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La rehén bien tratada

Patricia Fernández Varela fue tomada como rehén junto a su madre y sus dos hijos. “Tuvimos suerte. Nos tocaron los mejores delincuentes”, dijo después, y por eso fue criticada y hasta
ridiculizada. Relata en esta nota los pormenores de esas horas en las que habló por teléfono con la mujer y la hermana de uno de los asaltantes, y entabló con ellos un contacto humano que preservó su vida, la de sus hijos y las de los ladrones.

Por Soledad Vallejos

Te pasa una película en la cabeza, los momentos buenos, los momentos malos, mis compañeros de oficina, mi vida, lo que me costó tener este bebé, el otro bebé que perdí, mi hija, todo.” Patricia Fernández Varela recuerda todo con una voz apenas perceptible, intentando no olvidar detalles pero sin ponerle un sonido tan fuerte que pueda retraerla a la noche del domingo pasado, cuando vivió durante cuatro horas la angustia de ser rehén. De hecho, ella se había decidido a dejar atrás cualquier referencia al asunto (al primer intento de Las/12 de conversar con ella respondió con un lacónico “No. Queremos rehacer nuestras vidas”), pero ciertas reacciones posteriores a la publicación de la noticia que la tuvo como involuntaria protagonista la hicieron cambiar de opinión. Es que en medio de una improvisada conferencia de prensa, en la que su relato atropellaba imágenes surrealistas y el miedo a morir, Patricia dejó escapar una frase que rápidamente se convirtió en titular de diario, y luego en motivo de burla para algunos: “Nos tocaron los mejores delincuentes”.
El domingo a la noche, Patricia esperaba junto a Magdalena, su mamá, y su hija Florencia, de seis años, que Eduardo, su marido, regresara de comprar algo para cenar. Cuando Eduardo estaba bajando del auto con su otro hijo (Facundo, de 22 meses), un hombre lo apuntó desde el otro lado de la reja, y lo obligó a franquearle el paso a él y a su cómplice. Entonces comenzó la odisea: encerraron a Magdalena y a los chicos en un baño, uno tomaba cosas de la planta baja, el otro llevó a Eduardo y a Patricia a la planta alta para que le dieran más objetos de valor y un bolso para guardar todo, dejaron las cosas en el auto y se disponían a llevarse a Eduardo como rehén. “Yo les dije que no, que lo dejaran, que lo iban a terminar matando y me iban a dejar viuda, que me iba a quedar sola en el mundo con mis hijos, y que entonces qué iba a hacer.” En ese momento, los ladrones recordaron que habían dejado algunas cosas dentro de la casa y volvieron a entrar con la pareja.
El paisaje de la zona de casas con jardín en la que vive Patricia tiene algo llamativo: cerca de las esquinas, colgando de los postes, suelen aparecer carteles con la leyenda “vecino vigila”. Se trata de un sistema de seguridad solidaria que, desde hace un año, implementaron los habitantes de la zona, y que consiste en observar, día y noche, la llegada de autos o personas desconocidas, para detectar cualquier movimiento poco habitual y poder alertar a la policía. Una especie de paranoia organizada que nació, pura y exclusivamente, de la impotencia de saber que al menos tres casas por cuadra habían sufrido asaltos en poco tiempo. Precisamente fue este sistema el que se puso en funcionamiento en el caso de Patricia, algunos vecinos (ella no sabe quiénes, pero tiene la certeza de que fueron varios llamados) avisaron a la policía que algo estaba pasando en esa casa. “Cuando estábamos adentro, llegó un patrullero y los ladrones se empezaron a poner nerviosos. Le dijeron a mi marido –’Gordo’, le decían– que saliera a decirles que no pasaba nada, que se fueran.” Eduardo salió tres veces sin convencer a los oficiales, y la tercera ya no lepermitieron volver a entrar. Ya había cerca de cien efectivos rodeando la casa, y Crónica TV se disponía a transmitir en directo todo lo que pasara.
–Mi mamá y la nena tenían calor, y les preguntaron si las dejaban salir del baño. Las dejan, ellas se sientan en la sala, la nena se acurruca contra mi mamá y se duerme. El bebé lo tenía yo a upa, y en un momento dado les pedí si me dejaban prepararle una mamadera, así se dormía, me dejaron, se la di pero siempre a upa mío. Después me dieron un pulóver para tapar a la nena, que se había pasado a otro sillón y el bebé se durmió. Me bajó la presión y les pedí azúcar, fueron a la cocina a buscar azúcar, me pidieron que la tomara, porque si me desmayaba ellos no iban a poder ir a la puerta para llamar un médico. Se pusieron muy nerviosos porque el patrullero no se iba y justo se escuchó un helicóptero arriba nuestro.
–¿Y las armas?
–En todo momento las dejaron en el sillón de dos cuerpos donde estaba Florencia, sobre el piso, y tapadas con un trapo, pero en ningún momento me pegaron, en ningún momento me faltaron el respeto ni manosearon a mis hijos ni a mí ni a mi mamá. Siempre me decían “quédese tranquila que no va a pasar nada”, yo todo el tiempo les pedía que por favor no nos mataran, me ponía de rodillas, ellos me tocaban la cabeza.
La entrevista se hace en el jardín de la entrada, es decir, entre las rejas y la puerta de la casa. Florencia, vestida con el uniforme del colegio, sale de tanto en tanto para decirle a su mamá que entre, que quiere estar con ella, le regala un chocolate, le pide un beso. “Entrá, que no quiero que escuches lo que mamá está contando”, repite Patricia y consigue que la nena entre. Toca la cadenita de la que cuelgan los dijes dorados con forma de chicos, se tranquiliza y enciende un cigarrillo.
–Salimos al patio de atrás y ellos querían saber cómo hacer para escaparse, entonces les dije que no porque las medianeras son altas, y que si lograban traspasarlas iban a llegar al patio de otra casa. Les digo “te van a matar si tratas de escapar, mejor quedáte tranquilo, de última llamamos a un juez, a un comisario, a un fiscal, lo que sea, y yo te doy mi palabra que voy a pedir que no les pase nada a ustedes. Así como vos me decís que no nos vas a hacer nada, yo voy a hacer lo mismo”. Uno de ellos, que había conseguido un teléfono que andaba (porque habían arrancado los cables para llevarse cosas y sólo había quedado ese funcionando), bajó desesperado porque dijo “me avisó mi mamá que estamos saliendo en Crónica TV”, y quería prender el televisor, pero claro, como también habían arrancado el cable del televisor sólo se veía lluvia, no se escuchaba nada, no se veía nada.
Entretanto, ya habían logrado comunicarse con la policía mediante un celular, por el que Patricia habló con su marido y se desarrollaron las negociaciones hasta último momento.
–Cuando sobrevuela el helicóptero, ellos estaban nerviosos, y uno agarra una almohada y tapa las armas que estaban en el piso. Yo le dije “seguramente vas a hacer como en las películas, vas a poner la almohada y nos vas a disparar, por qué no nos descargás las armas”. Y me dice “para que veas que no te va a pasar nada, voy a descargarlas”, y me dan las balas a mí. En un momento, el que estaba arriba baja y me dice “¿podés subir?”, le digo “sí, si me prometés que no me vas a hacer nada”.
Cuando subió, el hombre le pasó el teléfono, y le pidió que hablara “no sé si con la madre o la esposa”.
–Hablo con esta señora, se presenta, y me dice “señora, quédese tranquila, que son chicos buenos, él es bueno pero está influenciado, anda en malas compañías. Discúlpelo por el mal trago, por el mal momento, pero yo le doy mi palabra, créame que ellos no le van a hacer nada ni a su familia ni a usted. Yo le pido que por favor hable con el juez, con el comisario, con quien sea, para que no lo maten, y pídales que piensen en su familia, en sus hijos, y que se entreguen”. Le di mi palabra y le di las gracias, entonces me pide que hable con la hermana, y ella me dijo lomismo, que eran buenos pero que dadas las circunstancias tuvieron que salir a hacer lo que tenían que hacer. Yo creí en ellos y me puse en el lugar de ella, y me puse en mi lugar, es muy difícil ver a mis hijos ahí.
Ya se había establecido el pacto entre ella y los dos hombres: con la certeza de que las armas estaban descargadas pero con el recuerdo presente de cómo finalizaron las últimas tomas de rehenes (“ellos me decían que no querían terminar como los de La Paternal, y yo les dije que no sabía qué había pasado, porque me la paso viendo dibujitos, Pokémon, Cartoon Network... no me gusta ver televisión porque prendés y chorrea sangre”), sólo pensaban en la posibilidad de que la policía entrara violentamente y disparara de manera indiscriminada. De alguna manera, ese miedo los unió, quienes habían entrado para robar no paraban de pedirle disculpas (“yo hacía cuatro años que no fumaba, y volví a hacerlo esa noche. Es de no creer, me convidaban cigarrillos”). A Patricia volvió a bajarle la presión, volvieron a darle azúcar, “me decían que no fumara tanto, que me iba a bajar más la presión”.
–Yo les preguntaba porqué hacían esto, y ellos me explicaban que uno había estado preso y no le daban trabajo, y que tenían chicos y tenían que mantener a su familia, mandarlos al colegio, y que habían salido por eso. Les digo “¿por qué roban? ¿qué diferencia hay entre vos y yo? somos dos seres humanos tal cual, con la única diferencia de que yo hago horas extras los sábados, dejo a mi familia los sábados para trabajar y comprarle una computadora a mis hijos y vos no tenés trabajo. Andá a una iglesia para que te den leche, pan, andá a cortar pasto por las casas, vendé lapiceras en los trenes, barré las calles. Hay tantas cosas para hacer. No salgas a robar porque un día vas a salir, te van a matar y vas a dejar a tus hijos sin padre”. No sé, les habré tocado el corazón, no sé qué pasó.
Después, los hombres se entregaron, pero sólo cuando estuvieron seguros de que Patricia y su familia estaban a salvo, en un sector alejado de la puerta, para que no fueran posible blanco de un tiroteo. Al día siguiente, después de haber atravesado un enjambre de periodistas para poder salir de su casa y llevar a Florencia al colegio, Patricia había decidido no dar más notas, no quería hablar del tema con nadie, por lo menos por un tiempo prolongado. Pero a los pocos días su marido llevó un chiste recortado de un diario: una periodista pregunta a otra mujer “¿es cierto que los secuestradores los trataron muy bien?”; la mujer responde “¡muy bien! Inclusive quedó una relación muy sólida. Esta noche los visitamos nosotros y el sábado vienen ellos a robarnos”. Casi al mismo tiempo, “un señor periodista, vecino mío de Martínez, que no tiene hijos, que no sabe lo que es tener hijos y no tiene derecho, dijo ‘esta señora que dice que los ladrones son buenos’... y eso me dolió. Yo sé que los ladrones no son buenos, pero era mi forma de catalogarlos porque no eran asesinos, porque no nos mataron. Yo quisiera ver a esta gente qué hubiera hecho en mis circunstancias. Ellos son hombres, y yo era la responsable de toda mi familia, y tenía que hacer eso. A mí me salió decir eso. Ese chiste del diario no me hizo ninguna gracia, pero ese señor hace chistes para poder comer y esta gente sale a robar para darle de comer a sus hijos, no sé qué diferencia hay. La diferencia es que estos son buenos, está bien, se equivocaron, no soy yo la que va a disponer de ellos. Era un calificativo, yo no puedo ir y decir ‘me pegaron, me violaron, me maltrataron’, si no es así, para qué. Yo no puedo mentir, ¿qué gano con eso? Lo único que queda de ahora en más es rehacer nuestra vida, no tener miedo de noche”.