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las razones de Ofelia

En 1998 Ofelia Lombardo mató a su marido Ricardo Domínguez para ahorrarle, según declaró, el sufrimiento de saber que se estaba muriendo de un cáncer terminal. Estuvo un año y medio detenida hasta que se le concedió –debido a su avanzada edad– una excarcelación extraordinaria. Hoy sospecha que, cuando disparó tres tiros sobre un hombre dormido y al que amaba, tuvo un “eclipse psicótico”. Pero su relato sigue apoyándose en la literatura: Adolfo Bioy Casares, Humberto Eco, Gabriel García Márquez.

Por Sonia Santoro

Uno no se conoce, incluso para uno mismo es un extraño. Yo no sabía que era capaz de matar, si alguien me hubiera dicho unos meses antes que yo iba a atentar contra mi marido lo iba a mirar como se mira a un loco.” La mujer que habla tiene 77 años, carga unos cuantos kilos de más, que se hacen notorios en su papada, tiene pelo corto y canoso con algunas ondas y sus ojos grises enmarcados por unas cejas casi transparentes que cubre con un par de anteojos. Podría ser una abuela más. Sin embargo, hay un detalle nada menor que la diferencia: asesinó a su marido mientras dormía. En Necochea, se la conoce como la mujer que mató por amor. Y eso dijeron las crónicas periodísticas del mes de abril, cuando le concedieron la excarcelación extraordinaria debido a su edad. Hacía 25 meses y 25 días, el 14 de febrero de 1998 –Día de los Enamorados–, había matado de tres balazos a Ricardo Domínguez para ahorrarle el sufrimiento de saber que se estaba muriendo de un cáncer terminal. Ofelia habla desde la casa de su hijo menor, en Merlo, y desde los 30 kilos que aumentó en la cárcel, con un relato fluido y vivaz. Se declara fervientemente devota –hasta fue profesora de religión por muchos años– y, como tal, dice estar en contra de la eutanasia: “Es una barbaridad lo que he hecho ¿qué pensará de mí la cantidad de gente que tiene a su cargo un enfermo terminal?”. Y dice que no lo volvería hacer, aunque desconfía de la “mentalidad provinciana” que la juzgó duramente porque “no lloraba en el juicio y les parecía fría”.

La decisión
Una sonrisa y una mirada cansada inician la charla en el comedor de la casa de su hijo menor, en la calle Vidt, de Merlo. En la mesa, un ejemplar de la Biblia, y otro de ¿En qué creen los que no creen?, de Umberto Eco. “No es para impresionarte, los estoy leyendo”, se sonríe. Luego, se sienta a la mesa, apoya sus brazos frondosos y se lanza a hablar. “Qué puede decir uno después de haber hecho macanas”, dice, pero ni ella lo cree, durante toda la entrevista hablará a raudales. Lo primero que recuerda es su último encuentro con el médico que trataba a su marido.
Ofelia se acercó al oncólogo con el libro La invención de Morel de Bioy Casares en la mano.
–¿Es operable, doctor? –preguntó.
–Ya no.
–Doctor, no le dé el resultado a mi marido –dijo, como un ruego y ofreciéndole el libro. Ella no quería que Ricardo supiera. El oncólogo le puso la mano en el hombro y le contestó, tranquilizador:
–No se preocupe, hasta el viernes que viene no vamos a tener el diagnóstico. Era sábado 14 de febrero, hacía poco más de un mes y medio que a Ricardo Domínguez, de 61 años, se le había declarado un cáncer pulmonar, en la Navidad de 1997. A principios del ‘98, se internó para hacerse todo tipo de estudios, pero la metástasis se había extendido. El último fue una broncoscopía y le habían dado un alta provisoria mientras esperaban el diagnóstico. “Yo estaba desesperada por pasar ese fin de semana en casa solos y tranquilos y que él no se enterara de que se moría. Y se ve que me perturbé y dije ‘que se muera sin enterarse de que se muere’”; para Ofelia no había que esperar ningún resultado para saber que a su marido le quedaba poco tiempo de vida. “Se derretía como una vela”, grafica.
Con la ayuda de un vecino, fue a buscar a Ricardo al hospital y lo llevó a la casa, en una zona de playa de Necochea. En el camino hizo las compras para cocinarle bifes a la criolla. “Al salir del hospital, él estaba excitado, me pidió un miorrelajante y se lo di. El estudio fue un atentado, ¡fue tan agresivo! Y él me dijo ‘que sea la última vez Ofelia’. Yo no concienticé en ese momento lo que me estaba pidiendo, no sé si me quedó como una orden subliminal, yo no le echo la culpa”, dice.
Ofelia ayudó a su marido a recostarse en una cama colegial que tenían en el comedor, le puso unos almohadones en la cabeza y le encendió el televisor. Pero él se durmió. “Yo cociné con los ojos arrasados de lágrimas. Y cuando abrí un mueble vi el revólver, tal como lo habíamos comprado, en un estuche de telgopor”, dice. Era un 22 largo, que jamás había disparado una bala y Ofelia no había pensado tocar nunca. Pero lo usó. “Mire, este vestido viejo tenía yo –y muestra una foto en la que luce esbelta, junto a su marido–, ya estaba viejo... y le tapé la cara”, por primera vez suelta un par de lágrimas, toma un pañuelo y lo sostiene entre sus manos, en posición de rezo. “El psiquiatra forense se preguntaba si yo quise evitarle a él el dolor de saber que se moría o, como dicen otros, si fue para evitar mi propio sufrimiento. Y, muy tranquilizador, me dijo ‘no vamos a ponernos a hilar muy fino, si es casi lo mismo: no podía soportarlo’. Fue muy muy duro –suspira–. Ricardo era 14 años menor que yo, toda la vida pensé que él me iba a sobrevivir.”
De los tres tiros que le dio a su marido, Ofelia no recuerda nada. Su memoria la remite a lo que pasó después. Fue a lo de su vecina Cecilia, con un jabón y una toalla, a pedirle si podía bañarse. Y tres horas después del asesinato, se lo confesó. Luego habló con la policía. Pero antes de que la vinieran a buscar, como si ya no tuviera nada más que hacer en este mundo, empezó a regalar sus cosas: “el lavarropas, la videocasetera.... creí que me moría”.

En La cárcel
Ofelia se mueve despacio, como arrastrándose. Lleva un saco gris, llamativamente parecido a lo que indica el imaginario sobre la ropa carcelaria, y una blusa blanca con puntillas. Tal vez adoptó el tiempo de la cárcel, que al principio contaba religiosamente y del que después perdió el control. Ella dice que es el corazón que le está fallando, y que pronto se va morir. Pero no actúa como una persona que piense morirse. Tiene una lucidez y una corrección al hablar que sorprenden. Y es una relatora fantástica. De hecho en la cárcel escribió diez cuadernos, especie de diario, en los que relata su vida encerrada y la de sus compañeras; y tiene intenciones de publicarlo.
Fue encontrada “plenamente responsable” del homicidio de su esposo y condenada a doce años de prisión. Estuvo un año y medio detenida en la comisaría de Necochea y el resto lo pasó en la cárcel de Hornos, cerca de la ciudad de La Plata. Hasta que la Cámara de Garantías determinó que le correspondía la excarcelación extraordinaria debido a su edad y a su estado de salud: tiene hipertensión y artritis. Ofelia parece de una fortaleza imperturbable. “A mí la cárcel no me afectó mucho”, dice, y no se sabe si es porque ya no había nada que pudiera afectarla o por esta fuerza casi innata. En Hornos era la presa de más edad y ella supo cómo hacerlo jugar a su favor. “Por más salvajes que fueran las chicas, mi edad les ponía un límite, me trataron bien, jamás limpié mi celda”, relata. Y enseguida la asignaron a la biblioteca, donde cumplía horario de 8 a 18, y hacía lo imposible por conseguir libros de poesías de amor para las “chicas”, los más pedidos. Ahí leyó mucho y releyó también, hasta el cansancio, la Biblia.

La vida en común
Hacía 43 años que vivían juntos y les habían alcanzado sólo dos meses para saber que no podían estar uno sin el otro. Se conocieron un día de octubre de 1955, ella tenía 34 años y él 20, y en diciembre ya se habían casado. “Tenía la diferencia de edad que separaba a Silvina Ocampo de Adolfo Bioy Casares y a la famosa doña Julia del escribidor de Vargas Llosa; ¡claro que él, después que vivió siete años a costillas de la tía, la dejó e incluso la usó, como se dice, para sacarle diez centavos al cadáver de su abuela!”, Ofelia se ríe, explayándose en ejemplos de personajes ilustres, uno de los puntos de fuga a los que recurre en toda la entrevista.
Es abogada, autodidacta en literatura e historia del arte y profesora de religión. Y su marido fue toda su vida comerciante. Tuvieron cuatro hijos, de los cuales, paradójicamente, tres están separados.
Ofelia se regodea hablando de su vida en pareja. “Yo consideraba que lo nuestro era una historia bastante linda de amor. Cuando García Márquez publicó El amor en los tiempos del cólera me regalaron dos ejemplares, porque la familia nos tomaba un poco el pelo. Sólo me queda el consuelo de que Pérez de Ayala, un gran autor español, dice que todo amor que se prolonga en el tiempo resulta un poco ridículo para los demás. Y lo nuestro era más ridículo que todo porque, indudablemente, éramos muy grandes. Nosotros no éramos cursis como para decirnos ‘ay corazoncito’, pero se veía que nos queríamos... Creo que las atenciones en una pareja son buenas, mi marido siempre me regalaba flores, por ejemplo, me gratificaba muchísimo”.
Llegó un momento, dice Ofelia, en que él ya no podía estar separado de ella, “así que tuve que renunciar a las cátedras que daba en colegios secundarios y le hice de acompañante”, dice, como al pasar, y sin dejo de resentimiento pero tampoco de abnegación, como si se tratara de una consecuencia natural del amor.
También casi de soslayo, Ofelia cuenta una anécdota de la cárcel que ilustra claramente la concepción que tenía del matrimonio, como de un lazo inquebrantable. Una compañera estaba afligida porque su marido se había peleado con un hombre y lo había matado y ella se preocupaba por si había querido matarlo o fue sin querer. Entonces, Ofelia dice: “Sus escrúpulos de conciencia no tenían sentido, yo en su lugar hubiera dicho ¿dónde hay que esconder el cadáver, ¡yo no me voy a estar cuestionando ni voy a cuestionar a mi marido!”.
“Admiro el amor de mi marido hacia mí –continúa–, a pesar de que yo tenía un gran amor hacia él, porque tenía una capacidad afectiva que no se encuentra en todas las personas. Yo agradezco a Dios porque mujeres mejores que yo no han tenido los homenajes que he tenido. Eso lo sabe mi hijo, él dijo ‘si mi madre se hubiera muerto, en lugar de mi padre, él se hubiera suicidado’”. Evidentemente, ella es una mujer de carácter. Y desde el principio tuvo el control en la relación. El gritaba, protestaba y ella no le contestaba jamás pero, naturalmente, hacía lo que quería.
Y este último acto, matar a su amor, requería de la firmeza y el coraje que en esa pareja sólo tenía Ofelia. Ella no dudó, sabía lo que tenía quehacer. Y sentía que era la única forma de terminar con el sufrimiento de los dos. Su decisión no fue planificada, dice, apareció de la mano de lo que ella llama “un eclipse psicótico” y después tuvo dos años para arrepentirse. Pero las cosas quedaron tal y como los dos querían, aunque él no hubiera tenido la oportunidad de decidir.