Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Stira


La explosión de información que deriva de los veloces pasos del Proyecto Genoma Humano vuelve a hacer correr a la ciencia más rápido que a la sociedad, a las costumbres y a las leyes.
La bioética se constituye, hoy, en una disciplina de emergencia para investigar, pensar y responder muchas preguntas pendientes a partir de todo lo que los genes nos vayan diciendo.

Por Soledad Vallejos

Una semana atrás, el investigador-entrepreneur Craig Venter realizó el anuncio más impactante de la medicina en este siglo: falta apenas un paso para conocer en su totalidad el genoma humano, es decir, el mapa genético que constituye a una persona. Sus palabras fueron la mayor operación mediática del momento luego de los lanzamientos rimbombantes que suele planear Bill Gates, y es que Venter no es precisamente un señor ingenuo, por lo que sabe a las mil maravillas que lo suyo es generar polémica y prepararse para ganar una cantidad imposible de dinero con la comercialización derivada de su trabajo. Pero la historia que en estos días se cuenta con voces apocalípticas e imágenes de película futurista comenzó un tiempo atrás, y con más de un episodio de culebrón venezolano. A principios de los 90, los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos, principales financiadores del joven Proyecto Genoma Humano (PGH) oficial –una iniciativa llevada adelante por un consorcio internacional integrado, también, por Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia y otros 13 países–, propusieron patentar los genes que se fueran descubriendo. Uno de los señores deseosos de las patentes era, precisamente, Venter, que todavía se desempeñaba en el área pública. James Watson –el prócer de la genética que, junto a Francis Crick, había descubierto la doble hélice del ADN hacia 1953–, director del proyecto, se opuso terminantemente al patentamiento argumentando que eso no era investigación ni innovación, que no se trataba más que de un trabajo rutinario que “cualquier mono” podía hacer y, quizás su razón más fuerte, que la información genética era un patrimonio de la humanidad sobre el que no debían pender patentes ni registros de ningún tipo. Acto seguido, se mandó mudar. Esa gran crisis dentro del equipo investigador evitó la famosa patente del genoma, sí, pero además causó el alejamiento de Venter, quien hacia 1998 anunció la creación de Celera Genomics, que no es otra cosa que el instituto biotecnológico privado que compite (y por ahora gana) con el sector público para llegar más rápidamente al fin de la investigación.
La súbita irrupción de tantas palabras científicas en la esfera de la vida cotidiana y el hecho de que algunas de ellas empiecen a incorporarse con una naturalidad pasmosa demuestran que el avance de la genética nos embarca en un viaje de ida, en el que, se entienda o no de qué se habla, van a resultar afectadas las experiencias individuales. Por eso, vale intentar aclarar algunos conceptos. Toda la información genética de un ser vivo se encuentra en los genes, es decir, en los fragmentos del ADN, el ácido que compone el cromosoma. Esa información se encuentra codificada como un mensaje, sólo que mediante cuatro bases químicas, que se identifican con las letras A (Adenina), T (Timina), C (Citosina), y G (Guanina); el mensaje depende del ordenamiento en que se dispongan esas letras. Y es justamente el ordenamiento de esas bases lo que, mediante un juego de cadenas químicas, indica qué proteínas debe fabricar la célula. Además, el orden en que aparecen los tres mil millones de bases constituye el genoma, o lo que es lo mismo, el mensaje hereditario completo de un ser vivo; en el caso de este proyecto, el de una persona. Lo que está investigándose en este momento es, ni más ni menos, el mapa genético que, biológicamente, determina las características de una persona. Una vez que se tenga un conocimiento acabado del genoma se pasará a la etapa por la que ya las empresas biotecnológicas de las potencias científicas se están sacando los ojos: la tecnología que pueda generarse y aplicarse a partir de esta investigación. Sabiendo, por ejemplo, que el mal de Alzheimer tiene relación con determinada alteración o predisposición en el gen PS2(AD4), en un futuro podrá instrumentarse algún tipo de terapia génica para prevenirlo o, directamente, corregir la disfunción. Quien patente primero la tecnología que permita ese tratamiento conseguirá todos los beneficios económicos derivados de su empleo. Pero esta carrera contra reloj no tiene una correlación equivalente en la sociedad: discusiones que llegan a escandalizar a la comunidad científica -aún a la que está absolutamente actualizada en este campo-, y que se renuevan casi diariamente, apenas dan tiempo a la sociedad de detenerse por un segundo a comprender, aunque sea, las bases científicas del conflicto, y, por lo tanto, menos alcanza a reflexionar sobre sus implicancias. Si bien el mundo de la investigación reconoce la necesidad inmediata de que se produzcan debates sociales al respecto, no todas las sociedades están en condiciones de debatir sobre genética porque, sencillamente, aún no se han planteado temas fundamentales y previos a la discusión ética que exige el PGH. Pero en los círculos científicos las discusiones ya han comenzado, de la mano de la bioética, una discplina que tiene la difícil tarea de congeniar ética (científica y social) y avances científicos y tecnológicos.

1
¿Información pública
o privada?

En un primer momento, la discusión sobre la pertinencia o no de patentar el genoma humano en sí dividió las aguas en el consorcio internacional responsable del PGH, y generó una crisis tal que su director abandonó la investigación, indignado ante la sola idea de patentar lo que es patrimonio de la humanidad. Posteriormente, Venter, cuando ya había fundado Celera Genomics, arremetió nuevamente con la cuestión: a diferencia de la política seguida por el equipo público, se negó terminantemente a dar a conocer los avances de la investigación. Si bien el científico aclara cuantas veces sea necesario que la suya “no es una empresa sin fines de lucro”, la decisión de tratar la información sobre el genoma como si fuera un dato bursátil confidencial no deja de traer polémica. No por nada, en noviembre de 1997, poco antes del nacimiento de Celera, la Unesco aprobó la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos del Hombre, el primer texto internacional sobre bioética. Esa declaración fijó tres principios: la noción del genoma humano como patrimonio de la humanidad, la dignidad del individuo “cualesquiera que sean sus características genéticas”, y el rechazo del determinismo genético. Pero Venter no se dio por vencido, y, si bien desistió de patentar los genes en crudo, sí pretende hacerlo con algunos de ellos cuya función tenga definida con precisión y con el objetivo explícito de desarrollar algún tipo de terapia. En febrero de este año, Bill Clinton y Tony Blair hicieron caer las acciones de las empresas biotecnológicas al pedir, en una declaración conjunta, que “los datos fundamentales del genoma humano, incluida la decodificación de todo el genoma del ADN y sus variaciones deberían ser accesibles libremente a los científicos del mundo entero”. Luego del anuncio, la empresa Celera hizo público un comunicado en el que se comprometió a publicar “en una revista científica” los datos del genoma, y a permitir una “circulación libre y gratuita” de la información. Claro que, como advirtió un antiguo socio de Venter y actual director de Human Genoma Sciences, William Haseltine, “los datos del genoma en crudo no tienen la menor utilidad práctica. Ese es el gran proyecto oculto del proyecto genoma”. Entonces, “lo más probable es que la información sobre el genoma humano sea pública, pero el uso de la tecnología para modificar cosas, para fabricar o hacer cosas, sea privado, y esto tiene una serie de consecuencias sociales”, dice el especialista argentino en reproducción humana Claudio Chillik.

2
Lo que el paciente
debe o no saber

“Pareciera ser que estas tecnologías van a dar muchísima información respecto de posibilidades de diagnóstico, pero por lo menos en lo inmediato no van a dar terapéutica”, explica Florencia Luna, doctora en filosofía y directora de la revista Perspectivas bioéticas. Es que, de momento, lo máximo que puede hacerse es descubrir, mediante un estudio genético, si alguien tiene o no tendencia a padecer una enfermedad determinada en algún momento de su vida, sin que haya, en muchos casos,ningún tipo de tratamiento. “También la naturaleza de la información es problemática. Por un lado, están las informaciones que se llaman monogenéticas, que son las enfermedades que yo puedo saber con certeza que las voy a tener porque tengo un marcador que lo indica. Pero para la mayoría de las enfermedades que no son monogenéticas lo que vamos a tener es una predicción, una probabilidad, una predisposición hacia cierta enfermedad. Entonces, nos vamos a encontrar con muchísima información respecto de posibles enfermedades que tal vez nunca tengamos”. Allí se plantea, entonces, otro problema: si lo que indica no es más que una tendencia posible, nada asegura que dicha enfermedad se concrete. Además, no existe en ese caso lo que podía llamarse determinismo genético, puesto que esas predisposiciones, para dejar de ser potencia y convertirse en acto deben relacionarse con factores como el medio ambiente en que viva esa persona, su calidad de vida, sus hábitos alimenticios, etc.

3
Nueva brecha entre
ricos y pobres

El PGH y las investigaciones relacionadas con él demandan una altísima inversión de parte de sus financiadores –alrededor de tres mil millones de dólares–. En consecuencia, la tecnología que se derive de sus resultados, como los diagnósticos genéticos y, posteriormente, los tratamientos, no sólo serán patentados, sino que el derecho a utilizarlos cotizará a precio oro. No por nada las acciones de las empresas de biotecnología implicadas en el asunto trepan cada día más alto en las bolsas. Necesariamente, el acceso de la población a este tipo de terapéutica va a depender de un factor: el económico. “Va a quedar en la esfera privada, sólo los que tengan recursos van a poder acceder a eso. Entonces, en realidad, lo que vas generando es una brecha cada vez mayor entre los que tienen más recursos –que no sólo tienen los mejores trabajos, las mejores posibilidades de educación, sino que además van a tener mejores posibilidades de incrementar sus posibilidades genéticas– y los menos favorecidos”, reflexiona Luna. El panorama resulta, especialmente en nuestro país, de lo más claro. Si en estos momentos, cuando la medicina genética aún está en sus inicios, el acceso a los servicios de salud y su calidad dependen pura y exclusivamente del dinero que cada uno pueda disponer para pagar una obra social, y los hospitales públicos, cuando los hay, no dan abasto para la cantidad de habitantes que deben atender –y, en el caso de que puedan atenderlos, carecen, por lo general, de los insumos fundamentales–, no hay que esforzarse demasiado para imaginar un futuro en el que sólo quienes puedan pagarlo (y pueden apostar que el precio será alto) tendrán derecho a un tratamiento genético.

4
El tercer mundo genético

Las políticas que los países sostienen frente a la investigación científica se constituye, desde hace ya un tiempo, en un fuerte referente de su ubicación a nivel mundial. Los fondos que se destinan a este campo son los que hacen la diferencia a la hora de hablar de países productores de conocimiento y de tecnología, lo que, en consecuencia, redunda en sus posibilidades económicas y su política sanitaria. Más allá de las consideraciones que puedan hacerse sobre la política educativa -íntimamente ligada a esta cuestión–, el que un Estado no aliente la investigación científica y mire para otro lado cuando sus investigadores -formados en él– deben abandonarlo por el sencillo hecho de que no pueden vivir de su profesión divide a los países entre quienes pueden exportar su tecnología y quienes deben pagar por usarla. “Si todo el manejo de la tecnología va a estar en manos privadas –comenta Chillik–, va a haber una enorme discriminación de quién tiene acceso a esas tecnologías, y la división entre países ricos y países pobres va a ser cada vez mayor. Uno dice ‘bueno, así es hoy de todas maneras’, porque si vivís en Suecia tu expectativa de vida es de 80 años, pero si vivís en Nigeria es de 40. Eso es así hoy, pero posiblemente esa brecha se vaya aumentando cada vez más”.
Luna insiste en que “el otro tema que se plantea es cómo se van a manejar los recursos, porque un país no tiene recursos ilimitados para los gastos en salud. Entonces, de qué manera este tipo de condiciones en realidad van a poder ser manejados en un país con pocos recursos”.

5
¿Habrá confidencialidad?

“Uno puede partir de la base de que el individuo, como adulto, tiene derecho a saber qué constitución genética tiene, pero se plantea la posibilidad de que esto se filtre o que se pida para lo que sean uso de terceros, compañía de seguros, empleadores. Y que a partir de ahí haya una mayor discriminación o estigmatización de personas con cierta predisposición. Y esa persona, por ahí, nunca tiene esa enfermedad, porque esto depende de muchos factores como el medio ambiente o la información”, dice Luna. En Islandia, comenta Chillik a modo de ejemplo, el gobierno va a tener acceso a toda la información genética de la población. “¿Y eso qué implicancia tiene? Yo puedo estudiar a una persona y ver cuál es su genoma, y puedo ver que esa persona tiene riesgo de infarto aumentado, o de un cáncer, y yo, que soy de una obra social, no cubro a esa persona porque existe un riesgo enorme de que me haga perder dinero. O soy un empleador y no tomo a esa persona porque va a tener un ausentismo enorme por todas esas enfermedades”. Créase o no, esto ya no es ficción: el mes pasado, el gobierno británico aprobó una ley que permitirá a las compañías de seguros solicitar –hasta ahora a título voluntario– la información genética a sus clientes antes de suscribir con ellos una póliza. Tener conocimiento del diagnóstico no sólo les permitiría tomar la decisión de asegurar o no a una persona, sino que también les dará la posibilidad de cobrarle una prima de acuerdo con la cantidad de años que esa persona puede vivir.

6
Por ahora, se sabe,
pero no se cura

De momento, no existe una terapéutica para tratar las enfermedades detectables en un diagnóstico genético. Chillik aclara que es probable que “en un futuro no muy lejano vamos a poder curar el gen que esté alterado. No sólo vas a poder curar el gen que esté alterado, sino que también, hipotéticamente, vas a poder ‘prender’ o ‘apagar’ determinados genes. Por ejemplo, yo puedo tener un gen, cuando cumpla 50 años, que se active y produzca un cáncer de colon, o Alzheimer o diabetes. El gen lo tengo desde que nací, pero recién la enfermedad se va a expresar cuando tenga 40, 50, 60 años. Si yo puedo en la época del embrión apagar el gen responsable de esa enfermedad, voy a poder lograr una persona más saludable”. El conflicto, claro, reside en poder marcar cuál es la frontera entre tratamiento –como dice Chillik, trabajar para mejorar la calidad de vida de una persona al evitarle cierto padecimiento– y jugar a ser dios -modificar genes por el simple hecho de cambiar determinada predisposición, supongamos, a encanecer a los 15 años, o a tener una estatura relativamente baja–. Desde ya, ésta no es una decisión exclusivamente médica, sino eminentemente social.

7
Responsabilidad ante el hijo

“Creo que la genética va a cambiar también la noción de responsabilidad –analiza Luna–. El hecho de poder tener acceso a toda esa información genética va a derivar en que uno se debería hacer responsable respecto de posibilidades de transmitir a sus hijos terribles enfermedades genéticas. Esto, en alguna medida, va a influir en la noción de azar; antes era ‘la enfermedad es un castigo divino’, pero ahora vamos saber que la tenemos y que la podemos transmitir a nuestros hijos, y esto va a tener algún tipo de incidencia en las relaciones sociales. Esto también genera una paradoja, porque si bien uno no solamente quiere tener esa información para saber si continuar o no un embarazo, puede tener esa información para prepararse para parto o un embarazo difícil porque se sabe por qué el bebé viene con problemas. Pero también habrá personas que no quieran continuar con el embarazo si saben que el bebé viene con problemas, o que va a morir a los pocos días, que va a sufrir muchísimo. Son enfermedades en que los padres, si saben que van a tener este tipo de problemas, por lo general en los países donde se hace todo esto tienen la posibilidad de optar por continuar o no. Pero en nuestro país eso no es posible, porque no existe el aborto terapéutico”. Como en tantos otros temas, el avance de la genética se enlaza desde sus inicios con cuestiones sociales irresueltas, y en algunos casos con tabúes. Por otra parte, ya ha habido casos de enfrentamientos legales originados en este tipo de conflicto. “En Estados Unidos, Israel e Inglaterra hubo lo que se llamaron ‘juicios por vida injusta’. Unos fueron de hijos a sus padres y otros de los padres a los médicos en nombre de los hijos por no haberles advertido el tipo de enfermedades que iban a tener los hijos. El primero fue un juicio de un hijo a su padre por haberlo concebido ilegítimamente, por los daños que le causó haber sido un hijo ilegítimo. Pero después ése fue un modelo que se traspasó a temas de genética. Por ejemplo, padres que fueron a consultar a un médico para no tener hijos si existía la posibilidad de pasarles determinadas enfermedades genéticas, y que los médicos les dijeron que no negligentemente. Y después recibieron juicios por eso”.

8
Diagnosticar embriones

En nuestro país, el diagnóstico genético sólo se practica en casos de fertilización asistida, porque es necesario realizarlo en embriones que aún no se encuentran en el útero. Chillik explica que “hoy en día se puede determinar qué embrión es sano y cuál enfermo en uno de dos días. El problema es que lo único que se puede hacer es el diagnóstico. Y entonces el problema ético es qué hacer con el embrión enfermo. En aquellos países donde está permitido el aborto, en aquellos países donde el embrión no es considerado una persona, ese embrión es descartado. Pero en países como el nuestro no lo podemos hacer, entonces es muy limitado el campo que puede tener el diagnóstico preimplantatorio –que se llama así porque se hace antes de la implantación del embrión–. El embrión se implanta en el útero en el séptimo día, por lo que sólo se puede hacer el diagnóstico en el período fuera del útero”.

9
Sobre qué habrá
que legislar

Además de plantear la necesidad de una reglamentación sobre la confidencialidad de la información, o la no discriminación por características genéticas, el avance de las investigaciones pone sobre el tapete la necesidad de establecer diferencias entre enfermedad y condición genéticas. “Si uno da una definición amplia de enfermedad genética y abarca condiciones que actualmente no se consideran enfermedades –comenta Luna–, en la medida que haya terapéutica, entonces medicaliza más la vida cotidiana. Estas condiciones que antes no se tomaban como enfermedades, ahora se toman como tales, lo cual implica no sólo medicalizar sino también rotular a una persona como enferma. Pero si uno toma una definición muy estrecha y deja como enfermedades genéticas las que actualmente se consideran enfermedades genéticas, y no estas condiciones intermedias borderline” podría hablarse de conceptos más justos. Luna ejemplifica con casos como la baja estatura o la obesidad moderada que, de momento, no son enfermedades sino condiciones. El conflicto se plantearía si su status se modificara al de afección, con lo cual, en caso de existir una terapéutica, no se trataría de un tratamiento preventivo, sino que se emparentaría con la eugenesia.

10
La clonación de órganos

“Los genes son fuentes de información. Con esa información, la célula fabrica cosas, y cada célula fabrica aquello que está destinada a fabricar de acuerdo con el gen que tenga”, explica Chillik. “La célula del hígadofabrica una cosa y la célula del riñón fabrica otra, por más que las dos tengan la misma información genética. La diferencia es que la célula del riñón tiene ‘prendidos’ solamente los genes del riñón, y todos los demás apagados, y las del hígado lo mismo. Esa es la base de la clonación: si yo agarro una célula de la piel de una persona, esa célula tiene la misma información genética que cualquier célula del cuerpo, sólo que tiene la información prendida para ser piel. Si yo logro a esa célula prenderle la información para que haga todo, termina siendo una célula de un embrión. Entonces, si yo activo los genes que están reprimidos, con esa célula de piel termino haciendo una persona idéntica a aquella de la que saqué la muestra. Eso es la clonación”. Para completar el ciclo, ese núcleo debe implantarse en un óvulo, el lugar que fomenta que todos los genes estén desreprimidos, lo que da por resultado un embrión. La técnica de la clonación está comenzando a plantearse como recurso insuperable para conseguir órganos necesarios para trasplantes. Si una persona precisa esta intervención, proponen algunos investigadores, no hay más que generar un embrión de sí misma con una muestra de sus células y, de allí, obtener el órgano necesario. El razonamiento, sin embargo, se topa con un conflicto: al formar un embrión, no es posible generar solamente ese órgano. Por breve que sea, existe un instante en el que ese embrión no es otra cosa que una réplica del individuo que dio la muestra, por lo que necesariamente habría que desviar su “destino” de ser humano completo para convertirlo en un tejido específico. Y el conflicto es, justamente, a partir de qué momento ese embrión se considera un ser vivo.
Como sea, no cabe demonizar a las posibles terapias genéticas ni tampoco al PGH, puesto, como marcan Chillik y Luna, la técnica en sí misma no puede tener un valor ético, lo que cuenta son las conclusiones a las que llegue la sociedad tras una discusión sobre los usos de esa técnica.