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Informe sobre lepra

 

Por Agustín Biasotti

“Nos tratan como leprosos”, se quejó tiempo atrás un intendente cuando algunos periodistas, según él con pinceladas de sensacionalismo, informaban sobre un incipiente brote de hantavirus que ocurría en su territorio. Con estas palabras, dicha figura de la política local no hacía sino apelar al anacrónico imaginario popular de la lepra, una enfermedad infectocontagiosa que hoy cuenta con tratamientos ambulatorios altamente efectivos que permiten reducir aún más su ya de por sí bajo grado de contagiosidad.
Lejos de ser aquel problema de salud pública que hasta hace poco más de 15 años afectaba a muchas regiones del planeta, actualmente la lepra sigue manteniendo en algunos países una reducida, pero aun así inquietante presencia. Es el caso de la Argentina, más precisamente el de algunas provincias donde la enfermedad –que todavía invoca temores medievales e injustificados– es endémica.

Presencia inquietante
“Las drogas que hoy integran el tratamiento de la lepra son excelentes; son ellas las que han permitido disminuir la cantidad total de pacientes que hay en el mundo (15 millones en 1983 a menos de un millón en la actualidad) –señala el doctor Roberto Escalada, coordinador médico de la Asociación Alemana de Asistencia al Enfermo de Lepra–. Aun así, y a pesar de que en la Argentina la medicación la da el Estado gratuitamente, sigue habiendo nuevos casos de esta enfermedad”.
De acuerdo con estadísticas aportadas por la Sociedad Argentina de Dermatología (SAD), actualmente suman 2650 los casos de lepra reportados en el país, a los que habría que sumar aproximadamente otros 1300 casos que se estiman no diagnosticados. En 1999 se reportaron 550 casos nuevos, y se espera que para este año la situación se repita.
Si bien el índice de prevalencia de la enfermedad en la Argentina se encuentra por debajo de los límites tolerables establecidos por la Organización Mundial de la Salud (OMS), en algunas provincias del país los índices de prevalencia son mucho mayores. En Chaco y en Formosa, por ejemplo, la prevalencia de la lepra es de 3,9 personas por cada 10.000 habitantes, cuando el límite tolerado por la OMS es de 0,7 por cada 10.000 habitantes. “Estas provincias, al igual que Santa Fe, Corrientes, Misiones y Tucumán constituyen bolsones hiperendémicos”, agrega Escalada.

Un bacilo poco contagioso
La lepra es una enfermedad infecciosa que afecta fundamentalmente a la piel y a los nervios periféricos y que en algunos casos avanzados puede comprometer las mucosas y casi todos los órganos internos (a excepción de los pulmones, los ovarios y el riñón que sólo se ven afectados secundariamente).
“Pero contra lo que comúnmente se cree, la lepra es muy poco contagiosa –destaca el doctor Escalada–. Para que sea contagiosa justamente es necesario que el paciente elimine bacilos fuera de su organismo y esto sólo sucede en las etapas avanzadas de la enfermedad; además, la persona sana debe ser susceptible a contraer la enfermedad y mantener un prolongado contacto directo con el enfermo”.
El contacto persona a persona es fundamental para la diseminación del bacilo de la lepra (Mycobacterium leprae), porque, al igual que su pariente cercano el bacilo de la tuberculosis (Mycobacterium tuberculosis), se transmite por vía orofaríngea o, dicho en lenguajellano, a través de las imperceptibles gotitas de saliva que emite una persona al toser.
Aislamiento químico
“Ser muy poco contagioso es muy importante en el caso de una enfermedad como la lepra que carga con un pesado imaginario popular. Incluso en algunos casos la población médica no tiene en cuenta este pequeño detalle –ironiza la doctora Liliana Olivares, presidenta de la Sociedad Argentina de Leprología– y rechaza o deriva al paciente por temor al contagio”. Esto hace que una persona afectada por el M. leprae a veces tarde de 8 meses a 2 años en ser diagnosticada.
Otro factor que le resta aún más peligrosidad (en términos de probabilidades de contagio) a la lepra es que al comenzar con el tratamiento aquel paciente que era contagioso deja de serlo casi inmediatamente. “La medicación es tan efectiva que una sola dosis de dos pastillas de rifampicina elimina el 99 por ciento de los microorganismos viables de la lepra presentes en el paciente, con lo que éste deja de ser contagioso”, confirma la doctora Olivares.
“Lo que se hacía antaño era aislar al paciente en un medio físico (los leprosarios), en parte porque no existía una cura para esta enfermedad y, por otra parte, porque se sabía poco o nada con respecto de su grado y forma de contagio –explica el doctor Escalada–. Actualmente, el aislamiento físico del paciente no es necesario ya que se logra químicamente con la medicación que impide el contagio del bacilo”.

La mancha delatora
“Cuando se habla de lepra en el imaginario popular aparecen las úlceras y toda una cuestión morbosa, cuando en realidad hay muchas formas de presentación de esta enfermedad”, dice Olivares. “En realidad lo más importante es saber cómo empieza esta enfermedad, porque en última instancia es lo que puede motivar a que la persona acuda precozmente a la consulta médica, evitando de esta forma que la enfermedad progrese”, agrega Escalada.
Es simplemente una mancha en la piel que puede aparecer en cualquier parte del cuerpo el primer síntoma de la lepra, aunque vale decir que es una mancha bastante particular. “La característica principal es que en la parte de la piel afectada por la mancha se experimenta un trastorno en la sensibilidad –explica Escalada–; allí el paciente no siente la piel, que es como si estuviera adormecida”.
“En algunos casos también puede estar ausente la sudoración y los pelos de la piel de la mancha –explica la doctora Viviana Bonanno, a cargo del Servicio de Dermatología del Hospital Ramos Mejía–. Es muy común que los pacientes que viven en el campo consulten porque notan que no se les pega la tierra en la mancha”. El mayor o menor progreso de esta enfermedad depende directamente de cuán buenas sean las defensas del paciente.
“Las distintas formas clínicas de la enfermedad se presentan en relación con la inmunidad del paciente –confirma la doctora Bonanno–. Mientras que en aquellos pacientes que presentan un buen estado inmunológico lo más probable es que la manchita se detenga allí, en los que tienen deprimido su sistema inmunológico la enfermedad avanza y de una manchita se pasa a dos, a tres y más”.

Trastornos de la sensibilidad
Pero son los trastornos de la sensibilidad que afectan al paciente los que traen aparejadas las consecuencias más severas para su salud, también las más temidas. “La falta de sensibilidad en pies y manos hace que, por ejemplo, el paciente agarre una pava que dejó en el fuego para calentar el agua y no se dé cuenta de que se está quemando o que se lastime un pie y la herida luego se infecte –cuenta Bonanno–. En algunos casos la lepra puede devenir en una parálisis, transitoria o definitiva”.
“En los pacientes con trastornos de la sensibilidad son muy comunes los problemas oculares que se producen cuando entra una basurita en el ojo, pues la persona no se da cuenta y ésta luego da lugar a una úlcera. Hay casos que devienen en ceguera –agrega Escalada–. Por eso es importante que el paciente esté advertido de estos trastornos de la sensibilidad, porque le permite cuidar especialmente sus manos y sus pies, con lo que evita lastimarse en las zonas en que sufre alteraciones de la sensibilidad”.
En cuanto a las mutilantes ulceraciones de la piel que se asocian en el imaginario popular con la lepra, éstas no son sino las secuelas de los trastornos de sensibilidad que permite que los pacientes al lastimarse no se den cuenta de ello, y por consiguiente las heridas se infecten. “En este sentido, la lepra se parece a los trastornos de sensibilidad que afectan a los diabéticos y que suelen ocasionar las infecciones apodadas como pie diabético”, agrega el doctor Escalada.
“La importancia del diagnóstico precoz y del tratamiento del paciente se debe a que es la única forma de detener la evolución de la enfermedad, evitar las discapacidades que ésta puede provocar y cortar su cadena de contagio –concluye la doctora Olivares–. Si no se trata la enfermedad, la cadena epidemiológica continúa su camino”.

Un leprosario argentino

Por Martin de ambrosio

El periodista y escritor argentino Rodolfo Walsh, desaparecido por la Junta Militar desde 1977, estuvo –junto con el reportero gráfico Pablo Alonso– una semana en la Isla del Cerrito, un leprosario de la selva chaqueña, y realizó un extraordinario informe publicado en la revista Panorama, en 1966. El leprosario estaba ubicado geográficamente en el Chaco, aunque bajo jurisdicción del Ministerio de Salud de la Nación.
“A ese hombre no se le podía dar la mano, aunque uno terminara por sentirse su amigo. A esa muchacha no se la podía tocar, aunque su bonita cara de campesina sonriera y sus pechos bajo el vestido floreado fueran una inmemorial tentación. Todas las noches, cuando salíamos de la zona y volvíamos ‘a casa’, Pablo y yo nos lavábamos las manos. Si uno se olvidaba, el otro coreaba el improvisado jingle: Agua y jabón, agua y jabón, que era la receta exclusiva con que el mítico cabo Cardoso venía defraudando durante veinticinco años al bacilo de Hansen, ácido-alcoholresistente.”
Así comienza la nota que recopiló Daniel Link en El violento oficio de escribir. Obra periodística 1953-1977, de Rodolfo Walsh (Editorial Planeta, Buenos Aires, 1995).

 

La lepra en la historia

Por M. D.

Podría afirmarse que la lepra es la enfermedad de la historia, enfermedad de parias, de muertos en vida. En Epidemias y poder, Sheldon Watts (Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1997) deja muy en claro este pensamiento y narra además las vicisitudes de la enfermedad a lo largo de la historia: “Lo más degradante era el estigma asociado con la enfermedad”. “Los que poseían información histórica”, escribe, “sostenían que la lepra era el castigo de Dios por culpa de los pensamientos, de las palabras y los actos oscuros y ocultos, normalmente relacionados con formas repulsivas de la sexualidad. Los leprosos necesitaban elevación moral, más que atención médica”.
Fueron los árabes –algo más que meros comentadores de Aristóteles–, quienes aportaron una visión explicativa del asunto escapando de la voluntad castigadora del Dios cristiano. Para Watts, entre los siglos VII y XI, fueron autores musulmanes médicamente informados los que se apoyaron en otros autores de la Antigüedad tardía para presentar descripciones clínicas más o menos correctas del Mal de Hansen (nombre del médico noruego que descubrió la bacteria de la lepra, en 1873). El judhäm, bahq, o baras (palabras árabes que definen diversas formas de la lepra clínica) era uno de los azares que se debía soportar en vida; no se debía visualizar como una categoría moral ni como un castigo enviado por el cielo.
Pero el acontecimiento más espectacular –y oprobioso– fue el protagonizado por el rey Felipe V el Largo de Francia, que reinó entre 1316 y 1322, con un gobierno sumamente débil. Felipe recibió informes de un complot de leprosos en su contra. El rumor sostenía que los jefes de los leprosos se habían reunido y habían decidido ajustar cuentas con Francia y contagiar a todo el pueblo: envenenarían todos los pozos de agua y, cuando todo el reino estuviera contagiado, los confabuladores tomarían el poder. El resultado fue la “confesión”: los leprosos estaban pagados por los judíos y recibían financiación externa de un mítico sultán musulmán de Babilonia, así como del rey de Granada. Felipe el Largo acusó a los leprosos del delito de lesa majestad. Los funcionarios y el pueblo interpretaron el decreto como licencia para matar y muchos fueron quemados vivos.
En otros tiempos y lugares, también se pensó que la lepra era propiedad de un otro denigrado: “En el sur de Estados Unidos antes de la Guerra de Secesión, por ejemplo, los médicos de las plantaciones consideraban que la lepra era simplemente otra enfermedad de los negros.”
La idea de un castigo moral afectando a los enfermos no fue exclusiva de la oscurantista Edad Media, sino también de la luminosa modernidad, donde muchos creyeron que la Peste Rosa era un regalo del cielo para acabar con los homosexuales. Esa enfermedad se conocería como sida y, luego se vio, terminó afectando sin distinción de costumbres sexuales.