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Repensar
la vida y la muerte
Por
Agustín Biasotti
La
lectura de la crónica Weeping Father Pulls Gun, Stops Infants Life
support, publicada en el diario Los Angeles Times del 27 de abril de 1989,
deja un sabor amargo y contradictorio. Esta relata el desesperado accionar
de Rudy Linares, un pintor de Chicago que a punta de pistola mantuvo a
raya a un grupo de médicos y enfermeras mientras desconectaba el
respirador artificial que desde hacía ocho meses mantenía
vivo en estado de coma a Samuel, su hijo.
Más allá de lo anecdótico, la historia consignada
en esta crónica periodística es uno de los tantos casos
que actualmente no hallan respuesta en el criterio de muerte cerebral,
criterio que para declarar muerto a un individuo exige que hayan cesado
irreversiblemente todas sus funciones cerebrales. A la luz de distintos
descubrimientos científicos, dicho criterio, elaborado en 1968
por un comité de expertos de la Facultad de Medicina de Harvard,
ha mostrado ciertas fisuras y contradicciones que demandan un replanteo
del marco conceptual que para los usos de la medicina indica
cuándo termina la vida, o en otras palabras, cuándo comienza
la muerte.
Del
respirador artificial al trasplante de corazón
Fue en medio de la epidemia de poliomielitis que se extendió
por el planeta en la década del cincuenta la noticia de que un
médico danés tuvo la brillante idea de inventar el respirador
artificial: al ver que los niños con polio morían por no
poder respirar, se le ocurrió utilizar bolsas de aire para bombear
oxígeno a los pulmones de los pequeños. Cuenta la historia
que durante una semana todos los estudiantes y todas las enfermeras de
la Facultad de Medicina de Copenhague (Dinamarca) bombearon manualmente
aire en los pulmones de niños con polio. Finalmente, estudiantes
y enfermeras pudieron descansar cuando el ingenioso médico decidió
incorporar una bomba de aire a la bolsa de aire.
Como era de esperar, el invento fue aceptado por todos los hospitales
del planeta. Es incontable la cantidad de personas que desde aquel entonces
salvaron sus vidas gracias al respirador artificial: víctimas deaccidentes,
personas con sobredosis de drogas o diabéticos que habían
caído en coma..., pero no todos los beneficiarios de esta nueva
tecnología fueron pacientes que tan sólo necesitaban una
asistencia respiratoria por un tiempo limitado. Como escribe el polémico
filósofo y bioeticista australiano Peter Singer en su libro Repensar
la vida y la muerte (Editorial Paidós, 1997), a otros pacientes
el respirador les aportó un beneficio mucho más dudoso:
seguían vivos y sus corazones continuaban latiendo, pero estaban
inconscientes y parecía que iban a seguir de este modo.
¿Durante cuánto tiempo podía continuar esto?
Con nuevas máquinas capaces de bombear aire a los pulmones indefinidamente,
no parecía haber un límite. La utilización de respiradores
en pacientes que habían perdido el conocimiento de forma irreversible
se estaba convirtiendo en un problema para los jefes de unidades de cuidados
intensivos. Empezaron a tener pesadillas con salas llenas de pacientes
irreversiblemente inconscientes, en las que cada uno necesitaba no sólo
un respirador y una cama, sino también una asistencia médica
especializada.
Entonces otra noticia sacudió al mundo: en diciembre de 1967 el
cirujano Christian Baarnard realizó el primer trasplante de corazón
humano. Si bien Louis Washkansky, el paciente trasplantado murió
a los ocho días de la intervención, al año ya se
habían llevado a cabo más de cien trasplantes cardíacos.
Según Singer, el nuevo furor por los trasplantes de corazón
proporcionó un nuevo impulso a los intentos de resolver el problema
que se venía perfilando lentamente desde hacía más
de una década: ¿cuándo es razonable dejar de tratar
a una persona conectada a un respirador.
El
Comite de muerte cerebral de Harvard
Poco antes de la operación de Baarnard, Henry Beecher, el
presidente del comité de la Universidad de Harvard encargado de
supervisar la ética de los ensayos clínicos, le escribió
una carta a Robert Ebert, decano de la Facultad de Medicina de Harvard,
en la que le contaba que tras conversar con el cirujano Joseph Murray
pionero en trasplantes de riñón del Hospital General
de Massachussets se había convencido de que era necesario
reconsiderar la definición de muerte. Todos los grandes hospitales
están repletos de pacientes que esperan donantes idóneos,
argumentaba Beecher.
La respuesta del decano se demoró. Pero al mes de la noticia del
primer trasplante de corazón, Ebert puso a Beecher al frente del
Comité Ad Hoc de la Facultad de Medicina de Harvard para
examinar la definición de muerte cerebral, más conocido
como el Comité de muerte cerebral de Harvard. Integrado por diez
médicos, un historiador, un abogado y un teólogo, el comité
deliberó con agilidad, para publicar en agosto de 1968 sus conclusiones
en el prestigioso Journal of the American Medical Association (JAMA).
Nuestro principal objetivo es definir el coma reversible como un
nuevo criterio de muerte. Hay dos razones por las que es necesaria
una definición:
1. Los avances en los métodos de resucitación y mantenimiento
de la vida han dado como resultados esfuerzos cada vez mayores por salvar
a aquellos que sufren lesiones graves. A veces estos esfuerzos sólo
tienen un éxito parcial y el resultado es un individuo cuyo corazón
continúa latiendo, pero cuyo cerebro está irreversiblemente
dañado. La carga que supone para los pacientes que sufren una pérdida
permanente del intelecto, para su familia, para los hospitales y para
aquellos que necesitan las camas hospitalarias que ocupan estos pacientes
en coma es bastante grande.
2. Los criterios obsoletos para definir la muerte pueden causar controversia
a la hora de conseguir órganos para trasplante. (Esto se desprende
del JAMA.)
Los
argumentos originales
Las conclusiones del Comité de muerte cerebral de Harvard
no eran sino un intento de respuesta a la necesidad de contar con criterios
que permitieran resolver el dilema que planteaban los hospitales llenos
de pacientes en estado de coma, cuyos respiradores artificiales no podían
ser desconectados porque la ley los consideraba seres vivos, lo que también
postergaba por un tiempo incierto la posibilidad de contar con órganos
para trasplante que pudiesen salvar otras vidas.
Los borradores del informe final son aún más claros al respecto.
En su primera versión, el punto número dos decía:
Un problema secundario, pero de ningún modo menos importante
es que, al tener una experiencia, conocimiento y desarrollo cada vez mayores
en el trasplante de órganos, hay una gran necesidad de tejidos
y órganos de, entre otros, los pacientes cuyo cerebro se ha destruido
sin esperanza para salvar a aquellos pacientes que se pueden salvar.
Tras leer el borrador, Ebert le escribió a Beecher: La connotación
de esta declaración es desafortunada, porque sugiere que deseas
redefinir la muerte para hacer viable que se puedan conseguir con más
facilidad órganos para aquellas personas que necesitan un trasplante...
¿No sería mejor exponer el problema e indicar que los obsoletos
criterios para definir la muerte pueden provocar controversia a la hora
de conseguir órganos para trasplantes.
Beecher aceptó el consejo. Más tarde, en un discurso pronunciado
ante la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, diría:
De hecho, en la nueva definición hay un potencial de salvar
vidas por lo que, cuando se acepte, habrá una mayor disponibilidad
de órganos esenciales en condiciones viables para trasplantes y
por tanto se salvarán innumerables vidas que ahora se pierden inevitablemente,
y agregó: Cualquier nivel que elijamos para denominar la
muerte es una decisión arbitraria. Es necesario elegir un estado
irreversible en el que el cerebro no funcione. Es mejor elegir un nivel
donde, aunque el cerebro esté muerto, todavía esté
presente la utilidad de otros órganos.
Cambio
de criterios
¿Cuáles eran los argumentos obsoletos que establecían
con anterioridad los criterios de muerte? Según la conceptualización
clásica de la muerte, los seres vivos poseen fluidos corporales
vitales (sangre, savia, etc.), y es justamente el cese permanente del
flujo de los fluidos corporales vitales lo que determina la muerte. Sin
embargo, la definición tiene un defecto: es una definición
circular. ¿Cómo saber entonces si un fluido corporal es
vital? Al parecer, observando si el ser muere al cesar en forma permanente
de fluir. ¿Cómo saber si el ser vivo ha muerto? Observando
si los fluidos corporales han dejado de fluir.
Si bien el criterio de muerte cerebral que propuso el Comité de
muerte cerebral de Harvard permite superar este vicio de circularidad,
también presenta sus inconvenientes. Como explica Singer: El
coma irreversible como resultado de una lesión permanente no es
de ningún modo lo mismo que muerte de todo el cerebro. La lesión
permanente de las partes del cerebro responsables de la conciencia puede
conducir a un estado que se conoce como estado vegetativo persistente.
En estas personas, el tronco encefálico y el sistema nervioso central
siguen funcionando, pero se ha perdido irreversiblemente el conocimiento.
¿Por qué el Comité se limitó a definir muerte
a la ausencia total e irreversible de actividad cerebral (coma irreversible)
y excluyó a casos como los estados vegetativos persistentes en
los que está ausente la conciencia del individuo? Según
Singer, en ese momento no había una forma fiable de decir
si un coma era irreversible, a menos que la lesión cerebral fuera
tan grave que no hubiera ninguna actividad cerebral. Porotro lado, podría
ser que las personas cuyo cerebro en su totalidad está muerto dejen
de respirar después de que les retiran el respirador y así
morirán pronto. Las personas en estado vegetativo persistente,
por el contrario, pueden seguir respirando sin asistencia mecánica.
Evidencias
contradictorias
En las últimas décadas los científicos han aportado
distintas evidencias que contradicen algunas de las bases sobre las que
se sustenta el criterio de muerte cerebral. En 1986, un grupo de investigadores
japoneses (Japón es el único país desarrollado que
no acepta el criterio de muerte cerebral) publicó en la prestigiosa
revista Neurosurgery un trabajo en el que demuestra que contra lo
que se creía cuando se reunió el Comité de muerte
cerebral de Harvard es posible mediante ciertas técnicas
prolongar la vida de aquellas personas cuyos cerebros han dejado de funcionar
para siempre. A la fecha, diversos estudios han demostrado que es posible
mantener las funciones corporales de pacientes con muerte cerebral por
201 días.
Por otro lado, en los últimos diez años los médicos
que han buscado métodos de tratar a los pacientes con muerte cerebral
irreversible para que sus órganos (o a veces los embarazos) puedan
ser conservados por algún tiempo. Incluso, han observado que en
casos en que las pruebas habituales confirman la muerte cerebral, algunas
funciones cerebrales continúan activas. Ahora sabemos que
los cerebros de muchos pacientes (que según las pruebas corrientes
sufren muerte cerebral) siguen suministrando hormonas para regular las
funciones corporales escribe Singer. Además, cuando
los pacientes en estado de muerte cerebral están a cuerpo abierto,
para extraérseles los órganos, puede aumentar su presión
sanguínea y acelerarse el latido del corazón. Estas reacciones
significan que el cerebro está desempeñando algunas de sus
funciones, regulando las respuestas del cuerpo.
Preguntas
sin respuestas
Como resultado, la definición jurídica de muerte
cerebral y la práctica actual de la medicina a la hora de declarar
muertas a las personas en estado de muerte cerebral se han distanciado.
Para Singer es posible que coincida la práctica actual de la medicina
con la definición de muerte cerebral, aunque no es lo más
conveniente: Los médicos tendrían que hacer pruebas
de todas las funciones cerebrales, incluidas las hormonales, antes de
declarar a alguien muerto.
Esto supondría que a algunas personas a las que ahora se
declararía en estado de muerte cerebral, se las consideraría
vivas y se las tendría que seguir manteniendo en un respirador,
con un coste importante tanto desde el punto de vista económico
como de sufrimiento de la familia. Esto también implicaría
que durante el tiempo que se mantiene en un respirador a la persona con
un estado de coma irreversible sus órganos se deteriorarían
y muy probablemente ya no serían aptos para el trasplante.
Así pues, hacer coincidir la práctica de la medicina
actual con la definición de muerte no parece una buena idea. Sería
mejor hacer coincidir la definición de muerte cerebral con la práctica
médica actual afirma Singer. Pero una vez que abandonamos
la idea de muerte cerebral como cese irreversible de todas las funciones
del cerebro. ¿Qué vamos a poner en su lugar? ¿Qué
funciones vamos a considerar que marcan la diferencia entre la vida y
la muerte, y por qué?.
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