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La
“negra” Egle Martin sabe lo que quiere decir. Sus obsesiones de siempre
–los ritmos africanos; sus anécdotas con Dizzy Gillespie, Vinicius de
Moraes, Borges; su historia profesional; las tertulias en su casa de
grandes de la música y la literatura mundial– se espesan con los años,
y algunas preguntas encuentran respuestas prefijadas, esquivas, que
obligan a la insistencia para saber un poco más de su vida hoy. Se percibe
su deseo de que la dejen hablar sin interrupciones de su mundo de tambores
y ritmos, pasear al periodista por exquisitos temas que salen de su
compactera. Tan acostumbrada a la repetición de la rítmica, pareciera
que ella también armó una música que pueda ser insertada en cualquier
contexto. Lograr que cambie el cassete es difícil pero, educada al fin,
y acostumbrada a las entrevistas, cede cada tanto a las exigencias básicas
del encuentro: preguntas y respuestas donde estas últimas intentan responder
a las primeras. Por momentos pareciera que la grandeza de Egle, en todo
sentido, la ayudara a componer el personaje histriónico y carismático
que siempre fue. Con más de sesenta años no perdió ni un gramo de energía.
Es vital, inquieta –a poco de comenzar pide cambiar de lugar en la casa
porque donde estamos hace mucho calor–, está llena de proyectos, sigue
componiendo, armó una nueva pareja con el músico Charly Bresser, y se
compenetra escuchándose cantar como si tuviera frente a ella un auditorio.
Aunque sus tesis sean cuestionadas por algunos, Egle fue en la Argentina
una de las personas que más hizo por la difusión de los ritmos africanos
que, asegura, están en la base no sólo del candombe, sino también del
tango, la milonga, la chacarera y el malambo; trajo a los primeros capoeiristas;
investigó –y sigue haciéndolo– la música uruguaya, brasileña y argentina,
atando cabos, buscando raíces. Sin embargo, en los últimos años, es
una voz que pocos recuerdan. Su última presentación en una sala importante
de la Capital Federal fue en 1996, en La Trastienda. Desde entonces,
siguió haciéndolo en distintos espacios, con un espectáculo muy personal
en el que se mezclan los ritmos y las canciones con explicaciones del
origen de las mismas. Pero, además, se queja del copyright. “Vos ves
ahora que hay muchos grupos que usan tambores. ¿Los usaban antes? No.
Y esto se debe a las investigaciones que yo hice, ¿o vos qué creés?
¿De dónde sacan que se puede tocar con tantos bombos un malambo, cuando
se tocaba con un tambor y gracias? No es que yo haya inventado la pólvora,
pero decir un poquito ‘Ah, mirá, Egle trajo a fulano en tal año...’,
pero nadie dice, nadie sabe absolutamente nada. Todo el mundo se lo
traga.” –Usted fue vedette sólo dos años y después... –Yo empecé en
el ‘63. Primero jazz, desde los 16 años, porque lo conozco a (Dizzy)
Gillespie, él me presenta a (Lalo) Schiffrin, después viene el Gato
Barbieri, y me quedo un poco tocada por eso. Pero inmediatamente conozco
a Maysa Matarazzo, que viene a tocar a Buenos Aires; después viene Joao
Gilberto, y se arma toda una cosa de la cual el centro viene a ser mi
casa. –Lo que quería preguntarle es si no le molesta que teniendo más
de treinta años de investigación en ritmos, danzas, actuación y composición,
siempre que se habla de usted se recuerde su pasado como vedette, como
si esos dos años le quitaran mérito a lo que hizo después. –Pero todos
tratan de desprestigiar (acompaña la frase con una risa irónica). Pero
no me importa (en verdad no parece tan despreocupada), porque mi trabajo
es tan grande... Yo entré a los 7 años al Teatro Colón y bailé hasta
los 13, que apareció Miguel de Molina y me sacó para una película que
hice con él, ahí me invitaron al primer concurso de Reina de la Televisión
y lo gané, tenía 14 años. Y ahí tengo un problema con un ministro (N.
de la R.: durante el segundo gobierno de Perón) que me quería levantar
y gracias a mi madrina me pude ir contratada a Chile. Y como yo no sabía
hacer nada fuera del Colón, entonces hago parte de un ballet, en otros
momentos zapateo. Te juro que era un ornitorrinco, tratando de hacer
algo fuera de lo clásico (se ríe con ganas del recuerdo). Pero yo había
visto una película de Gene Kelly y no podía creer que toda esa gente
era bailarines clásicos que estaban haciendo jazz. Entonces, empiezo
a pensar que si quería bailar como si volara en realidad lo que tenía
que hacer era bailar jazz. Y además yo había empezado a hacer una especie
de skat (el tarareo del jazz), que no sabía muy bien, pero lo hacía
con temas clásicos y más cantado. Entonces viene el empresario de un
gran teatro de revistas de allá y me contrata como primera figura porque
se había ido Josephine Baker, pero me dice
“yo no sé qué hacer con vos porque vos no sabés hacer nada, no sos una
vedette. ¿Por qué no caminás normalmente? Como hace Nélida Roca”. Y
yo trataba de hacerlo, pero cada tanto metía jazz y lo que yo hacía.
Y nos fue tan bien que me recomienda a Walter Pinto, el grande de Río
de Janeiro, un tipo que tenía de todo en escena, y me contrata como
primera figura y vengo acá con 16 años y debuto en el teatro Astral
como primera figura. Y después todos me querían contratar. –De la revista
pasa al candombe, viniendo del jazz. ¿Encuentra vínculos sensuales comunes
en estas actividades? –Sí, sí. Yo me transformé en una jazzera impresionante
y fue como que ahí puse toda la neurosis (se ríe). Después, cuando conozco
a Maysa, me embalo muchísimo con la bossa nova y empiezo a aprender
y cantar temas, a ver las rítmicas y cómo estaban trabajando ellos.
Y entonces Vinicius me aconseja por qué no hago un movimiento así acá,
que es un poco como empezó esto, como si fuera un movimiento de bossa
nova. Es decir: respetar las rítmicas africanas y después la música
y la letra puede ser la que se te dé la gana. La bossa nova es rítmicas
africanas, música clásica y jazz. –Usted aprendió también las danzas
africanas. ¿Qué siente que esto le aportó a su conocimiento de la feminidad,
de su propio cuerpo? –Lo que pasa es que con el jazz se trabajan mucho
las rítmicas africanas, o sea que yo ya lo había empezado a hacer. –Le
repito: ¿qué sintió corporalmente con esos ritmos? –Bueno, cuando conozco
a los negros africanos, que les hago una fiesta, me doy cuenta de que
son absolutamente libres, eso es lo que aprendés. –¿Le costó familiarizarse
con esa libertad? –No, no. Yo estaba totalmente en ese camino. Además
yo soy un ser muy libre, al contrario. Era una felicidad enorme, ya
cuando bailaba jazz era así. –La gente que toca tambores pareciera entrar
a veces en una especie de trance. ¿Le pasa eso? –Depende de qué hagas.
Cuando los ritmos realmente te prenden es cuando empieza la libertad.
Vos podés estar tocando un ritmo único, solo, y lo empezás a repetir,
a repetir, y entrás en un estado hipnótico. Tenés que pensar que de
alguna manera las rítmicas son el principio de todo, el latido del corazón.
Acá, por ejemplo, nosotros tocamos rítmicas y no sabemos qué estamos
tocando en realidad. Las rítmicas son hechas por ciertas razones religiosas.
El Congo, por ejemplo, es un lugar de muchas tragedias: no llueve demasiado.
Entonces te encontrás con que hay rítmicas para la lluvia, para la muerte,
para el nacimiento y la muerte de chicos, para que crezca el pasto,
para la alegría, la tristeza, y todas son diferentes. –Las tertulias
con personajes famosos de la literatura y la música que se hacían en
su departamento en los años 60 y 70 son legendarias en Buenos Aires.
Hoy vive en otra casa, su marido falleció, sus hijas ya no están, y
esas reuniones fueron desapareciendo. ¿Cómo es la cotidianidad de Egle
Martin hoy? –Vos sabés que yo soy hija única, me he sabido entretener
mucho de chica porque no tenía hermanos. –¿Quiere decir que la soledad
no le pesa? –No, no, para nada. Me encanta estar acompañada, conversar,
y bailar y cantar y qué sé yo, pero cuando estoy sola aprovecho para
hacer mis cosas porque si no se me pasa la vida. Hago muchas manualidades.
Además mis días son muy diferentes. En este momento estoy con un proyecto
para hacer una casa y centro cultural en Barracas, que es algo muy serio
que encaré en los últimos años. Estamos en plena construcción y cada
peso que entra va a parar ahí. Cuando esté listo habrá una casa para
mí, otra para mi hija Bárbara, y la idea es centralizar allí todo lo
que hice estos años. Puede llegar a ser una fundación donde se enseñen
rítmicas y danzas africanas en serio. –¿Cómo desaparecieron las tertulias?
–Y... Abelardo (Castillo), por ejemplo, está escribiendo un libro tras
otro, si no corrigiendo, etc., etc. Yo estoy con mi trabajo, dibujando,
armando nuevas cosas para el espectáculo, entonces con él nos hablamos
horas por teléfono. A Marta Minujin no la veo casi nunca, está en su
taller. Cada uno ahora es como que tiene grandes recuerdos de aquellos
momentos, pero está en sus propias cosas. Si bien Egle estuvo casada
con el abogado y estanciero Lalo Palacios (sobrino de Alfredo Palacios)
durante 36 años, hasta que enviudó en 1993, se le adjudicaron romances
con algunos de los hombres con los que tuvo vínculos artísticos. Los
más famosos fueron Daniel Tinayre y Astor Piazzolla. Ella nunca negó
el enamoramiento y la fascinación que a veces se genera en el trabajo
en común de dos artistas, pero tampoco admitió haber tenido un romance
con alguno. Escuchando Graciela oscura, el tema que Astor compuso para
ella, empieza a deshilvanar una vieja, tierna y apasionada historia.
Cuando todavía los encuentros musicales entre ellos continuaban y habían
empezado a componer, junto a Ferrer, la ópera María de Buenos Aires
–dedicada a ella–, una noche de Navidad, todos un poco alegres y desinhibidos,
Astor tiró de la cuerda. En el balcón de su departamento, él de un lado,
Egle en el medio, y del otro Lalo, Astor le pidió a Lalo la mano de
Egle. La respuesta fue: “Es una broma, ¿no?”. “No”, le respondió el
músico. Y el hombre que desde los 18 años fue su gran amor, pasión y
contención, la miró sereno y le preguntó: “¿Te quedás con él o te venís
conmigo?”. “Me voy con vos, Lalo”, respondió ella. Una mujer que si
de algo sienta testimonio es de la fidelidad de sus pasiones.
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