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Desventuras del progreso

 

Por Pablo Capanna

En agosto de 1749 Jean-Jacques Rousseau iba a la cárcel de Vincennes para visitar a su amigo Diderot, preso por el delito de opinión. Hacía mucho calor y el ginebrino viajaba a pie. Se detuvo a descansar a la sombra de un árbol y aprovechó para revisar algunos papeles.
Entre ellos descubrió un aviso. La Academia de Dijon convocaba a un concurso de ensayo con un tema algo insólito: ¿El progreso de las ciencias y las artes ha contribuido a corromper o bien a depurar las costumbres?
No sabemos si Jean-Jacques pensó en la fama y el dinero, o bien si tuvo una iluminación intelectual, pero le dio una enorme importancia al asunto. Más tarde escribiría que "en ese mismo instante vi otro universo y me convertí en otro hombre..."
Diderot tenía otra versión. Cuando Rousseau le preguntó si le convenía concursar, le recibió una respuesta irónica: "Ni dudar. Es seguro que tomarás el partido que nadie tome..."
De hecho, el camino que tomó Rousseau no sólo le permitió ganarse el premio y prepararse para obtener el siguiente: se presentó al certamen con el Discurso sobre las ciencias y las artes, una obrita bastante retórica que tuvo enormes repercusiones. No sabemos si sólo se había propuesto provocar a los jurados, pero el hecho es que irritó a todos. Acababa de inventar el romanticismo.
En el Discurso, Rousseau renegaba del progreso mucho antes de que naciera la ideología del progreso, abjuraba de la tecnología medio siglo antes de la revolución industrial y promovía un confuso "retorno a la naturaleza". Decía que la civilización y la vana curiosidad habían corrompido al hombre rudo y virtuoso de los orígenes, y proponía volver a la agricultura y la frugalidad.
Rousseau también condenaba a la imprenta por "eternizar las extravagancias del espíritu humano" y pedía a los soberanos que "barrieran de sus Estados este terrible arte". Curiosamente, eso mismo pensaban los censores que habían metido preso a Diderot.
Más tarde se convertiría en el primero de los "ludditas" –los destructores de máquinas– cuando recomendó que se prohibiese "el uso de cualquier máquina o invento destinado a acortar el tiempo que se tarda en realizar un trabajo, disminuir el número de trabajadores o producir el mismo resultado con menos esfuerzo".

De Vincennes a Tahití
A la hora de escribir el primer Discurso, Rousseau quizá todavía se imaginaba al "hombre natural" como un granjero suizo. Pero después de tener noticia de hurones e iroqueses, los aborígenes canadienses, inventó el "buen salvaje", y puso en marcha una verdadera moda.
Con el tiempo, los caminos de Rousseau se separaron de los de Diderot. Pero los duros enfrentamientos de ambos no impidieron que el propio Diderot se pusiera a buscar "buenos salvajes" en la lejana Polinesia.
El navegante Bougainville acababa de regresar de su viaje a los mares del Sur. Además de descubrir las Malvinas y ponerle nombre a la buganvilia, había escrito una inquietante relación de las costumbres sexuales tahitianas, que causó sensación en Francia.
Inspirado en este relato, Diderot compuso en 1772 el Suplemento al Viaje de Bougainville, donde confrontaba la desinhibición y el sensualismo de los tahitianos con la moral tradicional. Al hacerlo, les estaba abriendo caminos a Gauguin, Malinowski y Margaret Mead.

Genética y Flower Power
Pasaron más de dos siglos después de que Rousseau tuviera su revelación en el camino de Vincennes. Para entonces se habían dado varias revoluciones científicas y tecnológicas, pero también habían ocurrido las mayores masacres de la historia y no pocos efectos indeseados del progreso.
Corrían los años sesenta. El espectro del hippismo recorría California; Marcuse convocaba multitudes y los estudiantes contestatarios celebraban su Mayo en París. Eran momentos en que hasta un conservador como Toynbee creía estar viendo "el comienzo del poscapitalismo".
En Berkeley, la nueva generación cuestionaba radicalmente los valores de la ciencia occidental, la racionalidad y el progreso material, con una fuerza que no tardaría mucho para diluirse en las recetas de la New Age. Las autoridades universitarias, alarmadas por las asambleas del Free Speech Movement, formaron una comisión para "calmar las cosas" y entendieron que lo mejor era organizar un ciclo de conferencias.
Entre quienes fueron invitados a hablar a los estudiantes estaba el biólogo molecular Günther Stent, un hombre que sentía cuestionar su propia vocación científica. El título que le dio a una de sus conferencias ("El fin de las ciencias y las artes"), remedaba a Rousseau. Nacía la moda posmoderna de imitar los títulos consagrados.
Esa y otras charlas se publicarían luego con un impactante título (La llegada de la Edad de Oro: una visión del fin del Progreso, 1969). Su traducción al español (convenientemente edulcorada como Las paradojas del progreso) todavía se puede encontrar en las mesas de saldos.
El agorero de Berkeley
El autor de aquella extraña mezcla de panfleto, ensayo y paper no era un improvisado. Promediaba los cuarenta y había sido pionero en casi todo lo que emprendiera.
Nacido en Berlín, de padres judíos, había tenido que escapar a USA en 1938, como tantos otros científicos que Hitler obsequió a sus enemigos. Químico de formación, se orientó hacia la bioquímica tras leer a Schrödinger, trabajó con Max Delbrück en el Caltech, y siguió de cerca a Watson y Crick. "En esos días, no sabíamos qué estábamos haciendo -escribió– hasta que apareció la doble hélice y en pocas semanas nos dimos cuenta de que estábamos haciendo biología molecular."
Más tarde, se pasó a la neurobiología y se vinculó con Benoît Mandelbrot, uno de los primeros estudiosos del caos y la complejidad.
Al igual que Marcuse –otro exiliado alemán–, creía en 1968 que el progreso tecnológico ya estaba en condiciones de garantizar la prosperidad para todos. También se preguntaba seriamente si la ciencia no había llegado ya a tocar sus límites.
Stent también rescataba las sugestivas ideas del ensayista norteamericano Henry Adams quien, en tiempos de la Exposición Universal de 1900, había propuesto una suerte de ley exponencial del progreso, vaticinando el fin de la ciencia para 1921. Adams había tomado como indicador el consumo de energía, que durante el siglo XIX se había duplicado cada diez años, y pensaba que este crecimiento no podía ser indefinido. También había sido el primero en notar que la aceleración del cambio, imperceptible en el Medioevo, hacia el siglo XVIII había comenzado a hacerse perceptible en el transcurso de una vida. Y justamente ahí había estado Rousseau para lamentarlo.

La Edad de Oro
Para los antiguos, la Edad de Oro, el tiempo feliz en que los hombres no tenían problemas, estaba en el comienzo de los tiempos. Todo lo que había ocurrido después no era más que decadencia. Stent opinaba exactamente lo contrario: la Edad de Oro estaba en el futuro, un futuro cercano. Es decir, en el mundo donde hoy vivimos.
Como se habrá dado cuenta cualquiera de nuestros contemporáneos que no tenga el privilegio de "pertenecer", esto que vivimos dista mucho de ser la Edad de Oro. ¿En qué estaba pensando Stent?
Para los modernos, el progreso había sido un ascenso hacia el estado de felicidad, que era posible alcanzar mediante el trabajo y el esfuerzo. Lo que ahora vislumbraba Stent era la posibilidad de prescindir de la penuria y el trabajo, gracias al desarrollo de la tecnología.
Resuelto el enigma del código genético, en pocas décadas las ciencias se quedarían sin problemas que tratar. También las artes, agotadas ya todas las experiencias vanguardistas, desembocarían en el "éxtasis estilístico", una mezcla promiscua de todos los estilos. Lo primero todavía parece estar lejos, a pesar de los vaticinios de unificación de la física. Pero lo segundo es un acierto: basta pensar en la arquitectura posmoderna.
Stent pensaba que entre los jóvenes de esa generación estaban los mutantes que anticipaban el fin del hombre moderno, obsesionado por el trabajo. Beatniks y hippies rechazaban el compromiso, renunciaban a competir, y despreciaban la racionalidad.
Los beatniks, con su desapego por el bienestar, habían iniciado el proceso de los "reajustes psíquicos" necesarios para que el hombre pudiera soportar la Edad de Oro: el ocio generalizado, el fin del trabajo y de la curiosidad. En cuanto a los hippies, eran los primeros exponentes de una metamorfosis de la psique humana: renunciaban al realismo y mediante las drogas borraban la frontera entre lo real y lo imaginario.
Hoy resulta irónico ver cómo Stent no imaginó a los yuppies y demás psicópatas americanos que vinieron años después. Pero pareciera haber visto el espectro de los excluidos y homeless de hoy, sin contar a todos los que viven intoxicados con las drogas, químicas o electrónicas.

La nueva Polinesia
Para Stent, la sociedad del futuro iba a parecerse a la Polinesia, tal como la habían encontrado los europeos. Esta idea admitía haberla tomado de un libro del físico Dennis Gabor, el inventor de la holografía. Gabor se había referido a los polinesios y otros pueblos ajenos al progreso cuando se planteó aquello que hace treinta años parecía ser el mayor interrogante que planteaba al futuro: ¿Qué hacer con un ocio que parecía estar sobreviniendo de modo irrefrenable?
Tras haber sido audaces navegantes y empeñosos constructores, los polinesios se habían integrado tan bien con su ambiente que su economía permitía a todos disfrutar de cierta seguridad económica. Desde entonces, la gratificación sensual se había convertido en el mayor objetivo de sus vidas. Vivían prácticamente ociosos, llevaban una vida sexual promiscua, consumían drogas alucinógenas, pero no tenían ni religión, arte ni ciencia.

Un mundo de obsesivos, neuróticos y autistas
Así como Stent anticipaba el fin de la investigación científica en una o dos generaciones, profetizaba que para fines del siglo XX habría una nueva Polinesia.
La sociedad iba a dividirse en tres castas. La inevitable reducción del trabajo humano dejaría a la tecnología en manos de una minoría productiva;ella mantendría en funcionamiento los sistemas capaces de darles a todos una alta calidad de vida.
También habría una clase media "desocupada", incapaz de interesarse por nada que no fuera entretenimiento: para ellos, las ficciones comenzarían a confundirse con la realidad.
Por último, una "masa inútil" (sic) definitivamente incapaz de trazar una frontera entre lo real y lo imaginario, que se limitaría a vegetar, con una dieta de drogas y estimulación electrónica del sistema nervioso. "Milenios de artes y ciencias transformarán, finalmente, la tragicomedia de la vida en una juerga", concluía Stent.
En resumen, un mundo dividido entre obsesivos, neuróticos y autistas.
Como Edad de Oro, dejaba bastante que desear. Tampoco era demasiado nueva.
La parábola que abrimos con Rousseau se cierra con Stent, después de pasar por Diderot. El preso de Vincennes también miraba hacia Tahití como modelo, y en su Suplemento lo convertía en una suerte de Edad de Oro. La diferencia era que para Stent los "buenos civilizados" de la Edad de Oro venidera serían menos felices que los salvajes de antaño.

De Tahití a Calcuta
¿Sería capaz Stent de darnos hoy alguna explicación de lo que ocurrió con sus predicciones? De hecho, tuvo la oportunidad de hacerlo. La gente ahora vive más tiempo y puede llegar a tener que responder por sus dichos.
Exactamente veinte años después de publicarse La llegada de la edad de oro, John Horgan, un periodista del Scientific American, entrevistó a Stent en ocasión de un simposio en Minnesota y aprovechó para pasarle la factura.
En 1989, ¿pensaba que su profecía había sido mesiánica o una apocalíptica? Stent juraba que aunque muchos lo vieron pesimista, su actitud había sido precisamente la opuesta.
¿Utópico, quizá? De ninguna manera: después de los totalitarismos la utopía tiene mala fama y a Stent no le gustaba que lo confundieran.
De todos modos, pensaba que no le había ido mal con sus predicciones, a pesar de la extinción de los hippies. Lo único que admitía era no haber sido capaz de anticipar cosas como el colapso del comunismo ni la erupción de odio étnico en los Balcanes. Pero los futurólogos también habían fallado.
Igual que entonces, seguía creyendo que la ciencia estaba agotándose. Ante esa perspectiva, Edward Wilson había propuesto una tarea casi infinita: realizar un acabado inventario de toda la vida terrestre, especie por especie. Stent pensaba –con reminiscencias de Hermann Hesse– que eso apenas sería "un juego de abalorios". Para él, después de Darwin y del código genético, todo estaba dicho. ¿La inteligencia artificial? Una quimera. ¿El caos y la complejidad, que algunos ven como una oportunidad para revitalizar la ciencia? Otro indicio del fin.
Esto era todo. No había mucho más en su autocrítica.
Sin embargo, Stent había anunciado que la ciencia, antes de terminarse, nos iba a liberar de los problemas sociales, la pobreza y la enfermedad. Pensaba que el abismo entre ricos y pobres iba a colmarse en pocos años. "Una vez iniciado el camino de la industrialización, no hay retorno", decía sin salirse del paradigma desarrollista de esos años.
En 1969 había sentenciado que "la edad de la vieja lucha contra la Naturaleza para vencer a la pobreza está ya acercándose a su final. Ha sido una dura lucha, ganada gracias al indomable espíritu del hombre y a las cerradas filas de los caballeros de la ciencia y la tecnología. Pero debido a la acelerante cinética del progreso, el estado de plenitudeconómica llegó tan bruscamente que la naturaleza humana no tuvo tiempo para hacer los necesarios ajustes".

Ociosos y superfluos
Aquellas "certezas" de hace tres décadas se han esfumado. Se diría que la plenitud económica ha llegado, pero no para acabar con la pobreza, sino todo lo contrario. En cuanto a los ajustes, no fueron precisamente psicológicos.
La aceleración del progreso tecnológico ha permitido generar riqueza a un ritmo inédito, y a las megafusiones pronto sucederán las gigafusiones. El único límite del crecimiento parece ponérselo el deterioro ambiental.
Tenemos crecimiento con menor calidad de vida, mayor producción con menos empleo, abundancia de lo superfluo y carencia de lo básico. La reducción progresiva del tiempo de trabajo, que era previsible desde hace un siglo se ha postergado. En lugar de los prósperos hippies de Stent, hay sobreempleados que mueren de karoshi y multitudes que vegetan en la inacción.
El fin tan pregonado parece haber sido el del progreso social. No es que un nuevo paradigma cultural nos haya hecho redescubrir el secreto encanto de la esclavitud o el placer de ser discriminado. El cambio ha consistido en convencernos de que no hay alternativa.
Si pudiésemos interpelar hoy a Rousseau quizá le diríamos que lo que ha contribuido a corromper las costumbres no ha sido el progreso de las ciencias –que en definitiva permite hacer algo más que repartir miseria– sino la renuncia a la idea del progreso social.
Los problemas de este mundo siguen siendo políticos, dicho en el sentido más noble. Y la política debe ser la ciencia que está más lejos de la madurez.