Viva
lo accesorio
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solange
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Cada
vez más, la ropa es lo de menos. Los accesorios –carteras, cinturones,
pañuelos, foulards, bijouterie– reemplazan, en tiempos de crisis,
el ansia femenina de cambiar el look, a veces por poca plata y otras
veces a precios exorbitantes. Los diseñadores de accesorios buscan
sorprender con los nuevos materiales, entre los que no falta el
hule de mantel, los metales o los rasos. |
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Fernanda Sibilia-Gabriela
Cornicelli |
Por
Victoria Lescano
Los
noventa van a pasar al archivo de la moda como la década del accesorio
como principal fuente de ingresos: nunca antes los bolsos de mano
firmados por Gucci, Hermés o Prada ostentaron precios dignos de cotizar
en el mercado del oro que dejaron al modelo de Hermés con el que la
princesa Grace intentó ocultar su embarazo de la pequeña Carolina
ante los papparazzi de Life reducido a una bolsa de papas. En Londres,
Lulú Guinness, también llamada “la baronesa de las carteras”, impuso
líneas simples y estructuras modernas bordadas con rosas de paño de
apariencia vintage muy a tono con su estética de estrella de cine
de los cuarenta. Y en Nueva York la cronista de moda de la revista
Mademoiselle, Kate Spade, abandonó el periodismo para dedicarse a
fabricar carteras en paño, tweed, algodones y jean que revolucionaron
la fisonomía de los bolsos de mano. Lo más parecido a satélites decorativos
de los ánimos que reflejan la moda, para acompañar las premisas de
funcionalidad y texturas tecnológicas Etro dio forma a modelos con
la apariencia de containers hospitalarios para sueros perfectos para
la serie “ER Emergency”, mientras que Prada y Helmut Lang impusieron
derivaciones de los bolsillos de seguridad para transportar dinero
en los viajes aptos para adosar a codos, pantorrillas, la cadera o
ceñir en la espalda. Algo similar a cuando en los veinte eran de rigor
los monederos con polvera, tabla para escribir, botellitas de vidrio
para llevar perfumes o sales antidesmayos, y en los cuarenta se impusieron
las carteras de hombro para transportar máscaras antigases y cupones
de racionamiento. En Buenos Aires, apartándose del circuito Carteras
Italianas, Peter Kent o Casa López, una nueva generación de diseñadoras
conjugan carteras con ornamento y adhieren al concepto
de carterita joya que desde los sesenta impone la húngara Judih Leiber
(es la autora de ejemplares aptos para guardar pintalabios, espejo
y un billete; “¿acaso las mujeres precisamos otra cosa para salir
de noche?”, dice Leiber para justificar el tamaño de los fetiches
que consumen Melanie Griffith y Demi Moore y ostentan entre 7000 y
13.000 piedras de mentira pegadas a mano). En Buenos Aires, en un
PH de la calle Lafinur al 3000, las vitrinas de muebles antiguos exhiben
en partes iguales gargantillas y pulseras de lentejuelas opacas que
pueden confundirse con versiones estilizadas de los aderezos de fideos
desarrollados en jardines de infantes, collares de cuentas en tonos
de topacios claros y oscuros, granates y amatistas. De una docena
de marcos dorados y retro cuelgan carteras de raso y estructura de
peltre con agregados de cristales checoslovacos o mostacillas ideales
para atuendos de flappers y morrales de pura lana en crochet con hilos
de cobre y piedras no menos retro. También hay rincones oda a las
manualidades con derivados de las bolsas de mercado en organza bordada
con lentejuelas, limosneras de shantung, sobres de tubos metálicos
y monederos de guipiur con manijas de alpaca y moños de raso. Pertenecen
a la colección de Fernanda Sibilia, una diseñadora de 25 años graduada
en la escuela Municipal de la Joya –un refugio de artesanos especialistas
en lujo situado en Corrientes y Sánchez de Bustamante–, quien en el
‘97 ganó el concurso Nuevos Talentos organizado por la revista Para
Ti con una colección de accesorios con piezas móviles. Ahora Fernanda
se burla de que en esa ópera prima no dominaba las técnicas de soldadura
de rigor en su métier, aun así la convocatoria
de las firmas Vitamina, Ona Sáez, Sol Porteño y Kosiuko no tardó en
llegarle y provocó que cambiara la platería por materiales más afines
a la bijouterie. Después se asoció con Gabriela Cornicelli, toda una
especialista en flores y puntos peruanos desarrollados con rollos
de alambre de alpaca y una pinza –recursos que aprendió en plan de
supervivencia cuando un alto en la carrera de Comunicación Social
por un cuatrimestre devino en un tour por Latinoamérica de dos años–.
Ahora están preparando una colección de invierno donde abundan verdes
y naranjas, combinando metal y piedras semipreciosas con el que van
a ingresar al mercado norteamericano vía representantes de showrooms
con presencia en tiendas de estirpe como Barney’s. “Las colecciones
surgen de la técnica y los materiales, hasta ahora trabajamos el ornamento
con brillos y citas a los años 30. Hace dos años fuimos a comprar
telas en una tienda de Nueva York que ofrece 450 tonos de shantung
y nos planteamos hacer carteras citando el estilo de nuestras joyas
usando limas, martillos, soldadoras y materiales prestados de los
collares. Recurrimos tanto al arte precolombino y los recursos antes
relegados a ferias hippies como a la simplificación de las formas
de la Bauhaus que también usamos en los brazaletes gigantes de chapa”,
cuentan... Para ellas, los pilares de la avanzada de joyas con diseño
son el inglés John Galliano, predicador de las carteras bijou como
complemento ideal de sus vestidos dramáticos; la italiana
Maria Calderara, una orfebre famosa por hacer collares con diseño
contemporáneo y cristales de Murano, y el llamado a concurso de la
fábrica de cristalitos Swarovski a diseñadores de todas las disciplinas
a mediados de los noventa. “No sólo quedó claro que ya no se busca
ostentar mediante un collar de diamantes y que podés vestirte con
un accesorio barato. Se incorporaron nuevas formas y colores e irrumpieron
las mostacillas y cuentas de collares que hasta hace poco gozaban
de mala fama como respuesta a la ausencia de color que predicó el
minimalismo”, dicen las chicas de Sibilia. Sobre los pedidos de las
clientas, confiesan que “tenemos una compradora freak de carteras
que jamás vino al local, en cambio nos llama por teléfono –vale mencionar
que cuando empezó la extraña relación ellas no tenían ni impreso el
catálogo con fotos en colores con que impresionaron a clientes americanos–
y nos manda a su chofer para que le enviemos de a diez modelos, ella
elige y él vuelve con la plata. También está quien nos pide un brazalete
a medida para taparse una cicatriz o las sociólogas y psicólogas que
consumen básicamente brazaletes Mondrian, los pinches incaicos o colgantes
de fíbulas y hacen un manifiesto de nuestro trabajo en metal”. Solange
Kancepolski, en cambio, es la autora de una colección de carteras
donde en lugar de organzas y sedas naturales se impone el jean grinkle,
el peluche y el hule de mantel. Su marca se llama De Luxe y resume
su mirada irónica sobre el buen gusto. “Las carteras siempre fueron
mi pasión, busco telas baratas y que no estén demasiado explotadas.
Ahora que en las tendencias de moda se impone lo funcional y las mujeres
invaden las calles con carteras cruzadas yo prefiero apelar a la coquetería
del pasado. Mis primeros modelos eran
carteras de jean con manijas muy femeninas. Parto de revisar mi propia
coleccion, donde abundan carteras nada prácticas como un maletín de
carey, una cartera de plástico con tapas de cesto a las que les pegué
figuritas y otra de goma con flores rojas por la que pagué una fortuna
en un viaje a Madrid”, dice Solange, quien usa a modo de tarjetas
de visita carteras de cotillón con su teléfono impreso en el interior.
Su colección más vendida hasta el momento incluye hule de mantel que
compró en un mercado de México con flores colosales con las que hizo
maletas sombrereras para llevar discos de vinilo. “Aunque muchas de
mis clientas me piden carteras amplias y resistentes yo me resisto
a los pedidos de attaché, porque esa palabra me molesta y me remite
a la oficina.” El motivo de esa fobia queda fundamentado cuando la
diseñadora de carteras cuenta que antes fue abogada penalista y trabajaba
en un juzgado al que renunció vía Federal Express cuando se fue de
vacaciones a México. “Padecía las injusticias del sistema y además
siempre me enamoraba de los presos”, recuerda. Empezó a trabajar como
modelo publicitaria part time, hizo cursos de guión de cine y empezó
con las carteras technicolor. De regreso a Buenos Aires –se trajo
un novio director de fotografía que vive con ella en su casa de la
calle Thames– empezó haciendo una línea de jean y cuentas de collares
para la tienda especializada en seconhand Salamanca, con variaciones
con muñecas en miniatura o botones antiguos y su área de ventas se
extiende a la boutique nómade que a veces funciona en su casa de Palermo,
el café París o la radio La
Tribu. Además de las mil sombrereras que fueron un éxito de ventas
en el festival Buen Día, hizo una cifra equivalente de minicarteras
de piel sintética para llevar arriba de los puños en plan de ir a
la disco y ahora diseña una línea en silver, un material plateado
que también se emplea en maletines de colegio, y adaptaciones del
morral para un fabricante que vende a fashion victims de Chaco y Tierra
del Fuego. “Cuando diseño pienso en mujeres como yo, pin ups modernizadas
que invierten más dinero y energía en los accesorios que en la ropa
e ignoran los límites entre cartera de día y de noche. Detesto ese
concepto de moda funcional que tanto abundó en el concurso Diseñador
del 2000 y predicaba que las mujeres tenemos que poder guardar todo
en la cartera; la moda sirve como medio de expresión y decir que la
moda tiene que ser funcional me parece tan disparatado como buscar
que la música funcional reemplace al rock and roll o las orquestas
de cámara.”
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