareja!”.

Al servicio de Mercurio
Ahora bien, no está de más recordar que, en la mitología, Mercurio no sólo era el médico Hermes, aquel del bastón con las dos serpientes enlazadas. También era el numen del comercio, y los romanos preferían representarlo con una bolsa de dinero. Si añadimos que además protegía a los ladrones, todo hacía de él el patrono ideal para el capitalismo.
La mitología también nos revela insospechados parentescos. Según la británica, al propio Ulises ciertas tradiciones le atribuían un abuelo (Autólico) y un padre (Sísifo), que habían sido ambos ladrones. En otras, Ulises, Autólico y Sísifo eran uno solo: Hermes, es decir Mercurio. Todo quedaba en familia.
Quien mejor encarnó a Mercurio en tiempos de la primera revolución industrial fue Sir Richard Arkwright (1732-1792). A él se le atribuyen varias innovaciones técnicas, algunas copiadas y otras robadas a un inventor loco llamado Thomas Highs. Pero lo que realmente inventó Arkwright fue la fábrica. Fue uno de los primeros que puso todas las máquinas bajo un mismo techo y organizó la producción: en 1782, su fábrica de Nottingham empleaba a cinco mil personas. También estuvo entre los primeros que usaron la máquina de Watt.

Tomas y los piratas
Tomás Alva Edison era un Ulises en estado puro, que sólo había ido tres meses a la escuela, pero llegaría a tener a su servicio a matemáticos, físicos e ingenieros. También fue un Mercurio nato. Fue el primero en descubrir que la tecnología tenía un tremendo valor económico, y que el negocio del futuro no sería comerciar bienes sino tecnología.
Sus dos primeras patentes (un aparato que contaba los votos de los diputados y un indicador de cotizaciones bursátiles) fueron un fracaso comercial. Aunque suene increíble, el negocio lo terminó haciendo algún otro.
En 1878, Edison presentó con gran pompa ante la Academia de Ciencias y la Casa Blanca su “fonógrafo”, que grababa sonidos en un cilindro. Más allá de la curiosidad, nadie se interesó por sus aplicaciones, de modo que la industria discográfica debió esperar medio siglo.
Edison volvió varias veces sobre su invento, y hasta llegó a patentar un modelo donde el sonido se grababa en un disco, pero siguió encariñado con su cilindro.
La tecnología que terminó por imponerse fue obviamente el disco, desarrollado por Emile Berliner y fabricado con el nombre de “gramófono”. Previamente, hubo algunas negociaciones en las cuales Edison terminó por vender sus patentes.
También hubo que darle un retoque a la propia marca de fábrica. El isotipo del fonógrafo había sido pintado por un artista inglés: allí, aparecía un perrito foxterrier escuchando la voz del amo que salía de un cilindro. La Gramophone compró la marca, y convenció al mismo pintor para que volviera a pintar el cuadro reemplazando al fonógrafo por un gramófono. Esa fue la imagen que se hizo legendaria.
Años antes, un primo de Alejandro Graham Bell había hecho significativas mejoras al cilindro del fonógrafo. Cuando hizo contacto con Edison, ofreciéndole asociarse con él para fabricar el aparato, que ya entonces tenía el nombre de “gramófono”, el mago de Menlo Park se negó, porque se consideraba el padre de la criatura.
En medio de esta puja, Edison usó por primera vez una palabra que haría historia: “¡No quiero tener nada que ver con esos! –dijo–. ¡Son unos perfectos piratas!”.

Guillermo III, el Grande
William Henry Gates III (más conocido como Bill) es sin duda el primer emperador que aspira a fundar una dinastía, pero se hace llamar “tercero”. La biografía oficial que trae la enciclopedia de Microsoft dice que, en 1981, Bill Gates, tras abandonar Harvard, dejó de desarrollar lenguajes de programación para iniciar una empresa de software. Su primer paso fue introducir el sistema operativo MS-DOS para los ordenadores personales de IBM, para lo cual “convenció” a otros fabricantes de que lo estandarizaran.
David A. Kaplan, el periodista de Newsweek que ha investigado la historia de Silicon Valley, cuenta una historia algo distinta en su reciente libro Los Silicon Boys. Es una tragedia norteamericana posmoderna que se inicia al conjuro de las mágicas letras DOS, alcanza su clímax en un videojuego y se cierra con un e-mail sin respuesta.
El primer sistema operativo en disco (DOS, Disk Operating System) fue diseñado en 1975 por Gary Kildall, con el nombre de CP/M (Control Program for Microcomputers). Kildall, que era un viejo conocido de Gates a pesar de ser bastante mayor, ganó mucho dinero con el sistema. Ni siquiera consideró la posibilidad de venderlo, cuando Intel se mostró interesada en él.
En agosto de 1980, los técnicos de IBM estaban en Boca Raton, desarrollando en secreto una bomba: el ordenador personal hoy conocido como PC. Puesto que necesitaban un sistema operativo, salieron a comprar el CP/M. Creían que los derechos pertenecían a Microsoft, la empresa de Bill Gates, que por entonces sólo tenía 24 años.
Hay que reconocer que Gates fue honesto, y les informó que el CP/M le pertenecía a Kildall. Ni lerdos ni perezosos, los de IBM citaron a Kildall para una reunión que se realizaría al día siguiente. Ese día, según la versión oficial, Kildall estaba volando en su avión modelo 1948, de manera que se perdió el mayor negocio del siglo.
La historia que logró reconstruir Kaplan es un tanto distinta.
Al parecer, Kildall mandó a su esposa a negociar con IBM. Pero en cuanto supo de las duras condiciones que ponía IBM (rebautizar “PC-DOS” al sistema) regresó esa misma tarde y se negó a cerrar trato.
Fue entonces cuando intervino Bill. Pocos meses después, Paul Allen, el socio de Gates, se las ingenió para comprar una imitación del programa de Kildall que fabricaba Seattle Computer bajo el nombre de Q-DOS. Fue una verdadera ganga: lo compró por sólo 75 mil dólares y se lo ofreció a IBM para que lo llamara DOS, estableciendo un firme nexo tecnológico/comercial. El resto es historia: Bill construyó un imperio, amasó la mayor fortuna personal del siglo y sólo mucho más tarde comenzó a tener problemas, cuando fue acusado de prácticas monopólicas.
Kildall tardó en darse cuenta de lo que había perdido aquel día de 1980. Su vida entró en una sostenida decadencia, en la misma medida en que iba creciendo su resentimiento hacia Bill. Se divorció, anduvo vagabundeando y bebiendo de más, hasta que un día de 1994 se golpeó la cabeza en un local de videojuegos. Murió pocos días después a causa de un aneurisma.
Dicen que Bill no asistió al sepelio y ni siquiera contestó el e-mail en el cual le daban la noticia. Quizás estaría demasiado ocupado haciendo donaciones de beneficencia.
Mercurio había acabado de apoderarse del alma de Ulises, y comenzaba a parecerse a Darth Vader. Su próxima encarnación quizás se llame Craig Venter, el patentador de genes de Celera Genomics.