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refugio para el dolor

Desde el martes y hasta el 31 de mayo, y a medio siglo de la creación del Acnur (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados), se expone en la Galería Rubbers la muestra “Drama y esperanza”, sobre mujeres y niños refugiados. Veinte piezas seleccionadas entre 25.000 fotos de reporteros de todo el mundo reflejan las historias de quienes han sido expulsados de sus hogares, de sus ciudades, de sus países.

Por Sandra Russo

Está sola y tiene miedo. Y tiene hijos. Que tienen hambre. Está en Afganistán, o en Sierra Leona, o en Colombia, o en Somalia, o en Kosovo. Los hombres de su vida no están. Quedaron atrás, vivos o muertos. Ella escapó con sus hijos para salvarse y salvarlos. Quien escapa no elige. Algo la empuja, la obliga a abandonar su tierra conocida, su casa, sus amigos, su tienda, su mercado, su paisaje, el gusto de sus carnes o pescados, el olor de sus legumbres hervidas o rehogadas, el sonido de la siesta, los colores de los autos o de las bicicletas que pasaban por sus calles. Esa mujer huyó probablemente de una guerra en la que no era juez ni parte, apenas blanco móvil, pasto para las balas.
Con la módica suerte de estos casos, habrá encontrado un campo en el que refugiarse. Pero la pesadilla continúa. Ella ha quedado al frente de su familia y no puede perderse en los laberintos de los duelos por su padre, por su marido o sus hermanos. Tal vez, y muy posiblemente, haya sido violada en el camino por guerrilleros o soldados. Y una vez en el campo, tal vez, y muy posiblemente, haya sido violada por hombres refugiados que descargan su furia en los más débiles. Debe velar para que ni sus hijos ni sus hijas pasen por eso. Una eterna, extenuante vigilia tortura a las mujeres refugiadas: el peligro no cesa, y están solas.

Retorno desde Zaire a Ruanda. Foto de Radhika Chalasani, norteamericana.
Refugiada de Liberia en Guinea.
Foto de Bruce Clarke.

Hoy en el mundo hay catorce millones de refugiados y otros veinte millones de personas desplazadas de sus hogares por conflictos de diversa índole e intensidad. De todos ellos, el 80 por ciento son mujeres y niños. Los miembros del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) describen la vida cotidiana de las mujeres en los campos con una crudeza que las redefine como las que más resisten. Empiezan su día haciendo una cola interminable para conseguir agua. El agua es un bien sumamente preciado en el submundo en el que los más pobres, los más débiles, los más desprotegidos del planeta amontonan sus huesos. Con los bidones llenos, soportando su peso, los acarrean hasta su tienda con la esperanza de aliviar a sus hijos. Caminan kilómetros enteros para buscar la leña que les permitirá alimentar a su prole. Con ese fuego, cocinarán algo raro, algo cuyos ingredientes desconocen, lo que les han dado, lo que tengan. Cuando sus niños desesperen y las raíces y las semillas no alcancen para mantenerlos en pie, esas mujeres esperarán días y noches para que los atiendan en centros de alimentación intensiva, en los que cada tres horas los voluntarios les darán sueros nutricios. Ellas no se moverán de al lado de sus catres.
Y si el sueño, si el hambre o la fatiga pueden con ellas y se enferman, no se lo dirán a nadie, rezarán en silencio al dios que elijan para elevarle sus plegarias, porque no pueden darse el lujo de faltarles a sus críos. Si están embarazadas, carecen de hierro y de calcio.
Recién ahora los organismos internacionales de ayuda humanitaria están prestando atención a cosas tan elementales como a la necesidad de proporcionarles a los millones de mujeres refugiadas toallas higiénicaspara que puedan seguir cumpliendo sus tareas mientras están menstruando. Hasta entonces, ellas debían esconderse una semana al mes, uniendo la incomodidad a la vergüenza.
También desde hace poco las voces de mujeres refugiadas han comenzado a ser escuchadas en temas que las implican directamente. Son ellas las que rechazan las legumbres que deben remojarse y cocinarse no menos de tres horas: un absurdo en lugares en los que la cocción se hace en condiciones tan precarias. Son ellas las que pueden calcular, mejor que nadie, cómo se deben racionar el agua, los víveres y el combustible. Ellas saben por qué piden alojamientos separados por sexo, por qué reclaman que las mujeres solas puedan dormir juntas y tranquilas. Saben por qué piden mejor iluminación en sus habitaciones o en las letrinas comunes: son ellas quienes son víctimas de los abusos que se cometen a oscuras.

derecha: Repatriación voluntaria de refugiados de Mozambique. Foto de Liba Taylor.
arriba: Refugiada chadí en el campo Mornei, en Darfur, Sudán. Foto de Liba Taylor, checoeslovaca.
abajo: Niñas en la escuela del campo Asikulam, en Sri Lanka. Foto de Howard Davies, británico.

Del mismo modo, piden también más voluntarias mujeres. Las que han sufrido agresiones sexuales no tienen con quién hablarlo, pertenecen a culturas reacias a hacer ese tipo de confidencias a varones, y guardan en sí un secreto que las tortura permanentemente. Demandan, finalmente, que se las tenga en cuenta a la hora de hablar de repatriación. Normalmente, son los hombres los que son puestos al tanto del estado de cosas en sus países de origen, y los que son enviados a testear la posibilidad del regreso. Las refugiadas exigen voz y voto en un asunto que determinará su propio futuro y el de sus hijos.
En cuanto a los niños y adolescentes, existen en todo el mundo alrededor de once millones de refugiados menores de 18 años. Muchos de ellos no son dueños ni siquiera del recuerdo de sus ciudades o pueblos. Los han olvidado, o han nacido en los campos. La vida que conocen, la única vida que conocen, es ésa entre alambres de púa. Una tristeza crónica se apodera de ellos. Cada uno tiene una historia terrible para contar, pero hablan poco. Sobreviven a algo que desconocen. Ignoran hasta la lógica de la esperanza, ya que no sueñan con volver a un lugar que olvidaron.
Muchos son huérfanos; otros han sido abandonados. Algunos son vendidos para que sus hermanos tengan chance. No existe manera de relatar los días y las noches de estos millones de chicos sin abismarse. Han perdido cosas desde que nacieron: hablan el lenguaje de la pérdida. Narim, de 13 años, nació en Camboya, un lugar que casi no recuerda. Le hablaron toda su vida de un país en guerra al que no se podía regresar. Su hogar es el campo Site 2, en Tailandia. Allí él y sus hermanos fueron abandonados. Antes, su padre cayó en prisión y su madre, para liberarlo, vendió todos los cupones de comida. Luego, vendió a su hermana para pagar la comida de los otros hijos. Cuando salió de la cárcel, el padre regresó a Camboya. La madre se deprimió, y estaba casi todo el tiempo borracha, hasta que las autoridades del campo pusieron a Narim y a sus hermanos en un orfelinato, en el que siguen hoy. Narim contesta, cuando se le pregunta si tiene una esperanza, que le gustaría volver a reunirse con la hermanita que su madre vendió.
Deshilachados, remendados, zurcidos, descocidos y rotos nuevamente, los cuerpos y las almas de estos millones de mujeres y chicos dan testimonio de un mundo atrozmente desigual. Ver las fotos de esas caras, ver esas sonrisas a pesar de todo, de lo que habla es de la resistencia casi insólita de la naturaleza humana. Ellos resisten su infierno. Nosotros debemos resistirles la mirada.