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Enfermera de noche

Silvina Celiz es enfermera en el Hospital Meléndez, de Adrogué, donde atiende a los enfermos de terapia intensiva. Con ellos aprendió que sus demandas permanentes tienen que ver con el miedo a la muerte, miedo que ella respeta. Su mayor satisfacción es atender a alguien y verlo después tomando mate por un pasillo del hospital.

por Angela pradelli

Faltan pocos minutos para la una de la mañana. En el Hospital Lucio Meléndez de Adrogué los enfermeros de la terapia intensiva acaban de empezar la guardia del turno de la noche. Hay unas veinte personas en el hospital. A pesar de la hora, el calor no afloja. En los pasillos casi no se puede respirar. Será por eso que están casi todos en las galerías abiertas. Algunos esperan al médico de guardia. Otros, son familiares de pacientes internados en la terapia. Y aunque ya sepan que no podrán ver al enfermo hasta el día siguiente y que tampoco habrá parte médico hasta las diez de la mañana, no les importa. Van a quedarse ahí, del otro lado de la terapia. Silvina Celiz tiene un ambo blanco, limpísimo, mil trencitas en el pelo y una pasión por su trabajo de enfermera de la terapia intensiva de este hospital: “También trabajo por la tarde en una clínica privada. Pero el trabajo en el hospital no lo cambio por nada. Lo amo”. Aunque monetariamente no le reditúe, ya que siempre tiene que estar haciendo otra cosa para pagar las cuentas del mes. Sabe que en cualquier hospital de Capital le pagarían por un solo turno lo mismo que a ella le cuesta juntar entre los dos. También sabe que su trabajo tendría más prestigio. “El Lucio es como un marido malo –dice–, aunque no me convenga no lo puedo dejar, es más fuerte que yo.” Silvina hace diez años que trabaja aquí. “Cuando empecé, yo molestaba a los pacientes. Todo el tiempo estaba preguntándoles si se sentían bien, si querían algo.” Después empezó a entender que debía asistirlos cuando la necesitaban, pero que también había que dejarlos tranquilos y darles seguridad. “A la noche, los pacientes de terapia se desubican mucho. Se pierden en el tiempo y preguntan muchísimas veces la hora. Y además está el miedo. Cuando los pacientes se ponen muy demandantes es porque tienen miedo. Algunos me llaman mil veces. Para orinar, para que los tape, para que los destape. Me piden que les baje la cama y a los cinco minutos vuelven a llamar para que se las suba. En realidad, quieren que esté cerca. Y atenta. Tienen mucho miedo y eso hay que entenderlo. La terapia da mucho miedo de morirse.” La muerte aparece una y otra vez en esta conversación. Como cuando recuerda que su peor experiencia en la terapia fue la primera vez que se le murió un paciente. Aquella muerte, dice Silvina, la marcó para siempre en su visión sobre la vida y la muerte. “Ahora para mí, la muerte es una cosa natural. Alguien se muere y deja de ser la persona que quisiste siempre. Ya no está ahí, en ese cuerpo.” Reconoce que la enfermería no está bien vista en general. Y eso la enoja. A veces se encuentra con compañeros del colegio recibidos de médicos, abogados o cursando la carrera de arquitectura. Esos compañeros que al conocer su profesión vuelven a preguntar en un tono que suena entre la incredulidad y el desprestigio: “¿Cómo? ¿Enfermera?”. También la enoja cierta falta de reconocimiento por parte de los mismos pacientes. “Si bien el noventa por ciento del tiempo el paciente lo pasa con la enfermera, cuando sale, sólo agradece al médico.” Y a ella le duele. Silvina cree que hay una imagen vieja de la enfermera que cuesta cambiar. La enfermera sirviendo café o cambiando las sábanas. Hay médicos, sobre todo los más viejos, que tienen la idea de la enfermera que tiende las camas. El médico más joven trabaja con la enfermera. Ahora la enfermera puede opinar u observar cosas importantes. El concepto de equipo de salud es nuevo. “Tenemos que ser un equipo preparado para salvar al paciente.” Y aclara cuando se habla de las enfermeras inhumanas: “A veces alguien necesita que lo tapen y el otro necesita que lo saquen de un cuadro más grave, una crisis respiratoria, por ejemplo, y entonces uno tiene que dar prioridad, atender lo más urgente”. También le duele la soledad de los pacientes. Aunque es más frecuente que se abandone a los enfermos en las clínicas que en los hospitales. “En el hospital, el enfermo que está solo es porque está solo en la vida.” En las clínicas, en cambio, hay familiares del paciente que se enojan con los médicos cuando le dan el alta. Hijos, yernos, nueras, sobrinos pidiendo hablar con el director de la clínica para que el paciente permanezca internado unos días más. “O hijos que te llaman para que le limpies la saliva a la mamá” –y se pasa una mano por los labios mientras lo dice. Pero hay cosas muy gratificantes. “Ver a una persona a la que asistí durante esas noches en donde la vida parecía tan difícil, unos días después, caminando por los pasillos del hospital. A veces toman mate mientras van caminando. Y cuando vos pasás, te saludan. No hay otro trabajo que te haga sentir así de bien.” Silvina tiene dos límites muy claros: la morgue y los gusanos. No puede entrar a la morgue porque se desmaya. Y la impresionan terriblemente los gusanos. Los gusanos son muy comunes en los pacientes sociales (crotos y mendigos). “El croto se cae, se lastima, y ahí se queda hasta que los bomberos lo traen al hospital. Cuando llega al hospital, en general, tiene gusanos en las heridas.” Pero en esos dos casos la salvan sus compañeros. Y lo mira a Darío, el enfermero con quien comparte este trabajo del hospital. “Es muy buen compañero. Tratamos de ayudarnos en todo. Pero esto no pasa en todos lados. Pasa acá. En los lugares en donde el sueldo es más alto, hay más competencia y menos compañerismo.” Dice que por nada del mundo dejaría el hospital. Tampoco la noche. Aunque no la entiendan. Aunque la vida, en general, se le complique. “Claro que es más difícil todo porque con este turno de la noche es imposible hacer una vida normal. Ir por ejemplo a los cumpleaños familiares. Vas cuando no tenés más remedio pero después estás hecho un zoombie todo el tiempo. También tengo trastrocado el apetito. Por ejemplo, a las tres de la madrugada, en general, me muero de hambre. Y nada me gusta más que comer papas fritas a las seis de la mañana cuando salgo del trabajo. La gente en el colectivo me mira porque les parece raro, y yo sé que no me entienden.”