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Julie resiste

La fotógrafa Julie Weisz desertó hace unos años de la vida urbana. Después de que le diagnosticaron su segundo cáncer optó por quedarse a vivir en Santa Ana, un pueblito uruguayo en el que las mujeres tienen un extraño e insistente protagonismo. Allí Julie pelea por su bienestar cotidiano, reformuló su pareja y la convirtió en un matrimonio de week-end y sigue haciendo sus talleres fotográficos.

Por Sandra Chaher

La mesa del comedor es un amontonamiento de sobres, fotografías y papeles entre los que no encuentra lo que quiere mostrar: la obra de estos años, la creación en medio de la crisis. Los autorretratos en los que su piel se desgarra o las frías y electrizantes salas de terapia intensiva. Julie Weisz pasó en la última década por dos enfermedades que la arrancaron de la tierra cual tornado, le dieron mil veces vuelta y la soltaron en un sitio muy lejano. Su vida cambió, sus sueños, su cotidianidad, su lugar de vida. Sólo quedaron en pie el ánimo de lucha, la pasión por la creación y el amor por su marido, el especialista en gastronomía Fernando Vidal Buzzi.
–¿Vivís un poco acá y otro poco en Uruguay?
–No, estoy viviendo en Uruguay –responde instalada en el living antiguo de la casa que el matrimonio mantiene aún en Palermo–. Acá vengo cuatro o cinco días al mes porque tengo controles médicos, pero no porque desee venir tan seguido. Y además, bueno, está mi vieja, que es muy viejita, y vengo a verla. Pero mi casa está allá, mis cosas, mi vida está en ese lugar del Uruguay. Es un balneario que se llama Santa Ana y está a 25 kilómetros de Colonia. Y está rodeado de pueblos chiquitos, con gente que piensa distinto. Ahí me siento muy feliz, realmente.
–¿Cuánto hace que te fuiste?
–En el ‘98, después de la enfermedad y de la operación. En mayo me diagnosticaron un cáncer de colon, yo ya había tenido cáncer de mama en el ‘92, y entonces hice todo lo que los médicos me dijeron: me operé, hice la quimioterapia, y esto produjo un quiebre muy fuerte en mí. El cáncer de mama me había producido una crisis, pero no así.
–¿Qué quedó después de la enfermedad?
–Después del de mama una obra fantástica como la que he hecho, millones de exposiciones (risas), y además yo no sé, creo que pude tener mejor contacto con la gente. En la misma época estuve haciendo una formación en bioenergética, empecé a aprender a pintar con Juan Doffo. Toda la movida fue ir en contra de lo que yo era, que buscaba afuera. Pero parece que no fue suficiente, porque después la ligué de nuevo. A veces creo que hay caminos que recorrer con muchos escalones y dificultades, eso parece que fue lo que me tocó a mí. Cuando fui a Formosa, a buscar la identidad de las mujeres aborígenes, y verlas mirarse en mis fotos, porque nunca se habían visto. La teta, como se ve en una foto, no es otra cosa que un instrumento de alimentación para ellas, que si no fuera porque existen los chicos se les hubieran muerto. No era la cosa estética, decir es grande, chica, parada o caída. Yo hice este trabajo en el ‘89, me caí arriba de lacámara y eso me fisuró el riñón y tuve que estar un mes en cama. Era como si con mi mano me lastimara, porque mi cámara es mi instrumento. Ahí ya sentí que había cosas para modificar, que eso que había pasado era muy fuerte. Fueron como etapas, pero ninguna tan fuerte como la de este último aviso, donde yo dije “lo tengo que escuchar, porque no sé si me da para contar la historia del próximo”.
–El cáncer de colon fue una metástasis del anterior.
–No, es como me dijo un amigo: sacarte la lotería dos veces... una cagada. Pueden ser genéticos, porque tengo antecedentes. Ahora estoy muy sana, pero me controlan y controlan todo el tiempo y yo ya estoy harta de estar en manos de los médicos. Elegí irme de Buenos Aires porque ya no me interesa más nada de todo el ruido que pueda armar yo acá, o que se pueda hacer alrededor mío. Yo tengo un nombre, puedo exponer en donde quiera, había llegado adonde quería: a tener un prestigio y ser conocida... y me fui, a la mierda con todo, no me importa más nada. No estoy haciendo mucha fotografía ahora, me levanto tarde, camino por la playa, y me relaciono con las mujeres de allá de una manera diferente también.


Autoretratos

–¿Qué les das y qué te piden?
–Bueno, el año pasado organicé un grupo para trabajar en la prevención del cáncer. Este año no sé si quiero volver sobre la enfermedad. Invito a gente de acá para que vayan a trabajar con ellas. Marta Lousau, que es psicóloga, hizo el juego de la transformación; también lo llevé a Doffo. Y yo también empecé, y quisiera intensificar, la realización de talleres de creatividad para la gente de acá pero que vengan a hacerlos allá, y también para los de allá, sobre todo los chicos. Tengo también algunos alumnos que van a hacer controles de sus trabajos fotográficos, una vez por mes más o menos, y yo siento que al estar en la naturaleza estoy mucho más perceptiva y conectada. No sé cómo explicarte, no hay ruido, nada que te llene la cabeza, que te moleste o te distraiga.
–¿Tu marido vive con vos?
–No, él vive acá. Es la primera vez en mi vida que vivo sola. El va los fines de semana, pudimos llegar a ese arreglo.
–¿Cómo?
–Es muy interesante (se ríe). Porque yo creo que es gracias a su inteligencia y madurez que podemos hacer esto. La decisión fue mía. A partir de la quimioterapia me iba sintiendo mejor allá, me fui quedando, quedando, vino el verano. Nosotros hace veinte años que estamos juntos y siempre tuvimos una casa en Santa Ana. Y en un momento le dije que necesitaba vivir sola en ese lugar donde no hay sociedad de consumo, no hay nada. Estás en jogging, no tenés que preocuparte por el afuera. El afuera es la naturaleza y la gente te recibe como sos. No tenés que poner esfuerzo. Yo me levanto a la mañana y no tengo presiones, no puedo aceptar nada que me represente una obligación. Es todo un proceso que va cada vez más profundo y yo me siento cada vez más... desnuda, te diría. Un día como hoy estaría frente a la chimenea tomando mate y leyendo, o caminando bajo la lluvia. Y cuando le dije a mi marido que me quería quedar, él planteó que quería seguir trabajando, no tenía intenciones de dejar todo como yo, a la que no le importaba nada era a mí. No me importa nada, nada, y no puedo creer cómo me está pasando esto. Si no voy más a un museo no me va a pasar nada, al contrario, voy a recordar lo que vi. Entonces, eso que para mí era una vida de más, más y más... y creo que eso era lo que me enfermaba. Ahora creo que soy yo, que estoy en mi verdadero ser. Que no es solamente ser una fotógrafa famosa, que al que no te decía que habías hecho una buena foto lo odiabas. ¿Eso era todo? ¿Para eso te rompías el alma?
–Pero quizá no pensarías como hoy lo hacés si no hubieras tenido éxito en lo tuyo.
–Bueno, ahí tocaste un tema, el de la inseguridad. Yo era muy insegura y no me daba cuenta y no valorizaba lo que me estaba pasando. Como que no llegaba a entender que me pasaban cosas buenas también y eran por mérito propio. Siempre tratando de afirmarse y afirmarse... Como si hubiera un tanque vacío, no sé por qué pasa eso, es muy psicológico.
–Habiendo reflexionado tanto tiempo sobre la imagen, ¿qué te pasó cuando las enfermedades pusieron en conflicto tu propia imagen?
–Lloré, lloré, porque te dan una patada en la autoestima y en la omnipotencia tan grande... Pero llorás bien, porque empezás a valorizar otras cosas tuyas que estaban tapadas. Por eso la serie de autorretratos de las máscaras. Era sacarme las que me había ido poniendo toda la vida: para ser una señora gorda, una artista, una intelectual, una fotógrafa simpática, qué sé yo, todos los roles que te ponés.
–Y ahora, ¿hay una palabra que te defina?
–Ahora soy yo, una persona que disfruta del jardín y los pajaritos. Artista, soy artista porque vivo y me siento así. Siento que todo lo que hago tiene que ver con el arte y la creación. Una de las cosas que me encanta trabajar es la creatividad en la gente, porque uno tiene tantos bloqueos, y yo lo viví en carne propia. Muchas veces vienen y te dicen “ya sé sacar fotos, pintar, dibujar, pero no sé qué hacer”. Aprendió todo lo externo, pero no qué le pasa, para qué está en este mundo. Y eso es lo que trato de profundizar en mis talleres en Santa Ana. No tengo límites, muchas veces estuve enseñando esto a los otros pero me costaba a mí. Hoy siento que no los tengo: puedo cortar una foto en pedacitos, pegarla, ponerla en fotocopias, pintar óleo, acuarela, grabado...
–¿Tu marido comprendió lo que necesitabas?
–Comprendió porque se asustó mucho con mi última enfermedad. Y lo que respetan en mí es el esfuerzo para empezar de nuevo. Esa foto, de la mujer embarazada con los velos, en realidad soy yo pariéndome. Por eso la cara tapada, porque puede ser cualquiera de nosotras. Todo el tiempo estás muriendo y renaciendo, y con la pareja hicimos lo mismo. Esa pareja ya no funcionaba, había que replantearla, porque tampoco queríamos separarnos. Y ahora funciona... tenemos mejores etapas que otras. Yo vengo acá y me rayo muchísimo. Fernando lo único que quiere es que me vaya allá porque estoy contenta y él también. Adora estar allá.
–¿Cómo fue el primer contacto con la gente de Santa Ana?
–Para mí fue muy rico, aunque lógico que desde lo cultural hay diferencias. Y me conmueven. El año pasado tuve gripe y me traían el tecito de yuyos, la miel, los bollitos, las compresas. Me recibieron con mucho cariño, y además yo hablé de mi enfermedad. La palabra cáncer antes no se mencionaba ahí. Incluso ahora, como yo quiero participar de la vida comunitaria me dieron un rol: tengo que cobrarles a los argentinos que tienen casa para que se incorporen a la Sociedad de Fomento.
–En los talleres que hacés, ¿participan sólo mujeres?
–Sí, yo quiero trabajar con ellas. Siento que puedo tener un diálogo diferente. Y que además allá la comunidad es de las mujeres. Las uruguayas son las que tienen puestos los pantalones. En Santa Ana las tres inmobiliarias son de mujeres, el almacén más importante también, uno de los hoteles, el lavadero, el bazar.
–¿Qué hacen los hombres?
–Toman mate. Son medio vagonetas. Pero este pueblo me parece que es particularmente femenino. Por algo yo caí ahí y me gustó estar.