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Los genes de la felicidad

Por Diana Cohen *

Todas las discusiones que giran en torno de las posibilidades crecientes que ofrece la tecnología biomédica se silencian en un mismo punto muerto: la necesidad de atender a una distribución racional de los recursos en salud impide toda posible quimera. Consciente de este límite, propongo algo que los filósofos suelen llamar experimento mental. Este tiene muchas cosas en común con el experimento liso y llano: en la investigación científica, como se sabe, se provocan ciertas situaciones a fin de ser observadas. Un experimento científico, precisamente, se conduce de acuerdo con ciertas variables controlables y deja fuera de dicho control a una variable en especial, aquella que el científico se propone investigar. El objetivo de este aislamiento es dejar afuera todos los factores irrelevantes para poder fijar la atención en aquel factor que causa un efecto determinado, el que precisamente se quiere investigar. Difícilmente sea posible hallar esta situación fuera del laboratorio. No obstante, el experimento se diseña con el fin de mostrar algo acerca de la realidad. Algo parecido sucede con el experimento mental: la diferencia con el primero consiste en que, en lugar de observar variables físicas, en el caso del experimento mental se describe una situación hipotética con el fin de reflexionar sobre ella. Al igual que en el experimento científico, opera con situaciones artificiales, a veces ni siquiera técnicamente posibles. Pero una vez más, su diseño apunta a mostrar algo del mundo real. Incluso algo tan real como parecen ser los nuevos descubrimientos de la biotecnología.

Terapias genicas
Hoy contamos con las posibilidades crecientes de seleccionar las características deseadas en el futuro niño a través del diagnóstico previo a la implantación: aquellos óvulos fertilizados que posean las características deseables serán implantados en el útero materno mientras que aquellos indeseables serán descartados. Esta práctica puede conducir a la terapia génica (con esta expresión se alude al tratamiento de las enfermedades genéticas mediante el traslado de material genético deseable a las células con anomalías o indeseables) en línea germinal, esto es, alterando las células reproductoras. En este caso, en lugar de seleccionar aquellos óvulos fertilizados que poseen las características deseables, se insertan los genes portadores de las características deseables en el óvulo fertilizado antes de ser éste implantado, descartando los otros que no cuentan con esas características. Ahí va, entonces, nuestro experimento mental.
Supongamos que el diagnóstico genético prenatal nos permitiera diagnosticar una amplia variedad de rasgos genéticos, y que –ya dijimos que es un mero experimento mental– el Estado tuviera recursos suficientes para subsidiar estos programas sin descuidar otros programas de atención de la salud más urgentes. En un escenario como el descripto, ¿deberían fijarse ciertos límites morales de acuerdo con los cuales se autorizara el diagnóstico de determinados rasgos genéticos, mientras que otros permanecerían vedados a cualquier diagnóstico?

Mas alla del bien y del mal
Se suele citar la progresiva preocupación por diseñar programas educacionales que alienten conductas morales o capacidades intelectuales. Si como resultado del mapeo de nuestro genoma pudiéramos descubrir aquellos factores genéticos que explicaran la tendencia, pongamos por caso, a cometer crímenes, ¿acaso sería erróneo reducir el número de estos individuos, siendo técnicamente posible? Difícilmente responderíamos que no. El filósofo alemán Leibniz (allá por 1710) se tomó el trabajo de intentar justificar la existencia del mal en su Teodicea: aquello que desde una perspectiva individual es un mal, visto en el concurso de la totalidad de la naturaleza, es un bien. Curiosamente la ingeniería genética hoy le da la razón: la eliminación de ciertos genes “nocivos” mediante terapias germinales (que, según se señaló, operan sobre células reproductoras, esto es, espermatozoides u óvulos, cuyas modificaciones se transmiten a la descendencia) podría causar graves perjuicios. La anemia falciforme –una enfermedad de la hemoglobina de la sangre– provee cierto grado de protección contra la malaria falciparum (forma mortal de paludismo). Si se eliminara el gen que la provoca, se correría así el riesgo de que aparecieran más casos de paludismo. Según parece, entonces, sin la menor sospecha de dónde le llegaría el apoyo a su teoría, Leibniz se ufanaría de su propia construcción (que, por su parte, el genio implacable de Voltaire se encargaría de vapulear): aquello que se nos aparece como un mal no es sino una escena sólo justificable por la distribución de bondades y maldades totales en la película del mundo, que un buen crítico de cine recién evalúa una vez que vio completa.

Usos de la ingenieria genetica
Pero no es por culpa de Leibniz que la ingeniería genética tenga mala prensa. El recuerdo nazi acecha y no son fáciles de olvidar los programas genocidas impulsados por sus científicos en busca de “la supervivencia de los mejores”. No obstante, y pese al temor justificado de que ciertas formas indeseables de eugenesia se vuelvan una norma social usual (o tal vez precisamente por eso), deberíamos discriminar las formas deseables de eugenesia de aquellas indeseables. Tal vez no esté de más advertir que el término eugenesia (del griego, bien nacido), fue acuñado en 1863 por Francis Galton, primo de Charles Darwin, quien desarrolló diversas teorías sobre la herencia basándose en la ciencia fundada por su pariente.
Pues bien, la jerga científica distingue dos usos de la ingeniería genética con fines eugenésicos: se llama “eugenesia negativa” al intento de eliminar desórdenes genéticos patológicos (o sea, enfermedades genéticas). En contraste, se llama “eugenesia positiva” al mejoramiento genético de gente normal. Este uso bifronte está conduciendo a polémicas similares a las surgidas a propósito de la potencia nuclear: fundándose en un análisis riesgo-beneficio, se suelen medir los beneficios más o menos importantes en relación con los riesgos de consecuencias más o menos apocalípticas.
Muy difícilmente alguien levante la voz en contra de la eugenesia “negativa”: ¿quién objetaría un tratamiento que permitiera sobrevivir y reproducirse a quienes, hasta ahora, no son sino condenados a muerte?; ¿quién objetaría la prevención de desórdenes genéticos de la magnitud de la enfermedad de Huntington, o esa plaga conocida como la enfermedad de Alzheimer?

Grados de aceptacion
Por el contrario, parece que la eugenesia positiva –aquella que se ocupa de dejar a un embrión a gusto de sus padres– no cuenta con el mismo grado de aceptación. El punto controvertido es el siguiente: ¿quién se considera a sí mismo no sólo con la estatura moral suficiente sino además con la capacidad de prever los efectos de por sí impredecibles de una supuesta selección de rasgos deseables? Dicho de otro modo: ¿quién puede ser juez y elector de las cualidades deseables para nuestros descendientes?; ¿acaso los padres no tienen el derecho de elegir la clase de niña que tendrán que criar, pongamos por caso, una que sea preferiblemente honesta, solidaria y, ya que de pedir se trata, que no viva sometida al fantasma de las dietas?
Ni siquiera es necesario poner en el tapete el problema del respeto a la autonomía de las personas, uno de los problemas más serios que presentan las políticas eugenésicas obligatorias tales como la esterilización o la planificación familiar compulsiva, ya que la autonomía no juega papel alguno en el caso de la ingeniería genética. En las modificaciones embrionarias, no se viola autonomía alguna, puesto que los padres las piden voluntariamente y no se le puede adjudicar autonomía a la persona futura (que por el momento es un embrión). El embrión no es autónomo ni biológica ni legalmente. Sin embargo, una de las razones alegadas en contra de una selección eugenésica es que, tal vez en parte como resultado de ciertas tendencias narcisistas, los padres intentarán elegir aquellas características socialmente valiosas. Esta selección se irá traduciendo en una humanidad que, con el correr del tiempo, padecerá una empobrecida uniformidad genética. Pero ahí no acaba todo. También se teme que los embriones se transformen en un producto más de nuestra sociedad de consumo, donde los futuros padres (por lo menos aquellos que monetariamente puedan hacerlo) elegirán ese niño soñado (pese a que el bebé perfecto es una quimera, pues en cada generación aparecen nuevas anomalías genéticas).

Chicos con ojos azules
Es notorio, entonces, que las polémicas se desatan cuando eugenesia mediante se aspira a cumplir con mandatos estéticos o mejoramientos ambiciosos de capacidades físicas o intelectuales, proyectos todos estos impulsados por la ingenua creencia de que el hombre es sus genes, en desmedro de la llamada nurtura, de todo a aquello que se va incorporando en el contacto con los otros a lo largo de su vida. Se cree así que es posible seleccionar aquellos genes que nos permitan traer chicos al mundo de ojos azules, sino además que jueguen espectacularmente al fútbol o que sean posibles candidatos al Nobel (esto último no es una vana especulación: cinco científicos ganadores del Premio Nobel donaron su esperma a un banco de semen. Gracias a su cooperación para esta “buena causa”, por lo menos tres mujeres fueron inseminadas y otras doce estaban en lista de espera, según narra el The Guardian del 1° de marzo de 1980).
Pero al igual que en cualquier otra polémica, hay quienes piensan distinto. A favor de la eugenesia positiva se ha alegado que, aun cuando se mantenga la distinción entre el diagnóstico de una enfermedad genética y la búsqueda insaciable de la perfección genética, en la medida en que pasamos por actos quirúrgicos para modificar la forma de la nariz o para eliminar la celulitis, ¿por qué no admitir, con el mismo criterio, la búsqueda artificial de ojos azules?

Felicidades
Una vez más, la diferencia objetable es que en un caso la modificación es buscada por el individuo que se somete a la cirugía, mientras que en el otro el chico no pide tener ojos azules. Imagínese los consabidos reproches de este presunto hijo ya adolescente si se da el caso de que, cuando este chico crece, el rasgo socialmente de moda es tener ojos negros. Pero una vez más: nadie puede predecir las consecuencias a largo plazo de estas modificaciones genéticas. El problema, en verdad, también afecta a los demás, a quienes no tuvieron la oportunidad, o cuyos padres se negaron a someter a su embrión a esas modificaciones genéticas. Aunque fuera posible suponer, de acuerdo con las premisas de nuestro experimento mental, la existencia de fondos suficientes para subsidiar programas voluntarios de eugenesia positiva, aquellos progenitores que por un motivo u otro se rehusaran a formar parte de éstos, traerían un chico al mundo en una posición desventajosa.
No es difícil imaginar que las actitudes sociales hacia aquellos que no han nacido como “niños perfectos” van a dar lugar a la creación de un novedoso sistema de castas: la de aquellos beneficiados por la ingeniería genética y la de quienes no se han acogido a dicho ¿beneficio?. El problema no es nuevo: Platón en la República soñó con un sistema eugenésico natural –mediante la selección y cruza entre los mejores– con el fin de alcanzar y mantener la felicidad de la polis.

Supermercado genetico
¿Cómo evitar el riesgo de caer en lo que llamaré el “síndrome del supermercado genético”, donde podremos elegir en una góndola virtual, en lugar de una lata de sardinas, un par de ojos azules? Ante este escenario, ¿qué podemos hacer?
Los científicos pueden reflexionar sobre una especie de “principio de caución”: al igual que en el ejemplo del aprendiz de brujo, prestar atención a la clase de riesgos resultantes de la experimentación con organismos que podrían escapar de su control y ser conscientes del riesgo de producir resultados no buscados, ya porque las técnicas resultan ser menos precisas de lo que se pensaba, ya porque diferentes características pueden vincularse genéticamente de modos inesperados.
Pero el peligro, para ser francos, excede el horizonte de estas amenazas biotecnológicas: no se reduce ni a la ingeniería genética en general ni al mejoramiento eugenésico en particular. Tiene que ver también con ciertas cuestiones que exceden el campo de responsabilidad del científico y que dependen, en todo caso, de los valores que defendemos individual y socialmente y que configuran ciertas prácticas que hacen a nuestra elecciones vitales: una cosa es emplear estas técnicas novedosas impulsados por el afán de detectar una seria anormalidad genética, otra muy distinta es aspirar a tener un chico de ojos azules o que juegue bien al fútbol, o que sea Premio Nobel, como si estos dones fueran un pasaporte a la felicidad. La cosa no pasa por tener o desear un chico perfecto, sino por preguntarse en qué se sustenta, qué revela y qué oculta un deseo semejante. Además, ¿qué significa un chico o un adulto “perfecto”?
Aunque, justo es reconocerlo, creer en la “perfección” y en la felicidad así entendida ya es otra historia.

* Doctora en Filosofía de la Universidad de Buenos Aires, especialista en bioética