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El
monstruo escondido
Por Mariano
Ribas
Durante
la última década, y con la ayuda de telescopios de primera
línea, los científicos han podido espiar los rincones más
íntimos de unas cuantas galaxias vecinas. Y mediante instrumentos
anexados (espectroscopios de alta resolución) han observado, una
y otra vez, un fenómeno sumamente llamativo: en los núcleos
galácticos, las estrellas suelen arremolinarse en forma alocada,
a velocidades realmente tremendas. Ese comportamiento demencial no puede
ser casual: de una u otra manera, debe haber algo que gracias
a una prodigiosa fuerza de gravedad acelera a las estrellas más
y más. Por otra parte, y a la hora de los cálculos, resulta
que siempre se trata de objetos relativamente chicos (similares a nuestro
Sistema Solar), pero inimaginablemente pesados: millones, cientos de millones,
y hasta miles de millones de veces más masivos que el Sol. Por
eso, todas las explicaciones apuntan en una sola dirección: super
agujeros negros, enormes conglomerados de estrellas que, por una u otra
razón, han colapsado hasta un volumen casi ridículo, desafiando
alevosamente la noción de densidad. Demasiada masa en muy poco
espacio: es difícil encontrar otra explicación más
convincente.
Varios
casos
La colección de super agujeros negros detectados en los núcleos
galácticos ya suma varias decenas, e incluye casos emblemáticos,
como el de nuestra vecina, la famosa Andrómeda. Pero a la hora
de elegir uno, no hay que dar muchas vueltas: en 1994, el Telescopio Espacial
Hubble descubrió que el núcleo de la mega-galaxia elíptica
M87 (una de las más grandes islas de estrellas del universo) es
el hogar de un verdadero peso pesado, un agujero negro de alrededor de
3 mil millones de masas solares. Y todo compactado en un diámetro
de apenas unos cientos de millones de kilómetros, algo completamente
despreciable a escala cósmica. Y bien, la cuestión es que
la seguidilla de descubrimientos de los últimos años -entre
los que figuran los notables hallazgos en las galaxias M84 y NGC 4486
fortaleció más y más la sospecha de muchos astrónomos:
tal vez, la Vía Láctea también escondía una
de estas cosas en su corazón. La sospecha no sólo brotaba
de un razonamiento inductivo, sino que además, se apoyabaen distintas
pistas, algunas bastante buenas. Sin embargo, antes de señalar
al monstruo, hacía falta algo más.
Sagitario
A
Y ese algo más comenzó a gestarse en 1995. Sin embargo,
vale la pena retroceder un poco en el tiempo para encontrar las verdaderas
raíces de todo este asunto. En 1974, los radioastrónomos
detectaron unas extrañas radiaciones que parecían provenir
del centro de nuestra galaxia, ubicado en dirección a la constelación
de Sagitario. Y por eso bautizaron a esa región de la Vía
Láctea con un nombre nada original: Sagitario A. Desde
entonces, los científicos comenzaron a perfilar a la criatura,
y así obtuvieron un identikit bastante precario, pero aceptable:
al parecer, Sagitario A es relativamente chico, pero al mismo
tiempo, muy masivo. Y también, muy poderoso (emite generosas dosis
de rayos X). Además, coincide casi exactamente con el eje de rotación
de toda la galaxia. Claro, al igual que lo observado en otras galaxias,
todas estas características dispararon la hipótesis de un
enorme agujero negro central. Pero el panorama no era del todo claro.
Y para aclararlo un poco, mejor volvamos a 1995, donde nos encontramos
con un grupito de voluntariosos astrónomos de la Universidad de
California, encabezados por la doctora Andrea Ghez. Una de las claves
para resolver el misterio era conseguir la mejor herramienta posible.
Y qué mejor que el supertelescopio Keck I, una mole óptica
equipada con un espejo compuesto de 10 metros de diámetro que,
junto a su gemelo el Keck II, descansa en la cima del volcán
Mauna Kea, en Hawaii. Con una buena estrategia observacional y uno de
los telescopios más grandes del planeta, Ghez y los suyos empezaron
una tarea que les llevaría varios años.
Ver
lo invisible
Los agujeros negros, grandes y chicos, son invisibles. Y la razón
es sencilla: su fuerza de gravedad es tan grande, que ni siquiera dejan
escapar a la luz (o cualquier otro tipo de radiación electromagnética).
Por eso, la única manera de descubrirlos es observando los efectos
que producen en su entorno: un ejemplo de manual son los tirones y las
aceleraciones que provocan en las estrellas que tienen alrededor. Y eso
es exactamente lo que estos astrónomos californianos empezaron
a buscar con el telescopio Keck. Por empezar, seleccionaron un amplio
grupo de estrellas cercanas a Sagitario A, y luego, siguieron
pacientemente sus movimientos. La cosa no es nada fácil, porque
la atmósfera de nuestro planeta suele alterar la calidad de las
imágenes estelares, y eso se traduce en mediciones bastante toscas.
Pero Ghez y sus colegas la tenían muy clara, y recurrieron a un
truco muy ingenioso: tomaban, sin parar, muchísimas instantáneas
de cada una de las estrellas. Y luego, seleccionaban las imágenes
más nítidas, y descartaban las que habían sido estropeadas
por la turbulencia del aire. La atmósfera borronea nuestra
visión dice Ghez pero esta técnica nos permitió
limpiar las imágenes... fue como ponernos anteojos. Gracias
a sus anteojos, ella y sus colegas pudieron calcular con mucha
precisión la posición, el movimiento y la velocidad de las
estrellas elegidas. Y de ahí a revelar el gran misterio sólo
había un paso.
Revelaciones
asombrosas
A poco de comenzar su tarea, Ghez y su equipo observaron las fantásticas
aceleraciones de muchas de las estrellas de la región de Sagitario
A. De todos modos, la investigación continuó hasta
fines del año pasado, y sus resultados acaban de desparramarse
por todo el mundo gracias a un paper publicado por la revista Nature.
Veamos algunas de las conclusiones. Por empezar, hay que destacar algo:
son las observaciones más detalladas que jamás se hayan
realizado de las estrellas que se arremolinan en el centro galáctico.
Y gracias a ellas, no sólo se ha confirmado que Sagitario
A es, efectivamente, un gigantesco agujero negro, sino que, también,
se ha determinado su posición con una precisión inédita.
La clave del asunto fue el seguimiento de 3 estrellas, ubicadas a unos
16 mil millones de km de Sagitario A (3 veces la distancia
Sol-Plutón). Según parece, y por culpa del tirón
gravitacional de la bestia, las pobres vienen acelerando sin cesar: en
1995, se movían a 3 millones de km/hora; y en 1999, ya se acercaban
a los 5 millones de km/hora. A semejante ritmo, estas estrellas apenas
deben tardar apenas unos 15 años en dar una vuelta en torno al
eje de la galaxia (un parpadeo comparado con los 225 millones de años
que tarda el Sol). Por otra parte, gracias a este trío estelar,
Ghez y sus colegas han podido calcular con mucha precisión
las medidas del agujero negro: 2,6 millones de masas solares, y un diámetro
de unos 460 millones de kilómetros (el tamaño de la órbita
de Marte). Evidentemente, no se trata de la fenomenal criatura de M87,
pero no está nada mal.
Orígenes
El trabajo de estos astrónomos es muy valioso, pero apenas
cierra un capítulo en esta historia del gran agujero negro de la
Vía Láctea. Todavía quedan muchas cuestiones pendientes.
Una de ellas es básica: ¿de dónde salió? Esta
pregunta podríamos extenderla a todas las demás galaxias
donde se han observado fenómenos de este tipo. Es difícil
saberlo, pero muchos científicos piensan que los agujeros negros
centrales tienen mucho que ver con el origen y la evolución misma
de las galaxias: es probable que estos monstruos se hayan formado durante
sus infancias, hace miles de millones de años, cuando muchas estrellas
gigantes colapsaron hacia el final de sus vidas, atrayéndose unas
a otras hasta formar un cadáver ultradenso y masivo. Y desde entonces,
esos agujeros negros no habrían hecho otra cosa que crecer y crecer,
devorando todo cuanto se les cruce, desde simples nubes de gas, hasta
estrellas. Al mismo tiempo, y debido a su tremenda gravedad, estos objetos
se habrían convertido en el centro de rotación natural de
las galaxias, y por eso sería tan común encontrarlos en
sus corazones. Finalmente, con el correr de los miles de millones de años,
estos colosales agujeros negros se irían calmando gradualmente,
a medida que se van quedando sin comida disponible a su alrededor. Todo
este modelo encaja aceptablemente con una serie de recientes observaciones
en más de 30 galaxias realizadas con el Telescopio
Espacial Hubble: según parece, los agujeros negros más grandes
se encuentran en las galaxias más grandes (donde, lógicamente,
tienen más material para alimentarse). Pero todavía no se
pueden sacar conclusiones firmes.
De
aqui en más
Vale la pena repetirlo: es muy probable que, al igual que la Vía
Láctea, todas, o casi todas las galaxias tengan su propio agujero
negro central. Antes, nos preguntábamos si una galaxia determinada
tenía o no un agujero negro en su núcleo; pero ahora ya
nos estamos empezando a preguntar si hay alguna galaxia que no lo tenga,
dice Linda Dressel, integrante del equipo del Hubble. De todos modos,
nuestro monstruo local tendría un valor sumamente especial para
los astrónomos. No se trata de una cuestión afectiva, al
fin de cuentas, no parecen ser criaturas demasiado amistosas ni simpáticas,
sino más bien, de una simple cuestión práctica: a
éste lo tenemos mucho más cerca. Y por lo tanto, es un blanco
de estudio mucho más fácil, al menos ahora, que los científicos
ya cuentan con telescopios de película (como los Keck, el Hubble,
y el flamante VLT) y técnicas de lo más refinadas. Es más,
durante la próxima década, la NASA planea poner enórbita
dos nuevos observatorios: el Telescopio Espacial de Nueva Generación,
que será algo así como el sucesor del Hubble, y Telescopio
Espacial Infrarrojo. Estos instrumentos no sólo servirán
para estudiar el agujero negro de la Vía Láctea; sino que
también, tratarán de descubrir qué papel juegan estos
objetos en el proceso de formación de las galaxias, una materia
que los astrónomos no tienen del todo clara aún. Son, sin
dudas, dos de los misterios más oscuros que esconde el universo.
Pero tratándose de agujeros negros, al fin y al cabo no suena tan
raro
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