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La escuela de los deseos desobedientes

Se acaba de reeditar “El imperio de los sentimientos”, un libro de Beatriz Sarlo que analiza narraciones de circulación periódica en la Argentina de los años 20. Publicado por Catálogos a principios del gobierno democrático y dentro de la colección Las armas de la crítica, dirigida por David Viñas, el texto apostaba a recuperar una Argentina adonde la máquina cultural podía generar, incluso a través de las novelas rosa, lecturas capaces de despertar disposiciones libertarias con las que luego se podía hacer lo que a cada uno/a se le diera la gana.

Por María Moreno

Cuando pasado un momento, y confiada Felina por la actitud pasiva de su padrino, se acercó a él con el mate en la mano para servirle, este, que sólo parecía haber estado esperando aquella ocasión, la tomó súbitamente de la cintura y, forzándola a sentarse en sus rodillas, comenzó a besarla con apasionada furia, estrujándola contra su cuerpo tembloroso, torpe y lascivo, como un viejo sátiro poseído por la locura”. Los ojos de Beatriz Sarlo iban de izquierda a derecha y de derecha a izquierda como las lectoras con la boca pintada en forma de corazón que intentaba evocar en su lectura. Hoy, dice que se hubiera sonreído sino se hubiera impuesto leer 600 novelas para investigar una literatura de la felicidad que apareció en las primeras décadas del siglo y que ella analizó en la década del 80. El resultado fue El imperio de los sentimientos , reeditado hoy por Norma. Las protagonistas de esas peripecias gráficas, llamadas Felina, Racelda o María Esther, solían vivir su caída ante un público que la compraba encuadernada en libritos que por lo general incluían la palabra novela (La novela semanal, La novela universitaria, La novela para todos) de las que llegaban a agotarse 300.000 ejemplares.
Beatriz Sarlo es insospechable de tener el menor gusto acrítico por el kistch, las razones de su elección son otras.
–Este libro debería leerse un poco con Una modernidad periférica y La imaginación técnica que son libros que tienen que ver con cómo fue la modernización en la Argentina: por qué, por ejemplo en la década del 10 y en la del 20, había un público lector integrado por mujeres y hombres jóvenes que recién accedían a la literatura, formaban parte de la industria cultural y ese público coincidía con la existencia de la vanguardia. ¿Qué clase de conflictos y articulaciones se armaban? Era un período fascinante de la Argentina que, visto en 1983 cuando yo empecé a trabajar los textos de La imaginación técnica, me hicieron pensar que a lo mejor la democracia podía trazar líneas hacia atrás, a ese país muy galavanizado alrededor de ciertos fenómenos culturales, es decir que la Argentina podía no haber perdido el tren que, yo creo, hoy perdió definitivamente. ¿Podía recuperarse algo de ese país? Me preguntaba en los ochenta. La pregunta estaba equivocada, eso estaba clausurado. Pero de alguna manera esa pregunta equivocada me comunicaba con el presente: ¿qué hay en el pasado? No, ¿qué hay de terrible en el pasado?, que también fue una pregunta de ese momento, sino qué hubo de interesante en ese pasado, qué de moderno y de liberador para algunos sectores que podía transferirse, de la manera en que se transfieren las cosas, al presente. Ahí arranqué.
–¿Cómo definiría lo moderno?
–Para la Argentina, moderno es un moderno sociológico. La incorporación de la inmigración a la ciudadanía, el haber prácticamente terminado un proceso de alfabetización de los sectores populares en 1920, la existencia de algunas grandes ciudades como Rosario y Buenos Aires. El contar con un sistema de medios y una industria cultural muy de punta. Crítica desde fines del ‘18, ‘19, El mundo desde 1927 son los diarios absolutamente contemporáneos a los del ciudadano Kane. En los 30 hay 600 salas de cine. Era como si algunos procesos de modernización económica y modernización social se hubieran encontrado con procesos de renovación y ampliación cultural y estética. En el medio de eso el surgimiento de las vanguardias del 20. Hay ahí una configuración que evoca la modernidad en un país en donde 50 años antes no existía. Porque en 50 años se reconfigura una nación y una nación que hace pensar que está puesta en un camino donde están otros países –quizás pequeños– de Europa. Eso sería la modernidad, esa coexistencia de industria cultural y elite de vanguardia. No sólo había un Girondo, un Borges o un Marechal sino que existía el marco de una industria cultural, de la que estas novelitas son producto y de las que había semanas que circulaban hasta 200.000 ejemplares. Era una explosión, un bing bang narrativo.

El hecho de que Sarlo tuviera un tío que escribió alguna de estas novelas no la invita a la mitología familiar, ni ella parece tener el menor interés por armarse una genealogía anclada en algún miembro del extravagario argentino que estudió en su libro La imaginación técnica, es decir no se presta a colaborar con que alguien insinúe siquiera un bocadillo de su “novela familiar crítica”. Partidaria de la separación entre lo público y lo privado, lo máximo que ha dicho públicamente de sí misma ha sido (La vocación de Luis Tonelli) en tono de solfa: “Yo quería ser una intelectual, y una intelectual para mí era una mujer interesante que se vestía diferente, escuchaba jazz, fumaba y tomaba whisky. Exactamente lo opuesto de lo que eran mi madre o mis tías”. De esa definición sociológica le queda un cabello encrespado como el que la feminista Germaine Greer prendió fuego cuando pasó la época de quemar corpiños.
–Curiosamente cuando terminé el libro me mandaron esta novela firmada por un tío mío. Y cuando cerré el libro no lo hice para el lado de la historia personal sino diciendo que la salida de estas ediciones eran una fábrica no sólo impresionante de textos sino de escritores. Se diría que no eran novelas que un lector no pudiera escribir. Por otra parte estaba la fantasía del batacazo ahí en el medio. Así como Horacio Quiroga se puso a hacer una colección de novelas semanales, lo hizo porque pensó que si había algo de la profesionalización del escritor, había plata. No sé si hubo plata, pero hubo muchísimos empresarios a los que les fue bien porque algunas tienen muchísima continuidad. Hay series que se mantienen diez o doce años. Otras desaparecen en el número 15 o el número 20. Empresarios que ganaron plata es muy probable que hubiera habido, aunque la fantasía del batacazo no se corresponde con la existencia de plata en algún lugar sino que, a través de la escritura también se puede lograr cierta figuración. A eso se unía que todos llevaban la foto del autor o de la autora en tapa. Lo cual era la versión de la revista Caras de 1920. Entonces los diarios no eran ilustrados, ni la iconografía de los escritores algo tan del consumo cotidiano como es hoy, entonces esa foto en tapa de alguna manera creaba una identidad. Cuando recibí esta novela firmada por Edmundo Sarlo Sabajanes, mi tío, que después no siguió escribiendo –más bien quería escribir una gramática que jamás escribió–, ahí yo empecé a pensar que efectivamente gente que estaba muy en el borde del sistema literario, que quizás no conocieran personalmente escritores o que conocieran escritores que estaban el borde, podían fantasear que la escritura era un camino. Por otra parte era un camino para mujeres, había muchas escritoras. Porque es un camino más sencillo, menos competitivo. Como pertenecer a la industria cultural no tiene crítica ni grandes nombres que digan qué es lo bueno y qué es lo malo, ni grandes señalamientos, carece de mapa. Y algunas tuvieron bastante éxito.
–En la literatura del 80 la lectora aparece como un personaje potencialmente peligroso.
–Lo que los autores del 80 ven y temen es la quiebra de los principios religiosos en la regulación de la vida cotidiana. Porque las mujeres que quiebran los principios religiosos adquieren una cierta potestad sobre el propio tiempo. Eso se refuerza con que aumenta el tiempo de ocio, con la tecnificación de lo cotidiano, primero para las capas medias y después va cayendo hacia abajo. De mi abuela que tenía que hachar leña para cocinar a sus hijas que ya no tenían que hacerlo aumenta el tiempo que no está regulado por el ritmo de ninguna institución. Ya la salida a la puerta es el mundo público porque ahí está el entrecruce de las miradas. El aumento del tiempo libre lleva a la mujer a la puerta y de la puerta a la calle. Y no para que vaya a trabajar ni para que se comporte igualitariamente con los hombres. La salida es ya lo que aparece como peligroso.
–Usted sugiere que a estas novelas no las leían sólo las mujeres.
–Me limité a entrevistar a algunos viejos que todavía habían agarrado esas novelas y lo que me dijeron fue “yo no las leía, las leían mis hermanas”, pero inmediatamente empezaban a recordarlas. Con lo cual –como todo viejo miente respecto de sus recuerdos– uno piensa que, si las recordaban tan vívidamente –algunas de ellas fueron verdaderos best sellers que después pasaron a ser películas como La vendedora de Harrods-, es probable que no fueran sólo leídas por las mujeres, que esas novelas entraran a las casas traídas por los hombres destinadas a las mujeres y de una manera más o menos secreta ellos también las leían. Cuando los diarios las atacaban lo hacían como literatura de adolescentes calenturientos, no como literatura de mujeres. La preocupación en ese caso eran los jóvenes. Estas críticas subrayaban bien un rasgo que las novelas tienen y es que se permiten una cierta mostración del erotismo. Algo tan reprimido en la literatura argentina. En estas novelas está más que esbozado, si bien la mujer que se entrega en el final de la novela siempre recibe su castigo, todo el proceso que lleva a la entrega y sigue después de la entrega tiene fragmentos o vetas eróticas. Entonces no es tan descabellado pensar que tenían un uso juvenil. Lo que me llamó la atención fue que trabajaban con algo fascinante que es la cuestión del incesto. En realidad lo que marca esto es una sociedad donde la familia moderna con padre, madre e hijos todavía no se había establecido del todo, había familias ampliadas con tipos que tenían hijos cuya existencia otros hijos ignoraban. Y entonces siempre estaba la fantasía social de que un medio hermano pudiera enamorarse de una medio hermana y se entrara en una relación incestuosa. Esa fantasía que marca como recién la Argentina estaba estableciendo sus instituciones modernas es una fantasía muy fuerte en estas novelas. Una fantasía que podía tener anclajes inmigratorios, de esos inmigrantes que llegaban solos y armaban una familia en la Argentina y luego esa familia que quedaba en Italia se las arreglaba de algún modo para aparecerse aquí; había mayordomos y administradores de estancia que tenían una en Buenos Aires y otra en el campo. Entonces las mujeres de Buenos Aires terminaba criando hijos que habían sido traídos del campo a esas casas legítimas sin decirles que eran medios hermanos de los hijos legítimos. O sea los libritos marcan todavía un momento donde la institución familiar no terminó de cuajar. Con esto no quiero decir que había incestos en la realidad.

Yo no sé qué me
han hecho tus ojos
Bajo títulos rigurosamente custodiados por signos de admiración y en los contenidos que omitían describir fenómenos producidos de la cintura para abajo, el deseo transmitía sus consignas en clave. Venus no era entonces un canal de cable sino un folleto en cuya portada la foto del autor vendía una seriedad de contrabando.
–Usted sugiere que en estas novelitas el lunar, como zona erótica, sería una manera de aludir al pezón. En la literatura del 80, las novelas de Eugenio Cambaceres, por ejemplo, erotizan el bigote femenino. El bozode las grandes divas, siempre elogiado sobre bocas pulposas, ¿aludiría al pubis?
–Hay todo un ideal de belleza que estaba funcionando y que estaba funcionando alegóricamente.
–Otra zona muy valorada era la ojera como signo de disipación, de que una mujer había dedicado la noche al amor, o, si eran vírgenes como promesa de sensualidad.
–Como signo de disolución, pero también como marca del maquillaje. La marca de disolución es una contraseña social. Victoria Ocampo cuenta que una vez cuando tenía más de veinte años la hicieron levantar de la mesa porque tenía los labios pintados. Cuando ella tenía más de 20 años quiere decir, alrededor del 10. Allí había en la ojera, en el lunar, que también podía ser pintado con maquillaje, un límite que se transgredía. El maquillaje estaba funcionando como una contraseña.
–Es sorprendente cómo Victoria Ocampo utiliza para escribir la historia de su gran amor en La rama de Salzburgo el estilo de estas novelitas.
–El lenguaje del amor está vinculado de alguna manera a lo menor. Victoria Ocampo, cuando le dice a Julián Martínez a tal hora del día leamos tal libro. Eso es una hipercodificación del lenguaje del amor que tiene que ver con el lenguaje de las flores, de la ucronía que es el amor. Porque el amor es un recorte, dentro del tiempo, de un tiempo que no pertenece al tiempo. Y es un tiempo ucrónico donde los amantes, a pesar de estar en espacios paralelos, están viviendo en el mismo espacio-tiempo. Entonces, suele aparecer ese ámbito totalmente clausurado y público que es el ámbito de la mirada. Cuando dos enamorados se miran tiene que ver con esa separación dentro del espacio y el tiempo. Porque una ucronía es la utopía de un tiempo ideal. Y ese tiempo está sustentado en esos lenguajes. Es lo que hacía Victoria Ocampo cuando le decía a Julián: “Lea a Colette a tal hora”. Porque del amor era muy difícil hablar abiertamente, una de las formas de hacerlo era la literatura. Estamos pensando en una sociedad que quería normalizarse en la institución familiar a través de determinado tipo de descendencia legítima entre padres e hijos, tanto en los sectores altos como en los populares. Si la modernidad era también normalizarse, el lenguaje del amor es el que permite fisurar las barreras de la normalización para reservar espacios que queden libres de ella. Y ahí vuelvo al tema del erotismo, porque el erotismo que tenían estas novelitas también creaba ese espacio atópico donde la literatura servía para comunicar todo lo que era difícil de comunicar según otros discursos sociales. Por eso no es extraño que me haya interesado por esto. Porque, aunque parezca una de las formas más obvias del entretenimiento, tiene elementos que funcionaron en un curso de aprendizaje de las costumbres impuestas y también contestando y refutando a esas costumbres impuestas. De hecho, su desaparición en la década del 30 marca que se cierra una etapa que va a ser cubierta por otras formas de la literatura y del entretenimiento. Por ejemplo, formas técnicas como el cine.
–También me parece que hay algo en común con la literatura del 80 en cuanto a ciertas insistencias. Por ejemplo el castigo por la mezcla, por ejemplo del señorito con la china, del viejo con la joven que está en pos de su dinero, de la prostituta con el cliente. También ahí había una intención normalizadora, pero no se hablaba de amor sino de deseo. Era el deseo el que generaba mezclas desgraciadas.
–Yo creo que donde se diferencian estos textos posteriores es que al pertenecer a la industria cultural tienen un interés puesto en el entretenimiento muy fuerte. A través de ellos el entretenimiento pasa a ser algo legítimo, habla de un nuevo público y de que ese nuevo público no se relaciona con la literatura de una manera tan ideológica y programática como el público de la literatura del 80. Marca el surgimiento de gente diferente que va a tener con el mundo de lo simbólico, con el arte, con la literatura, una relación fundamentalmente de entretenimiento. A pesar deestar cruzadas con normativas, con prohibiciones, con reglas, las novelas de El imperio de los sentimientos mantienen algo que es del orden de la ensoñación. En cambio la literatura del 80 no es una literatura que les proporcione eso a sus lectores.
–¿Qué significa para usted eso que señala: el uso de una estética anterior como el posromanticismo. Cuando los escritores eran naturalistas, las mujeres escribían también desde el posromanticismo. Y no creo que la explicación sea el pudor.
–Yo creo que es porque es algo que ya se ha aprendido. En el caso de las mujeres, en el caso de los que recién llegan al campo de la literatura, las habilidades que se aprenden son las que están plenamente establecidas, las que tienen una retórica totalmente codificada. Por otra parte era más fácil codificar una retórica posromántica que una naturalista que obliga a otras operaciones. Porque una retórica posromántica es una retórica que está muy pegada a cierto expresivismo. Y con formas, figuras, metáforas muy establecidas, paquetes de estética que se puede comprar llave en mano. Frente a la experimentalidad que podía tener Lunario sentimental en ese momento al margen de la calidad poética de Lugones o la complejidad de construcción de las Odas seculares que además tienen todo un repertorio clásico en el cual están tramadas y pensadas, la retórica posromántica pedía menos tanto desde sus lectores como de sus escritores.

¡Ah, qué best sellers
aquellos!
En El imperio de los sentimientos Sarlo cita extensamente La pianista, un texto de González Arrili que bien podría ser el retrato de una “novelera” periódica: “La niña pianista no llegaba a profesional; quedábase en aficionada que ponía ‘su alma’ en la punta de los dedos y transmitía a las teclas una vibración que en cada caso era distinta... Si alguna noche grande la pianista de la casa tenía el alma preparada para las interpretaciones famosas, corría la cuadra el aire lleno de notas arrancadas –bien dicho está: arrancadas–, al pentagrama de Chopin. (...) Los valses cantados hacían su furor y les ganaban por largas distancias a las vidalitas o estilos que pudiera machacar cualquier muchacha enamorada por tercera o cuarta vez. Los valses cantados tenían todo lo que hay que tener para merecer la predilección de las porteñas: ligereza, fuerza emotiva, versos hamacados, con ondas prolongadas, robustas de ecos soñadores”.
–Un ama de casa de los años 20 conocía los clásicos musicales por las partituras, recitaba por lo menos las rimas de Bécquer, podía asistir a conferencias en alguna sociedad de fomentos. Nada que ver con la Doña Rosa que hoy imagina Neustadt.
–Es que era gente que se tenía que procurar el entretenimiento produciéndolo en el mismo momento en que se lo procuraba. Recién cuando llegan los medios orales y luego audiovisuales el entretenimiento viene fuera de la esfera en donde se lo consume. Pero en ese momento para bailar había que tocar el piano. Porque incluso, cuando vinieron el fonógrafo y los rollos de pianola, eso significaba una inversión que los sectores medios y populares no hacían de movida. Por eso digo que, al margen de la industria cultural que era solamente escrita, otro tipo de entretenimiento debía ser producido por los que se entretenían con él. Eso se ha terminado salvo en algún bolsón rural.
–Niní Marshall o los hermanos Aída y Jorge Luz deben ser producto de esa cultura.
–Sí, porque ese tipo de artistas tenía que ser extremadamente diestro. Ellos reproducían la necesidad de ser su propia orquesta.

El imperio de los sentimientos sería también un imperio pedagógico ya que hacia el final del libro hay una apuesta a que la educación sentimental por entregas (en el doble sentido de la palabra) incluía una vida clandestina más evidente en los años en que el libro fue escrito, adonde aún el tinellismo cultural no había cristalizado en una puesta en escena que ordena que deseos y sentimientos deban ser disciplinados en una también periódica novateada virtual. A través de esas lecturas populares de los 20, según Sarlo “miles de lectores experimentaron un placer que, si no los enfrentaba con la dificultad ardua de la belleza, para decirlo con palabras de Baudelaire, los entrenaba en la lectura de discursos. Si no los sumergía en un universo problemático y denso de contradicciones, les proporcionaba sus primeras, quizás, experiencias literarias de la adolescencia o de la juventud. La aceptación de lo ficcional, el placer en la estetización del relato son condiciones para que otros posibles narrativos y estéticos sean aceptados”.
–Yo creo que la lectura es un aprendizaje total, una máquina que crea disposiciones libertarias que después, si se quiere, permite hacer otras. Entonces cuando uno ve que en paralelo con estas novelitas en la década del 20, y muy tumultuosamente en la década del treinta, empiezan a salir todas las ediciones populares de Tor, Espasa Calpe y Claridad que son miles y miles de ejemplares, puede profetizar no que cambió un público por otro sino que los públicos se pasaban. Hoy es más difícil pasar de un programa de Nico Repetto a cualquier otra cosa.
–Pero sigue afirmándose que las mujeres leen muchísimo aunque se las acuse de leer gran parte de los libros de autoayuda.
–De lo que podemos estar seguras es de que las mujeres leen más. Y eso tiene que ver con rasgos culturales que se vinculan más con la ensoñación que es un lugar de mujer. Que los hombres ocupan vicariamente y ocupan denegándolo. Las mujeres consumen más productos simbólicos. Por otra parte, si uno pudiera hacer una comparación de catálogos entre las grandes editoriales populares de la década del 30 y del 40, eran más amplios, más inclusivos, producían mejores productos en traducciones peores y en libros materialmente horribles. Otra cuestión es la de los best sellers de la época. Por ejemplo El matrimonio perfecto del Dr. Van de Velde –todos hemos aprendido ahí algunas destrezas– era un texto cientificista, es decir que tenía una armazón discursiva más sólida en comparación con cualquiera de los libros de hoy sobre las zonas erógenas privilegiadas, por ejemplo, adonde también entran el irracionalismo, el animismo, el teísmo y la curación por las piedras.
–También los best sellers de los años sesenta tenían estructuras muy complejas en relación con los de hoy. Si se piensa en Los burgueses, de Silvina Bullrich, El incendio y las vísperas, de Beatriz Guido, o La señora Ordóñez, de Martha Lynch.
–Creo que Beatriz Guido en La casa del ángel redescubre la narrativa de la clase alta argentina. También es quien produce un cambio importante en la obra de Leopoldo Torre Nilsson. En El incendio y las vísperas hay una escena donde aparece Juan Duarte tomando sol en el Jockey Club y que dice algo así como “tenía esa piel del color blanco lechoso del que sólo había tomado sol en el río”. Si uno piensa en los best sellers contemporáneos no es una novela despreciable.
–En las notas periodísticas en donde se da cuenta de un público lector mayoritariamente femenino no deja de haber un matiz de alarma.
–Eso ya empezó en el siglo XVIII. Rousseau en uno de los prólogos a La nueva Eloísa dice: “Las novelas no son perjudiciales para las mujeres jóvenes dado que no deben leerlas”. Que es como decir “si hay una mujer joven que está leyendo una novela es porque ya se ha perdido. No es que esta novela la pierda”. Es que la ensoñación no es sólo enajenación, de ahí es que se la señale como peligrosa. Por eso lo que valió la pena es el esfuerzo de no considerar estas publicaciones sólo sociológicamente. Lo que valió la pena es poner una escritura al servicio de aquella otra escritura de hace 50 años. Para leer estas novelas trabajé contra las hipótesis marxistas clásicas de que toda ensoñación es alienación. Un material de la ensoñación es un material de la libertad.