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Amar la piedra y no la estatua

José Saramago

Como todo amor, éste, que es mío y unilateral, tiene en su cajita de recuerdos algunas escenas memorables. Una de ellas sucede en verano, una noche de sudestada en una casa antigua, a la orilla del mar. La tormenta era un monstruo negro que arrojaba piedras de hielo sobre el techo endeble de la casa y empujaba las puertas de madera como si quisiera entrar a secuestrar a nuestros niños.

Por Marta Dillon

Eramos cuatro mujeres y tres hijos, a los que habíamos dormido con dificultad en el único lugar de la casa en el que no llovía (bajo una cucheta), con falsas promesas sobre la inviolabilidad de los techos de chapa que a esa altura golpeaban peligrosamente contra las vigas. Fui centinela esa noche, despierta cuando todos dormían, acompañada por el único hombre de la casa que me explicaba qué quedaba de nosotros cuando no quedaba nada. El hombre era José Saramago y el consuelo su Ensayo sobre la ceguera, que leí casi sin respirar, haciendo equilibrio entre las goteras y a la luz de una vela. Y leí detrás de la novela al hombre, acatando, sin conocerla, la consigna que el escritor propone. Su universo me rescató del naufragio de esa noche y aún después que los techos se volaran definitivamente –sí, se los llevó el viento–, que los chicos se despertaran, que el pánico nos mordiera con sus dientes de rata, seguí arrastrándome con sus ciegos, presa de un pesimismo atroz que sólo se diluyó por la mañana, cuando el viento se llevó también las nubes y desayunamos como lo que éramos: un grupo de sobrevivientes, parecidos a esos que en el libro recuperaban la vista para ver el caos.
Visité a mis muertos con El año de la muerte de Ricardo Reis, me perdí en el agobiante laberinto de Todos los nombres, navegué en La barca de piedra separada de todos los continentes, del tiempo –esa dimensión del tiempo que sólo puede ofrecer un hombre que esperó hasta que la suma de los días que vivió dio 58 años para publicar la primera novela–, durmiendo al ralente como esas parejas que se encuentran en ese libro y hacen el amor y convocan a la magia. ¿Cómo puede alguien construir el mundo con la palabra? La palabra como una herramienta a la que hay que cuidar y limpiar como un mecánico limpia y aceita sus llaves. Y a la vez ¿no es ése el sentido de la palabra, nombrar el mundo y darle vida?
Con el Evangelio según Jesucristo anduve unos días en mundos paralelos. No podía huir del universo Saramago, enfrentada todo el tiempo en la misma barca con dios y el diablo armando el juego del que somos las piezas. Cada vez que terminé uno de sus libros lloré de nostalgia, como si me hubieran expulsado de un mundo privado que por unos instantes fue el mío y yo tuviera que volver, expulsada, refugiada, al mío, al de todos los días y todos los nombres.
Ya sé que amar es amar también un cuerpo, un hombre completo (y el hombre que amo sabe que su nombre está grabado en mi piel), pero éste es un amor por la piedra y no por la estatua, como dice el escritor sobre sus últimos libros. Es un amor que me convoca a las lágrimas porque trae la certeza de haber hallado a un hombre que nombra las cosas para salvarlas de la muerte irremediable del olvido, que no se conforma con asistir a las atrocidades del mundo sino que se compromete con la denuncia, aun cuando la sienta inútil, aun cuando se confiese pesimista. Un “comunista recalcitrante”, se define, cuando el comunismo no existe más que como “un estado del espíritu”, que todavía espera que las circunstancias se modelen humanamente y que prefiere arriesgarse a callar por no caer en “esta especie de apatía que acaba por gangrenarnos la sangre y hacernos a todos más o menos egoístas”. Saramago ya no cree en la identidad de los nombres, pero él nombró a su padre –el empleado del registro civil usó como apellido el apodo que recibía su familia y que el padre asumió como propio cuando llegó la hora de enviar al hijo a la escuela– y rescató a su abuelo contando cómo cuando le llegó la hora de la muerte se despidió de sus árboles –una higuera, un olivo– abrazado a ellos y llorando. “Esto había que contarlo y yo lo hice”, dijo el escritor, hijo y nieto de analfabetos, consciente de que escribe casi con la misma resignación de quien cumple todos los días con un trabajo: “Sufro lo que sufre toda persona que tiene que trabajar, y escribir es para mí un trabajo. Hay que quitar esa idea romántica del escritor que está en su buhardilla, con la luz encendida hasta las tres de la mañana mientras que el pobre burgués que pasa por la calle rumbo a su trabajo dice: allí está el creador, escribiendo... La escritura es un trabajo, y como todo trabajo tiene que estar bien hecho, con sentido y responsabilidad. Cuando uno no sabe lo que quiere sufre”.
Que exista Saramago, para mí, es tener la certeza de que todavía hay un destino posible, un horizonte para la palabra, un remedio posible –tal vez sólo un analgésico– para este dolor que se hunde en la grieta de las injusticias (lamento que la palabra esté devaluada) y que no se conforma. No se conforma.