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Acostumbradas a poner el cuerpo para sobrevivir, las mujeres, aun cuando ya parece que no hay opción, se resisten al delito y a la violencia y echan mano a todo aquello que históricamente las ha relegado puertas para dentro, como coser, bordar o hacer pequeñas artesanías. Seguramente fue este pragmatismo a rajatabla para llevar adelante a la familia lo que hizo que Muhammed Yunus, economista bengalí, pensara en ellas cuando imaginó un sistema de créditos para gente con bajos recursos que hoy empieza a implementarse en la Argentina.

Por qué las mujeres parecen más preparadas que los hombres para enfrentar las crisis? “Es que ellos necesitan de un rol social como el que da el trabajo para construir o sostener su identidad; ellas, en cambio son mujeres más allá de la actividad que realicen. Tienen la memoria de la resistencia inscripta en el cuerpo, no les resulta una novedad que hay que poner el cuerpo para defenderse”, explica Ana Chávez, militante del Serpaj, abogada, con un largo trabajo social en las calles de Constitución, alguien que no se comporta como una teórica de cuarto amurado de libros cuyo pensamiento nunca se fricciona con la realidad sino cuyo saber tiene la certeza de la comprobación diaria en las calles, con la gente. Su conocimiento teórico se mezcla con las palabras que usan mujeres y niños que el sistema ha expulsado, tal vez para siempre. Es ahí donde ha podido comprobar que las mujeres, aun cuando ya parece que no hay opción, se resisten al delito y a la violencia y echan mano a todo aquello que históricamente las ha relegado puertas para dentro para sobrevivir. Así cocinar, tejer, limpiar, cuidar de las plantas, hacer pequeñas artesanías y el sinfín de actividades que desde hace siglos se suponen inherentes al ser mujer se convierten en formas de parar la olla. “El Estado no combate estructuralmente el delito, se lo puede comprobar si se hojea cualquier diario. Y, si no lo reprime ahí donde debería, lo convierte en una oferta. Las mujeres se resisten a tomar esta oferta, y tienen mucha necesidad de verbalizarlo. Cuando viene la policía a levantarles sus pequeños puestos o a llevárselas para que no pidan, siempre gritan ‘qué querés, que robemos’. Entonces vos las ves haciendo juguitos, pizza, tarjetitas, escribiendo papelitos para repartir en los trenes, vendiendo todo tipo de cositas, o recorriendo las casas pidiendo comida o ropa. La imaginación de ellas no tiene límites a la hora de buscarse la vida.” Uno de los trabajos más intensos que lleva a cabo esta abogada es con las madres privadas de sus hijos, o que están en riesgo de perderlos. “Nosotros trabajamos con los restos antropológicos de la familia burguesa como unidad económica, política y social, con gente que ha pasado alguna vez por el sistema productivo y se ha quedado afuera. En la calle no hay hombres que estén sosteniendo eso que queda de familia, los varones para sobrevivir se desvinculan de sus hijos y sus esposas. Las mujeres son las que hacen lo que sea para mantener la estructura en cualquier circunstancia.” Los hijos son la fortaleza y el punto débil. La policía las amenaza con llamar al Consejo del Menor para que les quite a los chicos si no dejan de pedir y a la vez ellas se sostienen en los niños para seguir adelante, para no caer. “Las mujeres tienen la matriz incorporada, sean o no sean madres, tienen la maternidad siempre presente; y eso hace que en medio de cualquier desastre, cuando todo parece perdido y disgregado, puedan sentarse a cuidar del enfermo. Y esta metáfora atraviesa todas las clases sociales, tiene que ver con ser mujer”, dice Ana Chávez, más cerca de la antropología que del feminismo. Laura Bonaparte, psicóloga, Madre de Plaza de Mayo –Línea Fundadora– con ocho desaparecidos en su familia, entre su esposo, tres de sus hijos y yernos y nueras, está segura de haber sobrevivido al dolor de las ausencias y al exilio gracias a su nieto Hugo, ahora todo un hombre, pero de dos años cuando un tío abuelo se lo llevó a México sorteando peligros y clandestinidades. “Cuando llegaba la hora de dormir, me agarraba la cara con sus dos manitas, ponía su nariz contra la mía y me pedía que cerrara bien la puerta para que no entraran los hombres malos. El para mí era la urgencia de lo cotidiano, no podía desbarrancarme. Cuando se iba a la escuela yo me tiraba en la cama a llorar, pero cuando volvía me inventaba alegrías para estar con él.” Seguramente fue este pragmatismo a rajatabla para llevar adelante a la familia lo que hizo que Muhammed Yunus, economista bengalí, pensara en las mujeres cuando imaginó un sistema de créditos para gente con bajos recursos. “Para poder acceder al crédito de setenta pesos que damos en la parroquia, hay que juntarse de a cinco, pensar para cada integrante un microemprendimiento y comprometerse a pagar la deuda solidariamente si alguien del grupo deja colgadas las cuotas. Yunus dice en su libro que si son mujeres es más probable que cumplan porque ellas ponen todos los manguitos en su casa antes que en ellas mismas. Nosotros cuando hicimos la propuesta en un barrio de muy bajos recursos de Moreno no llamamos particularmente a mujeres, pero lo cierto es que las que vinieron fueron ellas, y que de los 110 créditos que otorgamos sólo uno es a un hombre”. La que habla es Lida Villaverde, catequista y una de los siete impulsores de estos créditos para pobres. Está orgullosa y dice que, si bien es una cristiana de ley, la caridad no terminaba de cerrarle. “Dar siempre humilla desde algún lugar. Necesitábamos algo que tuviera en cuenta las potencialidades y la creatividad de las personas. Nosotros sentimos que esta confianza en forma de crédito que les damos les devuelve en alguna medida la dignidad.” En esta Argentina donde según las últimas cifras del Indec hay 14 millones de pobres y la mitad más uno de los hogares (51 por ciento) están sostenidos por mujeres, la expresión sexo débil es más anacrónica que nunca. Sobre todo cuando aquellas cosas que supuestamente denotaban debilidad, como las tareas de la casa, pedir, o la menor fortaleza física, se convierten en herramientas para construir alguna posible alternativa ahí donde la crisis exhibe, obscena, su mueca más cruel.

NInguna resignación

Carlota tiene diez hijos, diecisiete nietos y otro más en camino. Su marido trabaja en el Hospital Eva Perón con un sueldo ínfimo, aunque ese trabajo lo hace de los más agraciados en ese barrio en que los mentores de Yunus le dan una oportunidad a lo más micro de los microemprendimientos. Tanta prole no podía sostenerse con un pequeño sueldo municipal, menos cuando una de las hijas es celíaca y requiere de tantos cuidados y comidas especiales. La idea que Carlota propuso para conseguir la mínima financiación fue simple, un kiosquito/almacén que venda sólo lo que sus vecinos pueden comprar: harina, yerba, jugos, gaseosas, aceite suelto, fideos, arroz, fósforos y golosinas. La vida es dura, pero ella sonríe con esa boca roja casi sin blanco que es marca registrada de la pobreza. En la parroquia no le van a renovar el crédito porque dos de los integrantes de su grupo no pagaron. Carlota se hizo cargo de un deudor, pero del otro no puede. Pero los días de fiesta, cuando están juntos los hijos y los nietos en su casa, no hay pena ni dificultad que pueda empañar esa felicidad que le agranda el pecho a manotazos. Las calles resecas levantan polvo detrás de las llantas y el barrio queda atrás. Un lugar tan abandonado de la mano de Dios como tantos otros, donde algunos sueños se cumplen. Quedan muchas dudas sobre si éste es el camino “hacia el fin de la pobreza” como pretende el economista bengalí, pero lo que sí queda claro es que la solidaridad gana batallas que la caridad no puede. Y que cuando el poder de los sueños se revela la gente se fortalece y la resignación pierde su gesto devastador.

verde que te quiero verde

Un crucifijo sencillo, pero enorme le cuelga del cuello. Le tiembla en el pecho generoso cuando habla del Espíritu Santo manifestándose en cada gajito que prende, en cada flor que estalla, en cada lluvia que da tregua a la tierra castigada por el sol. Beatriz sólo contaba con su instinto y pasión por lo vegetal cuando pidió los setenta pesos del crédito que ofrecían en la parroquia de su barrio. Ese capital sería la primera semilla del vivero que siempre quiso tener. Visitando otros viveros y consultando con todo el que parecía tener conocimiento logró que sus plantas gozaran de una salud envidiable. Debajo de un toldito de tejido plástico negro que protege su producción, Beatriz muestra sus cretonas, helechos, santas ritas, estrellas federales, jazmines y rosales. Con una bicicleta con carrito sale todos los días a ofrecer sus plantas a las zonas residenciales de Moreno y tiene mucho éxito. Su sueño ahora es agrandar el vivero y estudiar jardinería en Jardín Botánico. Cuando termine con las cuotas y renueve su crédito, probablemente lo logre. Ella está feliz y se le nota. Lo que más le gustó de esta propuesta es que alguien escuchara lo que quería hacer, y que confiaran en ella, en vez de confiar en el dinero que es lo que hacen todas las entidades que dan crédito. “Para pedir plata tenés que tener plata, a nadie le importa si tenés voluntad, o si sos responsable. Bueno a alguien le importó y por eso lo que yo soñaba ahora es verdad”, dice Beatriz mirando a sus plantas con orgullo de madre. Ella y el mayor de sus tres hijos saludan desde la puerta. Con una mano hace el gesto de la despedida y con la otra aprieta el crucifijo, como dando gracias, como conteniendo la emoción del momento recién vivido.

Reciclar el destino

Yoyi Cavarcos es una Roxi del recontrasubdesarrollo. Todo es reciclable y vendible. Es promotora de cosméticos, vende todo tipo de artesanías y colgantes, santos en las puertas de las iglesias, hace bingos de ropa en las casas de las vecinas... La lista es interminable. Si la fe mueve montañas, la fuerza de voluntad de Yoyi parece capaz de mover cordilleras enteras. Tiene 54 años y un marido bastante más joven, que tuvo un accidente haciendo la colimba y quedó imposibilitado de trabajar. Tiene una colostomía y un bastón que se lo recuerdan todo el tiempo. Pero Yoyi parece haberle contagiado su garra. Se intuye detrás de él una de esas historias de dolor y renacimiento. Algunas marcas en su cuerpo hacen pensar en opciones desesperadas y es evidente que Yoyi fue quien tiró de la soga para traerlo desde donde estaba perdido de sí. Fue ella quien pudo ver en esas cositas que él hacía para que el tiempo no fuera un tormento una salida para sobrevivir. Forman un equipo muy bien aceitado, en el que él hace las artesanías y ella consigue los materiales y vende la producción. Palitos de helado, panes de jabón, caracolitos, mates, cañitas, té, cables, piolines, radiografías lavadas; todo se convierte en móviles, barcos, colgantes, árboles de la vida, santos dentro de recipientes transparentes, macetitas... Yoyi y su marido Daniel no tienen hijos, pero tienen tres perras que saben que tienen un lugar de privilegio en la casa. Mientras trabajan se hacen tiempo y espacio para recibir a chicos que se están recuperando de la adicción a las drogas y enseñarles su arte. La vida para ellos parece ser un material hostil que requiere la tenacidad y la paciencia de un artesano exquisito. Y así, reciclando su destino, apretándose fuerte las manos le ponen el pecho a la adversidad.

Saturnina y su fe

En la parroquia Nuestra Señora de Pompeya, a pocos kilómetros de la estación de Moreno, cruzando el río Reconquista, un Cristo crucificado emergiendo de una hoguera de papel glasé preside el recinto. Decenas de angelitos, estrellas fugaces y palomitas de la paz recortados con cristiana paciencia atraviesan el lugar colgando de prolijos piolines. Un voluntario sentado en una mesita pone cruces en una planilla a medida que le van entregando la cuota de la semana señoras con chicos que corren entre los bancos y adolescentes que fueron mandados por sus madres con los dos pesos apretados en la mano. Raquel es una de las 110 mujeres que recibió el crédito de 70 pesos y ahora, orgullosa, está saldando el segundo. Con una libretita inaugurada sólo a ese fin, muestra que no se atrasó en ninguna cuota y que además con su sistema no hay lugar a confusiones porque ella también lleva un registro tan certero como el del voluntario. Una mujer joven con flequillo negro y tupido y una sonrisa dedientes blancos que iluminan la cara del interlocutor exhibe unos muñequitos de peluche que pudo hacer gracias al crédito. Saturnina Rojas (foto) es casera de una quinta, aunque nunca en su vida vio a los dueños. Heredó el cargo de su suegra que murió cuando ella tuvo a su primera hija, María Eugenia, una nena tímida de cuatro años. Ella trabajaba una vez por semana en un country haciendo la limpieza y vendía bebidas a los muchachos que jugaban a la pelota en el terreno de la quinta al que le plantaron dos lindos arcos, y su marido y su suegro traían lo necesario para sostener a toda la familia. Pero al ritmo de la recesión el trabajo de los hombres comenzó a escasear de manera alarmante. Más temprano que tarde se fueron comiendo las ganancias del humilde bufete sin poder volver a comprar bebidas. Entonces se enteró de los créditos que se daban en la parroquia. Ahora tiene un cuartito lleno de botellas y vende no sólo a los jugadores sino también a los camioneros que se detienen para apagar la sed de los caminos. También supo aprovechar las semillas que los voluntarios repartieron entre los parroquianos y tiene una linda huerta con la que abastece de verduras todos los almuerzos y las cenas. Se la ve contenta, todavía le faltan unas semanas para terminar con las cuotas, pero no le preocupa, su pequeño negocio va viento en popa y su fe es una embarcación que ha perdido la fragilidad de los malos tiempos.

Alta costura

Magalí apenas tiene la altura suficiente para mirar, pero está segura de que su favorita es la novia. Laura, unos pocos centímetros más alta, elige un vestido de noche, verde intenso con apliques en azul. El puesto de ropa para Barbies está en el top ten de las niñas y también de algunos niños que pasean por Parque Centenario. Las mamás también exhalan suspiros ante los modelos, que son igualitos a los de las mejores tiendas, pero en tamaño liliputiense. Susana Sebastiá es la orgullosa autora de los diseños exclusivos. Tiene 45 años, hace diez era diseñadora gráfica en una editorial, pero las reducciones de costos la dejaron afuera. Cuando la depresión amenazaba con invadirlo todo, apagando los últimos restos de esperanza, se le ocurrió que aquello que no era más que una laborterapia, con el valor agregado de la sonrisa de su hijita podía ayudarla a paliar la crisis. “La primera vez que vine estaba muerta de vergüenza. Había traído dos cajitas y algunas muñecas para vestir, pero estaba casi escondida, tenía miedo que algún conocido me viera”, dice al frente de un puesto superproducido con montones de Barbies y Kens luciendo ropa para todas horas y situaciones. “Ese primer día me hizo ver que era posible ganarme la vida con esto. Fue impresionante, se amontonó un montón de gente, me sacaban los vestidos de las manos, y yo ni siquiera había llevado bolsitas. La gente de otros puestos me ayudaba, porque yo vendía a cuatro manos”. Ahora las cosas no van tan bien, hay muchas caras largas entre los puesteros de la feria. Hasta hace tres años mantenía a toda la familia con sus ventas, ahora, a pesar de que su hija mayor aporta con su trabajo de promotora, las cosas son más difíciles. El marido a su lado sonríe tímido. Seguramente cuando empezó a trabajar en el Correo, hace 36 años, su sueldo y su estabilidad le hicieron pensar que ya no tendría que preocuparse por parar la olla. Pero ahora sus ingresos le impiden cumplir con ese rol de sostenedor del hogar con el que soñaba. Susana no se pierde en esas consideraciones, quiere salir adelante y, aunque con tropezones, parece estar lográndolo.

Saber administrar

Adelina es una misionera defendiéndose en la gran ciudad. Desde que se bajó del micro hace ocho años no hubo trabajo que no probara para sobrevivir. Limpió casas, oficinas, fue cadeta, pero lo que más le gustó fue ser empleada de comercio. Después de unas pocas semanas como vendedora pasó rápidamente a demostrar sus habilidades para la administración y se convirtió en encargada. Pero la crisis, ese collar de melones para los comerciantes, se llevó a sus patrones y a sus potenciales empleadores. “Todas las personas que conozco que tenían negocio se fundieron, incluso mi novio está por cerrar, si no me daría trabajo”. Ahora, desde una feria que supo ser de artesanos y que en los últimos tiempos se mezcló con buscavidas de todo tipo, utiliza sus dotes de vendedora ofreciendo compactos y casetes de procedencia algo dudosa. “Yo antes venía a esta feria a pasear y a comprar, ahora tengo que hacer esto”, dice nostálgica mientras exhibe las ampollas que tiene en los pies de tanto caminar en busca de trabajo. Ahora que es conocida en la feria, y hasta tiene clientes fieles, sonríe al recordar cómo empezó hace cuatro años. “Hacía un tiempo que me había quedado sin trabajo, y no sabía qué hacer. Empecé vendiendo cualquier cosita y así me fui haciendo amigos. Como sabían que yo vivía cerca de un lugar donde se conseguían compacts contrabandeados me empezaron a pedir. Y como vi que caminaba decidí ponerme un puesto. En aquel momento esto no lo hacía nadie, ahora hasta tengo competencia.” Se tuvo que mudar de la Capital hacia un barrio del conurbano porque los alquileres son más baratos y debió estrechar sus gastos al máximo, pero en este camino de restricciones no perdió el valor de sí misma ni su dignidad. “Yo tengo mucha capacidad, no cualquiera puede mantener un puesto. Hay que saber administrar, no es tan fácil como parece. Primero hay que reponer mercadería, después todo lo demás, aunque te quedes sin comer”.