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Por Juan Pablo Bermudez

Si usted escribe en un e-mail la palabra “incendiario”, o “intercepción”, “evasión”, “detección”, “inteligencia”, “agencia”, “seguridad” o alguna otra de las miles que, dicen, figura en los diccionarios multilingües de Echelon, su mensaje será irremediablemente interceptado. Ni hablar si, por casualidad, tiene una amiga de nombre Margaret o un amigo de nombre Bill. Inmediatamente quedará registrado como un sujeto sospechoso en los archivos de las agencias internacionales de seguridad que regentean el espionaje informático.
Al menos eso parece que pasa: según dicen, se supo que todo lo que viaja por Internet, especialmente el correo electrónico, es sistemáticamente espiado por estas agencias. La red de espionaje se llama Echelon y mediante su utilización se vigila (y se “controla”, término más apocalíptico, pero bastante utilizado) el contenido de la información que recorre las redes de computación. ¿Es cierto esto? Sí y no.
Pese a que las primeras reacciones tuvieron reminiscencias orwellianas -“La privacidad ya no existe” y “Ahora estamos controlados por un poder político y económico superior” fueron las conclusiones más escuchadas (y aceptadas) por quien tuviera ganas de opinar como un especialista sobre el tema–, es conveniente separar las cosas: por un lado, el espionaje industrial (que a decir verdad es practicado desde mucho antes), aquello que las potencias económicas utilizan para competir por el control del mercado pareciera ser el objetivo principal de Echelon; por el otro, el seguimiento de un internauta común y corriente mediante programas de rastreo responde más a un sofisticado truco publicitario que a una forma de control ideológico. Los objetivos son distintos, y ahí es donde hay que hacer la separación: no es la misma cosa la Unión Europea que un consumidor de pornografía.

Dos potencias se saludan
Echelon fue concebida como una red de espionaje industrial cuyo funcionamiento es bastante simple: un software de inteligencia artificial llamado Memex detecta las palabras que pueden esconder mensajes peligrosos (no sirve cambiar de idioma; el programa registra más de ochenta lenguas). Cuando descubre algo interesante, el mensaje es interceptado y enviado, mediante satélites, a Menwith Hill, Inglaterra, donde se lo clasifica de acuerdo con su “peligrosidad”.
Esto fue lo que en 1997 denunció el Parlamento Europeo a través de la Oficina de Evaluaciones y Opciones Científicas y Tecnológicas (STOA). Según el documento, el engendro fue una creación de Estados Unidos para monitorear las transacciones comerciales a gran escala que se sucedían en el mundo. Merced a esta primera denuncia, el mundo descubrió que la red informática de espionaje industrial existía. Sin embargo, algo pasó en el camino con la información, y hoy se presume a Echelon como una suerte de Gran Hermano que vigila los pensamientos y las ideas de toda la humanidad.
Por eso es importante la diferenciación. A Echelon no le importa todo lo que pasa, sino sólo aquello que tiene que ver con operaciones comerciales entre las potencias y sus subordinados. Distinto es el caso del consumidor de pornografía. A él lo siguen, pero para otra cosa mucho menos peligrosa: para mostrarle toda la oferta posible de acuerdo con sus gustos. Y tampoco es Echelon el encargado de hacerlo.

Vidas privadas
Ahora bien. Si en su primer informe, la STOA del Parlamento Europeo ya hablaba del espionaje industrial al que eran sometidos los países de estrechas relaciones comerciales (carnales) con Estados Unidos, incluido Argentina, ¿por qué parece entonces que ahora es una tragedia irreductible y que es ese programa el culpable de todas las violaciones a la intimidad cuando hace ya tres años, o más, que el ciberespacio convive con Echelon? Una respuesta podría ser: porque por estos lados Internet sigue siendo una cosa sobre la cual nadie sabe bien qué decir, pero sobre la cual todos se sienten obligados a decir algo. Hasta el gobierno. En la Cámara de Diputados se presentó un proyecto solicitando que se investigara a Echelon y sus secuaces por sus andanzas en la Argentina... Hace menos de cuatro meses.
Por otro lado, la cuestión de la violación del derecho a la privacidad tiene, en el ciberespacio, innumerables contradicciones. Casi al mismo tiempo en que los medios vernáculos presentaron en sociedad a Echelon y alertaron a la gente sobre el espionaje a la que la sometían cada vez que prendía su computadora, se inauguró el primer sitio argentino de “exposición pública de vidas privadas”. El lugar se llama, con cierta lógica vouyerista, “miradores.com”, y si bien tiene opciones para mirar calles de Buenos Aires y diversos paisajes del mundo, su principal atractivo es la casa de dos chicas de 24 y 25 años. Pero atención: desde la proliferación de las web cam, esas pequeñas cámaras de video que los internautas conectan para que los vean, existen miles de sitios web de ese tipo.
Ergo: hay gente a la que no sólo le gusta que la espíen sino que además hace todo lo posible para ser espiada (hecho que además pone en evidencia la vanidad humana, al menos en el sentido de suponer que a alguien le interesa lo que uno hace y deja de hacer con su vida).
Todos, los que ven y los que se muestran, están en el mismo terreno. Mientras por un lado se habla de la protección de la intimidad, por otro hay quienes hacen de la suya un objeto público. Si bien hacerse de los quince minutos de gloria aún lo asegura la televisión, ahora parece que la garantía de fama también es Internet, que encima ofrece mucho más que quince miserables minutos.

Yo veo; tu ves
Está bien, no es la misma cosa que a uno lo espíen sin que lo sepa que mostrarse para tal menester totalmente ex profeso. Pero, ¿acaso todo lo que se muestra en la red no es para que lo vean otros? Internet lleva consigo el estigma de ser (o creer ser) ese lugar utópico y anárquico en el cual no hay gobiernos ni reglas, donde la autoridad es horizontal y donde cualquiera puede ver y publicar lo que se le ocurra. Incluso el correo electrónico y (sobre todo) el chat son recursos concebidos desde un principio como rápidos, prácticos y cómodos. Pero nunca nadie habló de intimidad. La falta de tal cosa en Internet se descubrió cuando su uso ya era habitual. Posiblemente a los internautas nunca les importó.
Incluso hay cuestiones culturales a considerar. El espionaje, entendido en su variante cinematográfica, resulta a los ojos del mundo occidental una cuestión simpática. Hasta un chico seguramente responderá “James Bond” si se le consulta sobre la identidad del prototípico espía internacional. Y visualizarán a Sean Connery (los más grandes) o a Pierce Brosman (los más chicos). Ese que vieron en el cine mientras comían chocolatines y se enteraban cuán malos y perversos eran los soviéticos.
Sin embargo, como en La rosa púrpura del Cairo, variantes más o menos sofisticadas de 007 salieron de la pantalla y se instalaron en el mundo cotidiano. Y nadie se escandalizó por ello. ¿A quién no le resultó ingenioso el conocido cartelito que ostentan muchos comercios, el de “Sonría, lo estamos filmando”? Por otra parte, la paráfrasis no es casual: en su versión original era “Sonríe, Dios te ama”. Y Dios, ser omnipresente, todo lo ve y todo lo escucha.

¿A alguien realmente le importa?
Una investigación de un grupo de estudiantes de sociología de la Universidad de Amsterdam resulta elocuente en este sentido. Durante meses, reconstruyeron los circuitos de un trabajador público promedio: dónde vivía, qué caminos tomaba para ir al trabajo, a quiénes visitaba, etcétera. La conclusión fue que, si se unieran todos los pedazos de cinta de video en los que quedó registrado su paso (en la calle, en el transporte, en su trabajo y así hasta el fin), se podría conocer un día entero en la vida de ese hombre. Toda su actividad fuera de la casa queda registrada en las diversas cámaras de video. Pero una vez publicado el trabajo nadie dejó de hacer todo lo que hacía.
Es que, en definitiva, puede que la gente sea más sensata y comprenda que a ningún poder le interesa lo que uno dice. Un chiste de Rudy y Daniel Paz, publicado en este mismo diario, mostraba a un agente de la SIDE con los auriculares puestos, en posición de escucha, completamente dormido, mientras otro le explicaba a un tercero: “Es que como castigo lo obligaron a escuchar las conversaciones de De la Rúa” (en ese entonces, el político radical no era todavía presidente).
Más allá de la humorada, el chiste viene a colación en tanto pone en evidencia las preguntas del millón: ¿quién espía a quién?, ¿para qué?, ¿con qué objetivo? Y la mejor de todas (y que hiere, por su cruel lógica, la autoestima de muchos seres humanos), ¿a quién le importa lo que usted hace o deja de hacer con su computadora?

¿Control o publicidad?
Los profetas tecnológicos que habitan tanto en los medios masivos como en muchos gobernantes y en muchos catedráticos, por nombrar sólo algunas categorías, suponen, por supuesto que no todos, con cierta liviandad, que ese espionaje (que existe) es para detectar “gente de pensamientos peligrosos” (que ya no se sabe si existen). Como hacían los poderes dictatoriales de turno cuando el mundo todavía estaba dividido en dos bloques. De modo que esta teoría se hace pedazos frente a la realidad. ¿A quién le puede resultar riesgoso ya no un comunista, sino apenas un progresista de verdad? A los “espías” actuales, en todo caso, sólo les interesa una cosa: que los seres humanos consuman.
Puede que ahí, entonces, se encuentre una respuesta. El último informe de la Comisión Nacional de Informática y Libertades (CNIL), de Francia, muestra una impresionante cantidad de pruebas sobre las cuales fundamentan su denuncia: que el sistema de redes informáticas se constituyó, por obra y gracia de la sociedad de consumo, en un inmenso negocio en el cual cada dato vale miles de dólares.
Según el CNIL, cuando un usuario ingresa en Internet todos sus movimientos son registrados. Pero no como una forma de “control político” (el cuarto oscuro todavía es inviolable y se puede estar en contra de quienes gobiernan) sino por algo mucho más elemental y rentable: saber cuáles son los gustos y los vicios de ese internauta para después enviarle publicidad personalizada y no perder tiempo con mensajes inútiles. Otra vez: no es Echelon quien se ocupa de estas cuestiones.
Tal vez una buena forma de entender la importancia del “espionaje con fines publicitarios” y descartar la paranoia del “control ideológico personalizado” sea con los web mail, las casillas de correo electrónico que un usuario puede obtener gratis a través de un buscador. Para hacerse de una, no es necesario dejar los datos verdaderos; alcanza con las ganas de tenerla. El interesado podrá solicitarla diciendo que se llama Carlos Gardel y que nació en Toulouse (o en Buenos Aires o en Uruguay) y obtendrá igualmente el servicio. ¿Por qué? Sencillamente porque a efectos de la publicidad personalizada vía e-mail la identidad no importa. Sólo los gustos y el nivel de consumo. Pero además, aquí hay una íntima relación con algo dicho al principio. Muchos (pero muchos) usuarios de web mails sí dejan todos sus datos verdaderos y piden ser incluidos en la “Guía de correo” del buscador, para que cualquier persona del mundo pueda encontrarlo, saber si es hombre o mujer, su edad y otros datos elementales y, en consecuencia, enviarle un mensaje. Como “el amigo invisible”, pero mucho más sofisticado.
A nadie debería extrañarle este comportamiento: paulatinamente se ha hecho de la comunicación el nuevo paradigma de la humanidad. La gente, dicen, quiere comunicarse. No importa para qué ni con qué fin. Sólo importa cuánto cuesta.

Negocio a la vista
Se desprende de esto, entonces, que encontraron en las computadoras una nueva manera de vender productos y servicios. Y además puede que una prueba sea la importancia que les están dando a la red y a sus supuestas posibilidades cuando la cantidad de usuarios todavía es reducida. Se calcula que hay en el mundo cerca de 500 millones de internautas (según datos del Computer Industry Almanac). Contra los más de 6000 millones de habitantes que el planeta contiene, la cifra es exigua: no llega al diez por ciento. Para controlar ideológicamente a la humanidad parece poco. Es más fácil suponer que esta porción de humanos es precisamente la que tiene más posibilidades de consumir.
Por otra parte, el informe de la CNIL también da cifras: el ochenta y dos por ciento de las páginas francesas trafica la información de sus clientes. Sin embargo, pese a su magnitud el hecho no resulta en absoluto revelador en tanto hace muchos años que se trafican datos de usuarios de medicinas prepagas, tarjetas de crédito, teléfonos celulares y demás. Hasta no hace mucho existían en Buenos Aires (tal vez sigan existiendo) comercios que, disfrazados de “insumos informáticos”, ofrecían disquetes con bancos de datos de miles de usuarios de algún servicio.
Un ejemplo cotidiano: los llamados que alguien recibe de un banco, del que nunca pasó siquiera por la puerta, ofreciendo abrir una cuenta, o un préstamo. ¿De dónde sale la información si la persona nunca se la dio a ese banco? Pues bien. Alcanza con habérsela dado a cualquier otro.

Para conocerte mejor
El informe de la CNIL sostiene que la premisa de este vouyerismo comercial es que las empresas sepan absolutamente todo sobre sus potenciales consumidores. “Conoce a tu cliente como a ti mismo”. Para ello hay diversos métodos: American On Line aumentó sus ganancias gracias al rubro “otros ingresos”, que no es otra cosa que la venta de datos, y Doubleclick, una empresa especializada en la publicidad virtual, envía a cada internauta que ingresa su página un cookie (“galletita”, una especie de grabador invisible) que se ocupa de registrar todos los sitios que visita durante un año.
Claro que la proliferación de estos sistemas no es tan nueva. La empresa norteamericana Abacus se encarga desde hace años de juntar todas las compras hechas por correspondencia y ya tiene (y comercializa) un banco de datos con más de cien millones de personas.
Es así. Los satélites, los soplones y la SIDE existen desde mucho antes, y María Antonieta no iba sola ni siquiera al baño. Dicen que merced a Echelon espiaron al Papa, a la Madre Teresa y a Bill Clinton entre otras celebridades. En todo caso, ¿alguien supone que antes de la red no los espiaban?

Ahora puede apagar
su computadora
Cuando el Parlamento Europeo descubrió a Echelon, la argumentación de Estados Unidos fue que la utilizaban para detectar grupos terroristas y narcotraficantes; como en los guiones de sus películas. Cuatro años después, los ataques terroristas continúan y los consumidores de drogas son cada vez más. Y se siguen mandando mensajes entre ellos por correo electrónico.
La razón de ser de Echelon no son los usuarios comunes ni los seres humanos con pensamientos “peligrosos”, sino la rivalidad que sostienen las mayores potencias del planeta por el control del mercado. Al internauta promedio, en cambio, le está reservado un lugar mucho menos relevante: el de un potencial consumidor de todo aquello que se pueda vender.