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Victoria
y su villa

Victoria Ocampo donó su Villa Ocampo a la Unesco para que fuera convertida en un centro de estudios. Pero la casa fue deteriorándose, y ahora está a la espera de una ONG que la restaure y la vuelva a llenar de vida. En el recuadro, una carta inédita de Victoria a su hermana Angélica.

Por Soledad Vallejos

Si nos atreviéramos a una de esas frases-de-elogio-recordatorio, habría que empezar con un “Hoy Victoria Ocampo cumpliría 110 años”. Pero es más que probable que, esté donde esté, al recibir esas palabras, sus ojos se encendieran detrás de los eternos anteojos, crispara levemente la nariz y espantara el homenaje musitando piadosamente “¡Dios me guarde!”. Ergo, mejor acotarse a recordarla, aunque sea brevemente.
Victoria O. nació el 7 de abril de 1890, a las cuatro y media de la tarde, frente al Convento de las Catalinas. Era la primogénita de Manuel Ocampo y Ramona Aguirre, es decir, integrante de una de esas familias patricias cuyos relatos privados se entroncan, inevitablemente, con las crónicas de la historia nacional, como lo demuestran, por ejemplo, sus lazos sanguíneos con Martín de Pueyrredón, Juan Manuel de Rosas y la amante guaraní del adelantado Martín Irala, la india Agueda. En medio de ese mar de mujeres criadas para casarse y hacer vida de sociedad, ella -née Ramona Victoria Epifanía Rufina– tuvo el tino suficiente para deshacer un horripilante matrimonio con Luis Bernardo “Mónaco” de Estrada (“estábamos tan poco hechos el uno para el otro como un pájaro y un pez”) y entablar un romance clandestino con un primo de él, Julián Martínez. Una anécdota de verdad incierta cuenta que, en 1920, V. se trepó sola a un Packard negro y empuñó el volante. A las pocas cuadras, unos señores le gritaron: “¡Machona! ¡Machona!”. Las vecinas le fueron con el chisme a Morena, su madre, “vieras qué espanto, Victorita manejando en mangas cortas y sin chauffer”. La niña Victoria, con la arrogancia de quien no teme equivocarse, sólo respondió: “Así viviré mi vida: en mangas cortas y sin chauffer”. Lo cierto es que supo tomar distancia del mundo de chicas de mangas largas y conductor, lo suficiente como para escribir ensayos y publicarlos en las páginas de La Nación (para horror de sus padres, que a duras penas pudieron soportar su divorcio), construir de la nada una revista cultural que marcó un hito en la literatura latinoamericana, espantar con su casa modelo Le Corbusier a medio Buenos Aires, y, claro erigirse en todo un modelo de promotora cultural.
Tal vez uno de los más significativos legados tangibles (y no tanto) que dejó Victoria sea Villa Ocampo, la bellísima mansión de San Isidro, en la que organizaba los míticos tés de los domingos. Allí, entre muchos otros, albergó a Rabindranath Tagore durante una larga convalescencia, a Albert Camus, a Ortega y Gasset, Graham Greene, Malraux. Villa Ocampo –una casona “al estilo de Lo que el viento se llevó", describió Camus– fue un lugar destinado a la gestación de cultura, una suerte de salón literario donde se escuchaban discusiones estéticas, se ofrecía una riquísima biblioteca, se disfrutaba del jardín con una pendiente que llevaba al río (ahora apenas puede disfrutarse, debido a unas construcciones recientes), y, sobre todo, se paladeaba el espíritu que ella supo imprimirle. En 1973, seis años antes de su muerte, la convulsión del clima político del país llevó a Victoria a temer por el destino de la Villa en su ausencia: preveía un futuro de desmantelamiento de la propiedad y usos muy diferentes del que ella esperaba. Así fue que donó Villa Victoria –la casa de Mar del Plata– y Villa Ocampo a la Unesco, con la explícita voluntad de que fueran convertidas en Centros de Estudios. La quinta de Mar del Plata fue vendida hace algunos años a la comuna, y, afortunadamente, ha sido (y es) objeto de un atento cuidado, además de servir de centro de actividades culturales. Villa Ocampo, en cambio, no ha tenido tanta suerte: después de un breve período de apertura al público, fue cerrada, prácticamente abandonada, y el tiempo hace mella en las paredes. En algún momento, la Unesco pensó en ponerla en venta, posteriormente el gobierno argentino se ofreció para hallar una salida digna, de lo que, en 1997, nació la idea de organizar la exposición anual de Casa FOA allí: el único inconveniente era que la escalera no podría soportar el tremendo flujo de público que convoca la muestra, por lo que se pensó en ¡poner escaleras por fuera de la casa y que la gente entrara por las ventanas! Quiso la fortuna que días antes de tamaña atrocidad la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos declarara a la Villa Monumento Histórico nacional, con lo cual la muestra no pudo llevarse a cabo. Sin embargo, después de eso, se lanzó el proyecto Villa Ocampo 2000, que preveía, entre otras cosas, la construcción de un auditorio, una confitería o patio de comidas, un hotel, una playa de estacionamiento, es decir, una superficie de 3000 metros cuadrados, cuando la donación no contempla más de 400. De momento, ese plan está detenido, pero en estos días el Gobierno debe proponer a la Unesco una ONG capaz de llevar adelante la recuperación del patrimonio de la casa (lo cual incluye mobiliario, libros, cuadros, y, por supuesto, el jardín), y, además, un plan de acciones para revitalizarla. Villa Ocampo no se merece un destino de shopping, y mucho menos el de verse convertida en museo, tal como lo afirmaba en su informe Jacques Rigaud, enviado en 1976 para evaluar la donación de Victoria: “Un lugar así no se presta a cualquier utilización: es un lugar de retiro, de reflexión (...) Se podría imaginar investigadores trabajando en calma, seminarios o coloquios de unos quince participantes, o manifestaciones culturales de alta calidad y de audiencia restringida. (...) se traicionaría el espíritu del lugar (...) en el caso de imaginar aquí actividades de tipo casa de la cultura abierta a un gran número de personas o una presencia administrativa banal”. Por eso, es de esperar que la decisión en torno de la casa de San Isidro recaiga sobre una ONG con voluntad suficiente para no dejarla morir, y, sobre todo, que la recuperación de Villa Ocampo se convierta en un punto de inflexión en materia de política cultural.

Una carta inédita

Mar del Plata, 7 de abril de 1942

Querida Ang:
Ayer (...) la cosa ha sido particularmente cómica. Al mediodía fuimos con los Armour a la (estancia) Armonía. Celaya, el mayordomo, en auto, y un peón a caballo nos esperaron en la entrada y dimos con ellos una vuelta al casco. Habían dispuesto estratégicamente corderos, vacas, llamas y pavos a lo largo de los caminos (...). Nuestro real camino estaba tan salpicado de animales que, sin dudas, lo hacían parecer su lugar habitual. Cuando entramos al jardín, quise mostrar a los Armour la senda que bordea el arroyo, lo que hizo que pasáramos delante de la dueña de casa, los invitados y los criados que nos esperaban en la entrada (con gran despliegue de ponchos dejados al descuido sobre los sillones arlequins de Jean Michel) sin detenernos... para su gran estupefacción e inquietud (estuvieron ahí como una hora y media). Tío Carlos nos saludó afablemente con la mano, como si estuviera sobre el muelle del que parten los transatlánticos.
(...) Comenzamos por tomar unos copetines presentados en numerosos pequeños platos llenos de pastel, sandwichs, almendras, etcétera. Después comenzó el almuerzo, con cuatro criados vestidos con uniformes de gala, como el niño (o su amo).
En el comienzo (...) entre Tío Carlos y Josefina comenzó una discusión muy violenta sobre los vinos.
El diálogo era de esta especie:
Carlos: –Los vinos argentinos son buenísimos.
Josefina: –Dios nos guarde de probarlos. Prefiero no tomar vinos que tomar vinos argentinos.
C.: –¡Sos una ratacuer! Y, además, hoy se sirven vinos franceses porque están los embajadores. Que si no, tomaríamos vinos argentinos, que son buenísimos (no olvidar el acento).
J.: –¡Mirá que decir eso! Qué mentira. Nunca tomamos vinos argentinos aquí.
C.: –Si yo mismo te he regalado un cajón de vino buenísimo y todos estaban encantados con ese vino.
J.: –Mirá que vamos a tomar vinos argentinos en esta casa cuando Héctor siempre decía que más vale no tomar vino que tomar vino de mala clase.
C.: –El vino argentino es buenísimo y ojalá no te castigue Dios por decir lo que estás diciendo, y además ya no se pueden comprar vinos extranjeros porque no hay. Si no hay vinos extranjeros, ¿qué vas a hacer? Tendrás que conformarte con los que se hacen en tu tierra, que son buenísimos y que ya los conocés porque se sirven siempre aquí cuando no hay visitas.
J.: –¡Mirá que decir eso! Carlos –al criado–, sírvale al señor del vino argentino, sáquele esa copa, ya que dice que le gusta más el vino del país, que lo tome.
C.: –Esas son compadradas y Dios te va a castigar por despreciar estos vinos buenísimos. ¿Verdad que son buenísimos? –dirigiéndose a la señora Armour–.
Estábamos en la carne, luego de haber pasado por los huevos (huevos Chateleine) y todavía duraba la discusión.
Pero el castigo que tío Carlos anunciaba no se hizo esperar.
Llegó el postre. Bizcocho glaceado. Tomé una buena porción en mi plato (...). Pero, al primer bocado, mi desilusión fue grande. El cocinero, sin duda, había puesto la misma cantidad de azúcar que de costumbre, pero se había equivocado y había tomado la sal en su lugar.
Nadie se incomodó. Estoicamente, la princesa Koudacheff, a quien yo observaba disimuladamente, saboreaba su postre. Carlos dijo: “Está salado. Pero resulta más rico así”, y esbozó una sonrisa vacilante. Josefina decía todavía de rato en rato (bien que ella también había dicho a media voz: “¡Pero esto tiene sal!”): “¡Mirá que vamos a tomar esos vinos argentinos aquí!”. El postre era tan nauseabundo que tuve deseos de vomitar el resto del día. ¡Pero la vanidad de esa gente es tal que por nada del mundo hubieran impedido a sus comensales comer esta mezcla infame! Todo el mundo había simulado que no se habían dado cuenta de nada... (ellos, tan refinados que no pueden beber otra cosa que vinos extranjeros).
Luego del almuerzo, Cañas me llamó aparte para decirme que no admira ni respeta otra cosa que la inteligencia. ¡Ah! Su amistad con D’Annunzio (que le había dedicado un libro). ¡Ah! Sus conversaciones con Tristan Bernard (que venía desde hacía tiempo). “Yo me quedaba embelecido oyéndolos hablar”, me decía, mientras bebía con una taza de agua caliente, que le habían dado sobre un plato de plata (...), una medicina alemana para el hígado. “No se consigue más –me explicaba–; en todas las farmacias ordené (inclusive en las de Montevideo) que me guardaran a cualquier precio los tubos de estos preciosos comprimidos.” Mezclando las preocupaciones y cuidados de su salud, y su admiración por los escritores de talento, me dio un largo discurso sobre el poco efecto que producía en él el espectáculo de la riqueza y los ricos...
Durante este tiempo se habían formado grupos donde se discutía a propósito del matrimonio de Leonor con “Pepe”, si la novia era virgen, semivirgen o puta. Se contó que, luego de la noche de bodas, ella había ido al doctor, o la hicieron ir a su casa a causa de una hemorragia. Esto le hizo decir a Tío Carlos: “Después de esta hemorragia, nadie va a poder criticar a Leonor. Yo me alegro tanto”.
Cuando los embajadores se preparaban para partir, la sirena comenzó, in crescendo, a lanzar su grito de alarma. ¡Yo estaba allí cuando ella (Josefina) dio la orden de comenzarla! ¡Nunca había visto una cosa tan loca! Me fui a pie. A medida que me alejaba, escuchaba unas risas increíbles de todo el conjunto. Debían haberse contado una idiotez cualquiera.
Los pavos me miraban desde una alameda y esto me dio un gran alivio.
¡Qué mundo! Si la revolución puede abolirlo, haría bien.
El pobre Tío Carlos es el único que parece digno de salvar su alma...
Hasta pronto, V.


Esta carta -en francés en el original, humildemente traducida por Las/12- pudo publicarse gracias a la gentileza de Dolores Bengolea, sobrina nieta de Victoria Ocampo e integrante de la Fundación por Villa Ocampo.