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Hacer huevo
¿pero cómo?

Todas nos podemos identificar con la escena: una mujer moderna cocina, habla por teléfono, va hasta la computadora a escribir algo y, ya que está, atiende al nene que llora colgado de su pierna. Esa es su manera de descansar aun en vacaciones. Al parecer el tiempo propio no tiene todavía su cuarto propio.

Por Moira Soto

A las doce y media del segundo sábado del 2000, en el canal de cable consagrado a las tareas del hogar, una simpática señora enseña a limpiar zapatillas de cuero y de algodón: a las primeras las acaba de frotar con agua avinagrada y procede a pasarles crema de enjuague para ropa; a las segundas, luego de lavarlas, las pone a secar cubiertas con sal fina; y una vez secas, les quita el condimento y las almidona con fécula de maíz disuelta en agua. Difícil imaginar una imagen más representativa, en su conjunto, de lo que tradicionalmente se considera como labores (vinculadas a la casa, a la familia) a las que las mujeres deben dedicarse en forma continua, perpetua (con un paréntesis para el trabajo remunerado que supimos conseguir).
Esos quehaceres domésticos que para algunos economistas son una forma de inactividad, esas tareas a menudo simultáneas a las que se suman otras actividades (asalariadas o no) dan como resultado, avalado por las estadísticas, que en nivel mundial las mujeres trabajan más que los varones y descansan menos (también que reciben sólo el cinco por ciento de las ganancias, pero ésa es otra nota). Es decir, tienen menos tiempo para el ocio. Y cuando se toman ese tiempo para sí, suele estar empañado por la culpa del rendimiento. Afortunadamente el panorama tiende a distenderse, tanto en mujeres adultas que han descubierto este derecho a un tiempo de holganza, de recreo, de pura vagancia si se les canta, como en las más jóvenes que crecieron en un mundo altamente tecnificado y sabiendo que ciertas ideas sobre el eterno femenino –abnegación, renunciamiento, vocación de servicio– son cuentos, puras patrañas que a ellas no les conciernen.
El ocio, la madre de todos los vicios según el refrán, no ha gozado de prestigio en la cultura judeocristiana. El ocio porque sí, más allá de las vacaciones programadas, el dolce far niente en la tentadora expresión italiana, la pura vagancia al decir de nuestras/os madres y padres, abuelas y abuelos, ha sido moralmente estigmatizado.
“Para mí, desde chica, el ocio era la almohada del diablo: eso fue lo que a mí me enseñaron”, memora Michelina Oviedo, psicóloga, dramatista, fundadora y directora de Guionarte (primera escuela de guión). “Conclusión: el ocio siempre tuvo que ver con la cama. Y obviamente la cama, además del descanso, está relacionada con la actividad sexual. Entonces sacarle a lo sexual de la cama el carácter diabólico me costó poco. Pero sacarle el carácter de ocio fue mucho más difícil. Para mí la cama y el ocio están muy relacionados”.
Según la historiadora Dora Barrancos, legisladora de la ciudad de Buenos Aires por la Alianza, “el tiempo libre es una materia casi inexistente para muchas mujeres, sobre todo si son amas de casa, porque el estado gerencial doméstico de ellas desde que se definieron tan categóricamente los atributos sexo-género es muy absorbente. En tiempos pasados sólo algunas privilegiadas podían disfrutar del ocio: las de la alta burguesía, las de la clase media alta. Pero en términos generales, en la actualidad, la mujer sigue teniendo, en la vida cotidiana, alrededor del doble trabajo que el hombre, por muy evolucionado que éste sea. Pero es verdad que las mujeres empezaron a usar ciertas libertades cuando vacacionaron. Esto es interesante: cuando la vacación se convirtió en un derecho, aun considerando que la gerencia doméstica no acaba nunca, a las mujeres se les abrió un horizonte muy gratificante”.

Ritmos e intensidades
Para la psicoanalista Irene Meler, coordinadora del Foro de Psicoanálisis de Género de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires, en este asunto de perder el tiempo, hay gente que es moderna y gente que es posmoderna: “Me parece que en cuanto al manejo del tiempo, quizás la categoría de edad es más fuerte que la categoría de género, en el sentido de que las personas que yo llamo, para entendernos, modernas, son personas todavía subjetivadas en la ética, en el imperativo del trabajo, en el productivismo. Para ellos, la cuestión es producir y ser útiles todo el tiempo. Esto afecta tanto a hombres como a mujeres de diferentes maneras. Por ejemplo mujeres de edad madura o mediana, de formación tradicional, es bastante común que, dentro de la sensación de ser útiles, incluyan las tareas domésticas, además de un trabajo remunerado que eventualmente realicen”.
Aunque la antigua división sexual del trabajo se hace sentir en los modernos y los varones identifican el rendimiento a nivel económico, Meler opina que “en ellos también emerge una sensación de virtud respecto de las tareas clásicas de reparación del hogar (arreglar canillas, enchufes, esas habilidades masculinas). Esas actividades hacen sentir virtuosos a los hombres modernos y en paz con su autoestima. A su vez, las mujeres modernas se sienten virtuosas cuando trabajan para producir dinero, pero también cuando limpian, acomodan, cocinan, típicas tareas derivadas de la división del trabajo en el hogar”.
En cambio, dice Irene Meler, hay gente posmo, jóvenes en general, aunque algunos de más edad pueden incluirse en esta tendencia, con otro manejo del tiempo: “La generación joven fue criada en un mundo donde hay más ocio, deseado o impuesto. Donde el imperativo de producir no es tan fuerte porque las posibilidades se achicaron ya que los nuevos modos de producción no requieren trabajo humano constante. Además la capacidad de los jóvenes para el ocio se debe en parte a que aún no tienen obligaciones familiares, no han entrado del todo en el sistema”.
En cambio entre las modernas y los modernos, si bien puede haber diferencias en el tipo de tarea que realizan, suele haber mucha semejanza en el fanatismo con el que han aceptado el imperativo del trabajo. Y en consecuencia, según la psi entrevistada, “es gente que se pone mal ante el ocio. Que se aburren, que se angustian, sienten culpa: ‘estoy al cuete, boludeando, tengo que hacer algo útil’. A veces, la creatividad, el mero goce de la existencia o el estado de contemplación les están vedados. A su vez, el riesgo con las personas posmodernas es que caigan en una sensación de vacío, una cierta desorganización (porque el trabajo organiza mucho mentalmente). En resumen, que el ocio puede ser liberador en tanto permite aflorar la creatividad, sacarnos de la compulsión a producir. Y puede resultar desorganizante en tanto aparte de la realidad”.

La dimensión
conocida

Irene Meler cree que en la actualidad se siguen reproduciendo modelos de trabajo femenino y masculino que la antropóloga Margaret Mead había observado en muchas culturas que estudió: ellas, con un ritmo diferente de los varones, están acostumbradas a un trabajo continuo, menos duro pero incesante; ellos están orientados a hacer esfuerzos muy intensos durante un tiempo determinado y luego parar. “No digo que esto sea biológico, pero sí que está muy arraigado, es una fuerte tendencia transcultural; los hombres hacen esfuerzos que los absorben por completo, mientras que las mujeres combinan varias tareas, entre ellas cuidar a los niños (lo que les da a ellos la oportunidad de concentrarse en lo suyo). Con la división tradicional del trabajo que todavía persiste, aunque atenuada, es más corriente para las mujeres hacer un trabajo que no cese –mientras cocinás, hablás por teléfono y vas a la computadora a escribir algo y ya que estás, atendés al nene que llora colgado de tu pierna– más variado, no tan intenso pero constante. Y por otro lado, es un clásico la figura del hombre que llega del trabajo, dice estoy reventado, se tira en un sillón a mirar la tele o leer el diario. Viene de estar superconcentrado –porque contó con las condiciones apropiadas–, se desgastó mucho y se dedica a un ocio que él siente muy merecido. Por supuesto, hay casos –raros– de ejecutivas de alto nivel o cirujanas con el mismo tipo de desgaste, pero todavía hay una gran masa de mujeres que hace el trabajo como lo describió Mead”.
A la profesora de filosofía Laura Morroni le parece que la dimensión del tiempo no es la misma para mujeres y varones: “Aunque las generalizaciones no son siempre válidas, pienso que las vivencias son distintas. Las mujeres cumplimos doble jornada laboral, estamos en lo público y en lo privado. Recuerdo que una vez una profesora preguntó cuánto valía el tiempo que una mujer dedicaba a un enfermo en su fase terminal. Yo le respondí: es tiempo humano. Es decir, hay un tiempo muy conocido por las mujeres, un tiempo en el que te relacionás como sujeto, ayudar a los niños, a los ancianos, esas tareas que las mujeres cumplimos habitualmente. Entonces las vivencias no son las mismas, porque las actividades y los mandatos sociales no son iguales.

Un vacío para llenar
Laura Morroni reconoce que las vacaciones propiamente dichas, con cambio de paisaje incluido, son un lujo que no todas las mujeres pueden darse, que algunas apenas tienen oportunidad de tomarse un día o dos por semana. Sin embargo, “ya se trate de dos días, dos semanas o dos meses, poder contar con ese tiempo libre tan anhelado es muy importante. La pregunta es: ¿qué hacemos con ese tiempo? En este punto, subrayo los procesos personales donde la perspectiva de género empieza a jugar. En principio, las vacaciones se plantean desde el vamos como algo desestructurante, porque aun estando en tu casa, el tiempo y el espacio son distintos: te levantás más tarde, podés comer a cualquier hora, olvidarte qué día es. El tiempo se empieza a vivenciar de manera diferente en este período y el espacio también: a lo mejor podés ver el sol por las mañanas en el living, cosa que los días de trabajo no ocurre porque salís temprano. O, en el mejor de los casos, cambiás totalmente de escenario, te vas a la montaña, al mar”.
Hay todo un mito en torno de las vacaciones: la posibilidad de darse gustos postergados, de quebrar los esquemas cotidianos, de disfrutar todo lo que no se pudo durante el año. Eso en los papeles, porque a la hora de enfrentar esa situación, en palabras de Laura Morroni, “el tiempo libre es en realidad un vacío, una incertidumbre. Un tiempo durante el cual una puede reproducir actitudes que esperaba modificar: ir a la playa y estar todo el tiempo pendiente de los nenes, pensar reiteradamente en listas de comida o remedios que se necesitan” desaprovechando la oportunidad de revisar ciertas conductas, romper determinadas rutinas. Porque el tiempo libre tiene mucha potencialidad, se deposita en él mucha ilusión. Es un tiempo idealizado y, al no cumplirse las expectativas, se puede caer en la desilusión”. De modo tal que las vacaciones son ese tiempo vacío que se puede llenar reproduciendo automáticamente gestos y actitudes que se deseaba modificar, “o se puede dar que la nueva situación te conmueva un poco y puedas producir variaciones. Si sos esposa y madre, plantear un cambio de tareas, correrte del rol de vigilante del orden y la limpieza, o del de compañera de todo momento: si él quiere subir a la montaña a mí me puede dar la gana (y cumplirla) de pasear por el bosque en bicicleta. O sea, que esa etapa sirva para mudar un poco de piel. Porque seamos realistas: nadie vuelve de las vacaciones convertida en otra persona. Pero si cada tiempo de ocio, cada puerto que tocás te sirve para ir mudando un pedacito, sería bueno. Si producimos esta pequeña ruptura, seguramente el tiempo va a estar más acorde con nosotras, será un tiempo realmente propio. Nos habremos corrido de los estereotipos de las subjetividades femeninas muy construidas, de las culpas. A mí me parece que el rendimiento y la actitud de nostalgia de un pasado que fue mejor son dos indicadores de cuán lejos o cerca estás del estereotipo impuesto. Cuando vas perdiendo esos sentimientos de culpa o añoranza, empezás a despegar de verdad”.
A las mujeres nos falta todavía bastante para tomarnos estas licencias, acepta Laura Morroni. Para “sentir que el tiempo propio tiene un cuarto propio”. No todo es miel sobre hojuelas en esto de deconstruir hábitos para construir otros, conmoviéndose, relacionándose de otra manera, negociando con al entorno: “Es como la bola de billar, golpeás y el juego se va moviendo. Eso es lo bueno del cambio, aunque dé angustia, miedo. Pero vale la pena, es un proceso fuerte que no ocurre de la noche a la mañana. Es lento, hay que estar atenta, es una progresión que incluso va de generación en generación”.

Tiempo perdido:
tiempo ganado

A Laura Morroni nunca se le ha ocurrido pensar que el tiempo de vacaciones, de ocio sea efectivamente “tiempo perdido”. En todo caso, a ella le fascina todo aquello que se supone que constituye una pérdida de tiempo: “Me parece que son las cosas que se quedan en vos, que te pueden llegar más profundamente. Sí, claro, la frase perder el tiempo se refiere al tiempo productivo. Creo que justamente ciertas críticas que nos hacen –charlar mucho por teléfono con las amigas, mirar una telenovela– son las que contribuyen a que nos encontremos con nosotras mismas. Me parece que todo lo subjetivo, lo humano, lo que va construyendo es valioso, mucho más rico que lo que se suele creer. Las mujeres tenemos un camino a recorrer en esto de escuchar los propios deseos. Y para hacerlo, quizás deberíamos dejar de sentirnos indispensables en la casa. Porque reconozcamos que a veces no hace sentir bien el sabernos necesitadas, es una forma de mantener los vínculos. Les tengo mucha fe a las generaciones más jóvenes, veo que hay muchas chicas dándose licencias, haciendo cosas que no reditúan, por puro gusto. No es un optimismo a ultranza, pero veo una tendencia a la flexibilización de los roles. Por eso me parece bueno todo lo que contribuya a que las mujeres se replanteen estas cuestiones y tengan la oportunidad de hacer el click y empezar algo nuevo”.
Irene Meler remarca la necesidad vital del ocio que, sostiene, permite en cierta forma optimizar la condición humana, claro que sin llegar a los extremos de los antiguos griegos, una sociedad esclavista donde, precisamente, lo que diferenciaba a un ciudadano de un esclavo era su capacidad de disponer de ocio para cultivarse: “Encuentro muy saludable la búsqueda de esparcimiento, a veces con inquietudes culturales, de muchas mujeres que van al cine, al teatro, que consumen novelas. Es común ver a grupos de amigas que van a comer sin que medie ningún negocio –como suele ser el caso de los hombres– y se divierten mucho. Esas formas de emplear el ocio sin duda mejoran su calidad de vida”. Michelina Oviedo tiene la impresión, luego de observar los ratings, de que una mayoría de mujeres dedica parte de su tiempo libre a mirar televisión, “aunque se han modificado los horarios: los de la tarde se han convertido ahora en programas para desocupados, hombres y mujeres”. Oviedo, por su parte, es muy capaz de tomarse su propio y exclusivo tiempo libre: “Mi marido me hace gamba, claro. Hace poco decidí ir al Festival de Mar del Plata sola, me tomé el tren, vi mucho cine, la pasé bárbaro. Mi marido es un ídolo, hijo de una gran feminista a la que le estoy muy agradecida” .
Dora Barranco no tiene ni la sombra de una duda respecto de la necesidad de cultivar el ocio: “Es fundamental para ganar libertad, ahí es cuando nos comportamos como máquinas deseantes. El ocio, aun cuando esté un poco entre paréntesis –es decir, que el tiempo gerencial doméstico no haya cesado del todo– les ha permitido a las mujeres vivir la experiencia del tiempo propio. Ojalá que esto continúe y se intensifique. Siempre el ocio, las vacaciones representan la posibilidad de alguna forma de aventura que suspende mandatos del deber ser. Que suspende la culpa, cosa que las chicas más jóvenes están manejando mucho mejor que nosotras”. Barranco, por lo que a ella concierne, se va ya mismo de vacaciones. De hecho, responde al reportaje mientras cierra las valijas. Trabajó como loca los últimos meses y resolvió renunciar a una invitación de la Universidad Autónoma de Barcelona para dar unas clases: “Me dije, no, basta. Ahora me tomo de verdad un respiro. Entonces, doy vuelta un versito que me pasó una querida colega historiadora: resulta que su abuela, que era muy católica y sólo debería de tener contacto sexual para, en sus camisones, alrededor de un Sagrado Corazón de Jesús, tenía bordado el siguiente lema: No es por vicio ni por fornicio, sino por el puro sacrificio. Y yo ahora declaro solemnemente: me marcho de vacaciones, y es por vicio y por fornicio. Nada de sacrificio ni de gerencia doméstica.”