Amar
la piedra y no la estatua
Como
todo amor, éste, que es mío y unilateral, tiene en su
cajita de recuerdos algunas escenas memorables. Una de ellas sucede
en verano, una noche de sudestada en una casa antigua, a la orilla del
mar. La tormenta era un monstruo negro que arrojaba piedras de hielo
sobre el techo endeble de la casa y empujaba las puertas de madera como
si quisiera entrar a secuestrar a nuestros niños.
Por
Marta Dillon
Eramos
cuatro mujeres y tres hijos, a los que habíamos dormido con dificultad
en el único lugar de la casa en el que no llovía (bajo
una cucheta), con falsas promesas sobre la inviolabilidad de los techos
de chapa que a esa altura golpeaban peligrosamente contra las vigas.
Fui centinela esa noche, despierta cuando todos dormían, acompañada
por el único hombre de la casa que me explicaba qué quedaba
de nosotros cuando no quedaba nada. El hombre era José Saramago
y el consuelo su Ensayo sobre la ceguera, que leí casi sin respirar,
haciendo equilibrio entre las goteras y a la luz de una vela. Y leí
detrás de la novela al hombre, acatando, sin conocerla, la consigna
que el escritor propone. Su universo me rescató del naufragio
de esa noche y aún después que los techos se volaran definitivamente
sí, se los llevó el viento, que los chicos
se despertaran, que el pánico nos mordiera con sus dientes de
rata, seguí arrastrándome con sus ciegos, presa de un
pesimismo atroz que sólo se diluyó por la mañana,
cuando el viento se llevó también las nubes y desayunamos
como lo que éramos: un grupo de sobrevivientes, parecidos a esos
que en el libro recuperaban la vista para ver el caos.
Visité a mis muertos con El año de la muerte de Ricardo
Reis, me perdí en el agobiante laberinto de Todos los nombres,
navegué en La barca de piedra separada de todos los continentes,
del tiempo esa dimensión del tiempo que sólo puede
ofrecer un hombre que esperó hasta que la suma de los días
que vivió dio 58 años para publicar la primera novela,
durmiendo al ralente como esas parejas que se encuentran en ese libro
y hacen el amor y convocan a la magia. ¿Cómo puede alguien
construir el mundo con la palabra? La palabra como una herramienta a
la que hay que cuidar y limpiar como un mecánico limpia y aceita
sus llaves. Y a la vez ¿no es ése el sentido de la palabra,
nombrar el mundo y darle vida?
Con el Evangelio según Jesucristo anduve unos días en
mundos paralelos. No podía huir del universo Saramago, enfrentada
todo el tiempo en la misma barca con dios y el diablo armando el juego
del que somos las piezas. Cada vez que terminé uno de sus libros
lloré de nostalgia, como si me hubieran expulsado de un mundo
privado que por unos instantes fue el mío y yo tuviera que volver,
expulsada, refugiada, al mío, al de todos los días y todos
los nombres.
Ya sé que amar es amar también un cuerpo, un hombre completo
(y el hombre que amo sabe que su nombre está grabado en mi piel),
pero éste es un amor por la piedra y no por la estatua, como
dice el escritor sobre sus últimos libros. Es un amor que me
convoca a las lágrimas porque trae la certeza de haber hallado
a un hombre que nombra las cosas para salvarlas de la muerte irremediable
del olvido, que no se conforma con asistir a las atrocidades del mundo
sino que se compromete con la denuncia, aun cuando la sienta inútil,
aun cuando se confiese pesimista. Un comunista recalcitrante,
se define, cuando el comunismo no existe más que como un
estado del espíritu, que todavía espera que las
circunstancias se modelen humanamente y que prefiere arriesgarse a callar
por no caer en esta especie de apatía que acaba por gangrenarnos
la sangre y hacernos a todos más o menos egoístas.
Saramago ya no cree en la identidad de los nombres, pero él nombró
a su padre el empleado del registro civil usó como apellido
el apodo que recibía su familia y que el padre asumió
como propio cuando llegó la hora de enviar al hijo a la escuela
y rescató a su abuelo contando cómo cuando le llegó
la hora de la muerte se despidió de sus árboles una
higuera, un olivo abrazado a ellos y llorando. Esto había
que contarlo y yo lo hice, dijo el escritor, hijo y nieto de analfabetos,
consciente de que escribe casi con la misma resignación de quien
cumple todos los días con un trabajo: Sufro lo que sufre
toda persona que tiene que trabajar, y escribir es para mí un
trabajo. Hay que quitar esa idea romántica del escritor que está
en su buhardilla, con la luz encendida hasta las tres de la mañana
mientras que el pobre burgués que pasa por la calle rumbo a su
trabajo dice: allí está el creador, escribiendo... La
escritura es un trabajo, y como todo trabajo tiene que estar bien hecho,
con sentido y responsabilidad. Cuando uno no sabe lo que quiere sufre.
Que exista Saramago, para mí, es tener la certeza de que todavía
hay un destino posible, un horizonte para la palabra, un remedio posible
tal vez sólo un analgésico para este dolor
que se hunde en la grieta de las injusticias (lamento que la palabra
esté devaluada) y que no se conforma. No se conforma.