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Un mundo de sospechas

Por Pablo Capanna

Una de las mejores descripciones de la paranoia que conozco es el viejo cuento chino del campesino que había perdido el hacha. Mirando por encima de la cerca vio la cara sonriente de su vecino y se le ocurrió que ésa era la cara típica de un ladrón de hachas. Al rato, pasó la mujer del vecino, que iba a buscar agua. Tenía el aspecto de la típica esposa de un ladrón de hachas. ¿Y los hijos del vecino? Pequeños ladrones, que estaban aprendiendo a robar hachas...
Pero al otro día el campesino encontró el hacha y, desde ese momento, los vecinos recuperaron su cara de vecinos. En esa sensación, que todos hemos experimentado alguna vez, están en germen todas las manías, pánicos, locuras colectivas y cacerías de brujas. Pero en un mundo entrelazado por las telecomunicaciones, los rumores y sospechas pueden amplificarse hasta lo imprevisible. Se diría que los medios pueden actuar como catalizadores, acelerando y amplificando un fenómeno muy antiguo.

Esperando al menemovil
A veces el viejo mecanismo del rumor es suficiente para inducir el pánico. Basta recordar lo que ocurrió con los saqueos de 1989, que aceleraron la caída de Alfonsín. Solía decirse que fueron el efecto de la hiperinflación, pero no volvieron a repetirse en los dos años siguientes, cuando hubo picos inflacionarios parecidos.
Una mañana, en el pueblo del conurbano donde vivo corrió un rumor: una horda de desarrapados había saqueado la avenida principal, arrasando todo a su paso. Al mediodía, alguien que venía de otra localidad trajo la misma versión, pero con otra avenida por escenario. Cuando salí de casa, descubrí que la calle estaba intacta, pero junto a la vía del tren se veían fogones de gente que montaba guardia armada de palos y piedras para defenderse de las hordas salvajes. Al parecer, todos creían que los “bárbaros” venían “del fondo”, un lugar tan impreciso y movedizo como el horizonte. Lo mismo había ocurrido en las villas, donde la gente también esperó con miedo al enemigo que venía de otra villa.
Lo más sorprendente fue que a un amigo que llegó ese día de España, también le habían contado que una horda había saqueado la Avenida de Mayo. Por supuesto, no hubo mayores catástrofes ni en Buenos Aires, ni en los suburbios, ni más allá.
Algún día habrá historiadores que investiguen la impecable maniobra de inteligencia que nos había vuelto a todos paranoicos por un día, para rendir nuestras voluntades ante el mesías riojano.

El Anestesista Loco
Tanto la paranoia inflacionaria argentina, que duró unos meses, como la caza de brujas, que abarcó un siglo, se parecían en algo: un estado de sospecha que crecía sin control, hasta alcanzar en algún momento la saturación y decaer hasta perderse en el olvido.
Uno de los casos más fulminantes que han estudiado los psicólogos sociales es el de Mattoon. En agosto de 1944, una mujer de Mattoon (Illinois, Estados Unidos) denunció haber sido manoseada por un desconocido que se había colado en su dormitorio, anestesiándole las piernas. Al día siguiente, el diario local comenzó a hablar del Anestesista Loco. A los trece días, ya había veinticinco denuncias y los maridos se armaban. A los quince, la policía comenzó a enfriar el caso y el mismo diario comenzaba a hablar de “histeria colectiva”. La historia no cambia demasiado si reemplazamos al anestesista por el hombre araña, los extraterrestres bajitos y hasta ese fugaz “pitufo” que este mismo año creyeron ver algunos catamarqueños.

La gran caceria de brujas
A pesar de lo que se cree, el auge de la brujería no estuvo en el Medioevo sino entre los siglos XV y XVII. Coexistió con la Reforma, con el nacimiento del Estado y el de la ciencia moderna.
Durante toda la primera parte de la Edad Media, la brujería era considerada una superstición. El clero era escéptico ante los poderes mágicos y un sínodo alemán del año 785 condenaba como herencia pagana la práctica (popular) de quemar las brujas.
La perspectiva cambió radicalmente a comienzos del s. XVI. Después de las hambrunas, la peste negra, los cismas y las rebeliones, la gente y las autoridades comenzaron a buscar culpables y no encontraron nada mejor que las brujas; el pueblo creía en ellas y muchos intelectuales confiaban en la magia hermética. Bastó un breve período de prosperidad (1525-1560) para que decayeran los procesos por brujería. Luego renacieron hasta alcanzar su mayor ferocidad en el siglo XVII, cobrándose medio millón de víctimas.
A esta altura todos, desde el papa Juan XXII, Calvino, Lutero y los sectores más progresistas de la sociedad (incluyendo a pensadores como Jean Bodin) creían firmemente en el poder de la magia negra. De paso, católicos y protestantes aprovechaban para acusarse mutuamente y ambos culpaban a los judíos.
En tiempos de pánico, observa el historiador Trevor-Roper, los primeros chivos emisarios son los débiles, como las viejas solitarias, pero pronto todos caen bajo la sospecha. Los escépticos y los jueces sensatos son vistos como cómplices. Negarse a confesar ya es prueba de culpabilidad.
En estas circunstancias proliferan las acusaciones mutuas. Cuando la locura ya rueda sin control aparecen los que se acusan a sí mismos. Algunos, pensando en salvarse, pero otros movidos por una suerte de masoquismo. El tratadista Del Río y los autores del Martillo de las Brujas llamaban “cupio dissolvi” a esta manía autodestructiva, que llevó a muchas “brujas” a acusarse espontáneamente de las peores fechorías y a ir a la hoguera convencidas de que eran invulnerables.
Pero cuando se alcanza el paroxismo, el círculo se cierra. Se empieza a prestar atención a los escépticos y algunos inquisidores terminan siendo acusados. En el caso más famoso en América –las brujas de Salem de 1696– los propios jurados terminaron firmando una confesión donde declaraban haber sido engañados por el demonio.

La invasion marciana
El 30 de octubre de 1938 hubo pánico en los Estados Unidos cuando Orson Welles hizo un radioteatro con La guerra de los mundos y la gente se echó a correr a cualquier parte, convencida de que los marcianos habían desembarcado en New Jersey.
El fenómeno era inédito y, para estudiarlo, la Universidad de Princeton convocó a luminarias como Paul Lazarsfeld, Hadley Cantril, Gordon Allport y Muzafer Sherif, todos los cuales se destacarían luego en el campo de la psicología del rumor y del prejuicio.
Según una encuesta de la cadena CBS, al 48 por ciento de los oyentes no se le había ocurrido verificar las “noticias” que daba la radio.
El resto intentó hacerlo por distintos medios, desde mirar por la ventana hasta llamar a la policía. Ninguno alucinó nada, pero la confianza que sentían por la radio los sugestionó hasta distorsionar lo que veían con sus propios ojos.
Un oyente sacó la cabeza por la ventana para mirar si era cierto que los marcianos venían destruyendo todo a su paso. Por supuesto, creyó sentir olor a gas y oleadas de calor. Otro no vio autos en la calle y dedujo que los marcianos habían cortado la ruta. El que vio muchos autos pensó que era gente que estaba huyendo. El que no vio nada raro dedujo que los marcianos estaban por llegar.
Hubo quien confundió las luces de un auto con un monstruo marciano y quien al escuchar música religiosa por otra radio pensó que era gente rezando. El más realista llamó a la policía, pero le aconsejaron hacerle caso a la radio. Todo terminó en una avalancha de juicios a la emisora y a los productores.

El pánico satánico
Cuando todos creían –a pesar del nazismo– que las cacerías de brujas pertenecían al pasado, el fenómeno volvió a darse en Estados Unidos durante los años ochenta, si bien de manera menos cruenta. Algunos sectores conservadores echaron a correr la versión de que los discos de rock tenían mensajes satánicos subliminales que aparecían pasándolos al revés. Como no faltan los cultos satánicos, tanto de utilería como de los otros, no era imposible que alguno hubiera intentado la experiencia, pero la histeria no se detuvo y puso bajo sospecha a toda la música popular.
En 1988 el libro El coraje de sanar de Ellen Bass y Laura Davis, con 750.000 ejemplares vendidos, generó una avalancha de talk shows, notas y videos que desencadenaron una verdadera epidemia de acusaciones y juicios. Muchas familias quedaron destruidas, mucha gente quedó trastornada y como en los mejores tiempos de Salem, hubo inocentes que fueron a la cárcel.
La epidemia fue iniciada por terapeutas aficionados o no tanto que, armados de una versión vulgarizada de la represión freudiana, se lanzaron a buscar historias macabras en el inconsciente de neuróticos corrientes. No sólo los previsibles traumas vinculados con abuso sexual sino también complejas historias de cultos clandestinos.
Los métodos más usados eran la hipnosis, la “visualización guiada” y el recurso a drogas como el “suero de la verdad” (amytal sódico). Los más eclécticos hacían su propio menú de técnicas “alternativas”.
Muchos pacientes fueron inducidos a “recordar” que durante su infancia habían sido abusados en el curso de rituales satánicos. Los libros de Roseanne Barr Arnold, Los subsuelos de Satán y Michelle recuerda, contribuyeron a desatar una epidemia de fantasías siniestras que invadió a los Estados Unidos en 1988-89. Pacientes y terapeutas comenzaron a hablar de una vasta red de cultos satánicos en las sombras. Como si no hubiera sido suficiente con los mafiosos, los narcos y los traficantes de armas, ahora renacían los brujos.

Denuncias al por mayor
Hubo una avalancha de denuncias de cultos secretos, jamás descubiertos, que supuestamente practicaban mutilaciones rituales y sacrificios humanos o criaban bebés para comérselos. No faltaron los que aseguraban haber sido arrebatados por demonios extraterrestres o recordaban haber sido brujos en vidas anteriores. Había para todos los gustos.
El caso más famoso fue el de Paul Ingram, acusado de abuso sexual en rituales diabólicos por su hija al día siguiente de que ambos vieron un documental por TV. Ingram no sólo lo admitió sino que usando su propia técnica de meditación se autoacusó de haber presidido durante años un culto satánico con sede en Olympia (Washington) y se hizo responsable de sacrificar unos 250 niños.
Como los inquisidores de antaño, las inefables autoras de El coraje de sanar se apresuraban a calificar de “negadores” a los escépticos. Negar que uno hubiera sido sometido a abusos rituales o aparecer con el semblante triste en una foto de infancia eran pruebas. De ahí a construir la leyenda de la secta diabólica, había un paso. En 1983 James Rud, de Minnesota, fue acusado de violar a dos chicos y comprometió a otros 18 miembros del vecindario. Pronto hubo 60 chicos que acusaron a sus padres, tíos y vecinos de formar parte de dos grupos orgiásticos interconectados, como en los tiempos de Salem.
En 1986, Nadean Cool, una enfermera de Wisconsin, descubrió bajo la hipnosis, que durante su infancia había sido llevada a rituales satánicos donde había comido carne de bebés, había sido violada por animales y obligada a presenciar el asesinato de una compañera. El terapeuta le hizo creer que tenía 120 personalidades distintas, incluyendo varios ángeles y hasta un pato, que él había intentado reintegrar mediante un exorcismo casero. Cuando la Sra. Cool, reivindicando su apellido, se dio cuenta de que le habían “plantado” las memorias le hizo juicio a su terapeuta, ganándose la bonita suma de 2,4 millones de dólares.

El movimiento de la “memoria recuperada”
La histeria volvió a renacer en los noventa, apenas se comenzó a tomar conciencia de la violencia y los abusos sexuales en la familia. Eran temas serios e ineludibles, que de ningún modo hay que minimizar, pero en ese momento fueron trivializados por profesionales y aficionados que mediante técnicas poco ortodoxas comenzaron a “descubrir” abusos reprimidos en la memoria, de la misma manera que antes habían descubierto ritos diabólicos. La epidemia de denuncias volvió a tomar la figura de la curva acampanada. Antes de la epidemia, en junio de 1992, hubo 500 denuncias por abuso sexual contra los padres, pero en marzo de 1994 ya habían trepado a 11.000. Luego de 1991, cuando se fundó la False Memory Syndrome Foundation (Fundación Síndrome de la Falsa Memoria), una organización que sigue siendo cuestionada, las denuncias se redujeron hasta normalizarse.
El caso más grotesco fue el de Beth Rutherford, quien en 1992 “descubrió” que había sido violada reiteradamente por su padre, un pastor evangélico, y obligada por su madre a abortar dos veces. Sin embargo, cuando el juez ordenó una pericia, se probó que era virgen y el terapeuta tuvo que pagarle un millón de dólares.
Peor le fue a George Franklin. Condenado en 1991 por homicidio de una compañera de su hija, estuvo seis años preso, hasta que una prueba de ADN probó que era inocente.
En 1995 Vynette Hamanne le sacó 2,7 millones a su psiquiatra y sentó jurisprudencia para que otro cliente obtuviera 2,5 millones más. La profesional la había convencido de que había sido violada por su padre, madre, abuela, tíos, vecinos y transeúntes.
Entre los nuevos Torquemadas, el más famoso fue el detective Robert Pérez, quien en 1995 sembró el pánico en la comunidad rural de East Wenatchee (Washington). Pérez obtenía confesiones bajo presión. Su mejor testigo fue una niña de diez años, a quien sacó de la escuela dándole “diez minutos para decir toda la verdad”. Consiguió que implicara a casi todo el pueblo: una mujer fue acusada por 3200 casos de abuso sexual y a un septuagenario se le atribuyeron 12 (doce) violaciones por día, lo cual parece un tanto exagerado. Pérez llegó a Time y a la cadena ABC, y fue destituido.

El circuito se cierra
Los estudiosos de las grandes cazas de brujas históricas, como Trevor Roper y Macfarlane, han propuesto un modelo de explicación que encontramos ejemplificados en todos estos casos.
En la caza de brujas, las víctimas solían ser mujeres (aunque fueron hombres en los 80 y los 90), pero en casi todos los casos suele haber ingredientes sexuales.
A partir de cierto número de denuncias, cualquier acusado comienza a ser considerado culpable y acusa a otros. Cuando el fenómeno alcanza su punto crítico, la sospecha es universal. Entonces comienza la declinación. Algunos se preguntan si no habrá que escuchar a esos escépticos, de quienes se desconfiaba antes y algunos inquisidores terminan siendo acusados. En los años que siguen, el movimiento se diluye y sólo sobrevive como creencia marginal.
Todavía queda por ver qué papel juega la comunicación en todo esto. Entre Salem y la invasión marciana de 1938 hubo un salto: habían aparecido los medios masivos. Por entonces, la radio generó el rumor, lo difundió y casi llegó a provocar alucinaciones.
En las epidemias de los 80 y los 90, ya había otros medios, que jugaron un papel decisivo. No sólo en la propagación del rumor, sino actuando como catalizadores en la génesis de la epidemia.
Pero al mismo tiempo que los medios aceleran la propagación, acortan el tiempo que tarda la curva en alcanzar el paroxismo. También aceleran el proceso que lleva a dudar y cuestionar, y contribuyen a disipar la burbuja con una velocidad que nunca alcanzaría el mero rumor.
Como ocurre con la fabricación de políticos mediáticos, los medios parecen cumplir con la Ley de Warhol ofreciendo a lo sumo quince minutos de fama. Lo cual no deja de ser positivo, cuando ayuda a desactivar el proceso y evitar las peores consecuencias.