Cuando pasado un
momento, y confiada Felina por la actitud pasiva de su padrino, se
acercó a él con el mate en la mano para servirle, este,
que sólo parecía haber estado esperando aquella ocasión,
la tomó súbitamente de la cintura y, forzándola
a sentarse en sus rodillas, comenzó a besarla con apasionada
furia, estrujándola contra su cuerpo tembloroso, torpe y lascivo,
como un viejo sátiro poseído por la locura. Los
ojos de Beatriz Sarlo iban de izquierda a derecha y de derecha a izquierda
como las lectoras con la boca pintada en forma de corazón que
intentaba evocar en su lectura. Hoy, dice que se hubiera sonreído
sino se hubiera impuesto leer 600 novelas para investigar una literatura
de la felicidad que apareció en las primeras décadas
del siglo y que ella analizó en la década del 80. El
resultado fue El imperio de los sentimientos , reeditado hoy por Norma.
Las protagonistas de esas peripecias gráficas, llamadas Felina,
Racelda o María Esther, solían vivir su caída
ante un público que la compraba encuadernada en libritos que
por lo general incluían la palabra novela (La novela semanal,
La novela universitaria, La novela para todos) de las que llegaban
a agotarse 300.000 ejemplares.
Beatriz Sarlo es insospechable de tener el menor gusto acrítico
por el kistch, las razones de su elección son otras.
Este libro debería leerse un poco con Una modernidad
periférica y La imaginación técnica que son libros
que tienen que ver con cómo fue la modernización en
la Argentina: por qué, por ejemplo en la década del
10 y en la del 20, había un público lector integrado
por mujeres y hombres jóvenes que recién accedían
a la literatura, formaban parte de la industria cultural y ese público
coincidía con la existencia de la vanguardia. ¿Qué
clase de conflictos y articulaciones se armaban? Era un período
fascinante de la Argentina que, visto en 1983 cuando yo empecé
a trabajar los textos de La imaginación técnica, me
hicieron pensar que a lo mejor la democracia podía trazar líneas
hacia atrás, a ese país muy galavanizado alrededor de
ciertos fenómenos culturales, es decir que la Argentina podía
no haber perdido el tren que, yo creo, hoy perdió definitivamente.
¿Podía recuperarse algo de ese país? Me preguntaba
en los ochenta. La pregunta estaba equivocada, eso estaba clausurado.
Pero de alguna manera esa pregunta equivocada me comunicaba con el
presente: ¿qué hay en el pasado? No, ¿qué
hay de terrible en el pasado?, que también fue una pregunta
de ese momento, sino qué hubo de interesante en ese pasado,
qué de moderno y de liberador para algunos sectores que podía
transferirse, de la manera en que se transfieren las cosas, al presente.
Ahí arranqué.
¿Cómo definiría lo moderno?
Para la Argentina, moderno es un moderno sociológico.
La incorporación de la inmigración a la ciudadanía,
el haber prácticamente terminado un proceso de alfabetización
de los sectores populares en 1920, la existencia de algunas grandes
ciudades como Rosario y Buenos Aires. El contar con un sistema de
medios y una industria cultural muy de punta. Crítica desde
fines del 18, 19, El mundo desde 1927 son los diarios
absolutamente contemporáneos a los del ciudadano Kane. En los
30 hay 600 salas de cine. Era como si algunos procesos de modernización
económica y modernización social se hubieran encontrado
con procesos de renovación y ampliación cultural y estética.
En el medio de eso el surgimiento de las vanguardias del 20. Hay ahí
una configuración que evoca la modernidad en un país
en donde 50 años antes no existía. Porque en 50 años
se reconfigura una nación y una nación que hace pensar
que está puesta en un camino donde están otros países
quizás pequeños de Europa. Eso sería
la modernidad, esa coexistencia de industria cultural y elite de vanguardia.
No sólo había un Girondo, un Borges o un Marechal sino
que existía el marco de una industria cultural, de la que estas
novelitas son producto y de las que había semanas que circulaban
hasta 200.000 ejemplares. Era una explosión, un bing bang narrativo.
El
hecho de que Sarlo tuviera un tío que escribió alguna
de estas novelas no la invita a la mitología familiar, ni ella
parece tener el menor interés por armarse una genealogía
anclada en algún miembro del extravagario argentino que estudió
en su libro La imaginación técnica, es decir no se presta
a colaborar con que alguien insinúe siquiera un bocadillo de
su novela familiar crítica. Partidaria de la separación
entre lo público y lo privado, lo máximo que ha dicho
públicamente de sí misma ha sido (La vocación
de Luis Tonelli) en tono de solfa: Yo quería ser una
intelectual, y una intelectual para mí era una mujer interesante
que se vestía diferente, escuchaba jazz, fumaba y tomaba whisky.
Exactamente lo opuesto de lo que eran mi madre o mis tías.
De esa definición sociológica le queda un cabello encrespado
como el que la feminista Germaine Greer prendió fuego cuando
pasó la época de quemar corpiños.
Curiosamente cuando terminé el libro me mandaron esta
novela firmada por un tío mío. Y cuando cerré
el libro no lo hice para el lado de la historia personal sino diciendo
que la salida de estas ediciones eran una fábrica no sólo
impresionante de textos sino de escritores. Se diría que no
eran novelas que un lector no pudiera escribir. Por otra parte estaba
la fantasía del batacazo ahí en el medio. Así
como Horacio Quiroga se puso a hacer una colección de novelas
semanales, lo hizo porque pensó que si había algo de
la profesionalización del escritor, había plata. No
sé si hubo plata, pero hubo muchísimos empresarios a
los que les fue bien porque algunas tienen muchísima continuidad.
Hay series que se mantienen diez o doce años. Otras desaparecen
en el número 15 o el número 20. Empresarios que ganaron
plata es muy probable que hubiera habido, aunque la fantasía
del batacazo no se corresponde con la existencia de plata en algún
lugar sino que, a través de la escritura también se
puede lograr cierta figuración. A eso se unía que todos
llevaban la foto del autor o de la autora en tapa. Lo cual era la
versión de la revista Caras de 1920. Entonces los diarios no
eran ilustrados, ni la iconografía de los escritores algo tan
del consumo cotidiano como es hoy, entonces esa foto en tapa de alguna
manera creaba una identidad. Cuando recibí esta novela firmada
por Edmundo Sarlo Sabajanes, mi tío, que después no
siguió escribiendo más bien quería escribir
una gramática que jamás escribió, ahí
yo empecé a pensar que efectivamente gente que estaba muy en
el borde del sistema literario, que quizás no conocieran personalmente
escritores o que conocieran escritores que estaban el borde, podían
fantasear que la escritura era un camino. Por otra parte era un camino
para mujeres, había muchas escritoras. Porque es un camino
más sencillo, menos competitivo. Como pertenecer a la industria
cultural no tiene crítica ni grandes nombres que digan qué
es lo bueno y qué es lo malo, ni grandes señalamientos,
carece de mapa. Y algunas tuvieron bastante éxito.
En la literatura del 80 la lectora aparece como un personaje
potencialmente peligroso.
Lo que los autores del 80 ven y temen es la quiebra de
los principios religiosos en la regulación de la vida cotidiana.
Porque las mujeres que quiebran los principios religiosos adquieren
una cierta potestad sobre el propio tiempo. Eso se refuerza con que
aumenta el tiempo de ocio, con la tecnificación de lo cotidiano,
primero para las capas medias y después va cayendo hacia abajo.
De mi abuela que tenía que hachar leña para cocinar
a sus hijas que ya no tenían que hacerlo aumenta el tiempo
que no está regulado por el ritmo de ninguna institución.
Ya la salida a la puerta es el mundo público porque ahí
está el entrecruce de las miradas. El aumento del tiempo libre
lleva a la mujer a la puerta y de la puerta a la calle. Y no para
que vaya a trabajar ni para que se comporte igualitariamente con los
hombres. La salida es ya lo que aparece como peligroso.
Usted sugiere que a estas novelas no las leían sólo
las mujeres.
Me limité a entrevistar a algunos viejos que todavía
habían agarrado esas novelas y lo que me dijeron fue yo
no las leía, las leían mis hermanas, pero inmediatamente
empezaban a recordarlas. Con lo cual como todo viejo miente
respecto de sus recuerdos uno piensa que, si las recordaban
tan vívidamente algunas de ellas fueron verdaderos best
sellers que después pasaron a ser películas como La
vendedora de Harrods-, es probable que no fueran sólo leídas
por las mujeres, que esas novelas entraran a las casas traídas
por los hombres destinadas a las mujeres y de una manera más
o menos secreta ellos también las leían. Cuando los
diarios las atacaban lo hacían como literatura de adolescentes
calenturientos, no como literatura de mujeres. La preocupación
en ese caso eran los jóvenes. Estas críticas subrayaban
bien un rasgo que las novelas tienen y es que se permiten una cierta
mostración del erotismo. Algo tan reprimido en la literatura
argentina. En estas novelas está más que esbozado, si
bien la mujer que se entrega en el final de la novela siempre recibe
su castigo, todo el proceso que lleva a la entrega y sigue después
de la entrega tiene fragmentos o vetas eróticas. Entonces no
es tan descabellado pensar que tenían un uso juvenil. Lo que
me llamó la atención fue que trabajaban con algo fascinante
que es la cuestión del incesto. En realidad lo que marca esto
es una sociedad donde la familia moderna con padre, madre e hijos
todavía no se había establecido del todo, había
familias ampliadas con tipos que tenían hijos cuya existencia
otros hijos ignoraban. Y entonces siempre estaba la fantasía
social de que un medio hermano pudiera enamorarse de una medio hermana
y se entrara en una relación incestuosa. Esa fantasía
que marca como recién la Argentina estaba estableciendo sus
instituciones modernas es una fantasía muy fuerte en estas
novelas. Una fantasía que podía tener anclajes inmigratorios,
de esos inmigrantes que llegaban solos y armaban una familia en la
Argentina y luego esa familia que quedaba en Italia se las arreglaba
de algún modo para aparecerse aquí; había mayordomos
y administradores de estancia que tenían una en Buenos Aires
y otra en el campo. Entonces las mujeres de Buenos Aires terminaba
criando hijos que habían sido traídos del campo a esas
casas legítimas sin decirles que eran medios hermanos de los
hijos legítimos. O sea los libritos marcan todavía un
momento donde la institución familiar no terminó de
cuajar. Con esto no quiero decir que había incestos en la realidad.
Yo
no sé qué me
han hecho tus ojos
Bajo títulos rigurosamente custodiados por signos
de admiración y en los contenidos que omitían describir
fenómenos producidos de la cintura para abajo, el deseo transmitía
sus consignas en clave. Venus no era entonces un canal de cable sino
un folleto en cuya portada la foto del autor vendía una seriedad
de contrabando.
Usted sugiere que en estas novelitas el lunar, como zona
erótica, sería una manera de aludir al pezón.
En la literatura del 80, las novelas de Eugenio Cambaceres, por ejemplo,
erotizan el bigote femenino. El bozode las grandes divas, siempre
elogiado sobre bocas pulposas, ¿aludiría al pubis?
Hay todo un ideal de belleza que estaba funcionando y que estaba
funcionando alegóricamente.
Otra zona muy valorada era la ojera como signo de disipación,
de que una mujer había dedicado la noche al amor, o, si eran
vírgenes como promesa de sensualidad.
Como signo de disolución, pero también como
marca del maquillaje. La marca de disolución es una contraseña
social. Victoria Ocampo cuenta que una vez cuando tenía más
de veinte años la hicieron levantar de la mesa porque tenía
los labios pintados. Cuando ella tenía más de 20 años
quiere decir, alrededor del 10. Allí había en la ojera,
en el lunar, que también podía ser pintado con maquillaje,
un límite que se transgredía. El maquillaje estaba funcionando
como una contraseña.
Es sorprendente cómo Victoria Ocampo utiliza para
escribir la historia de su gran amor en La rama de Salzburgo el estilo
de estas novelitas.
El lenguaje del amor está vinculado de alguna manera
a lo menor. Victoria Ocampo, cuando le dice a Julián Martínez
a tal hora del día leamos tal libro. Eso es una hipercodificación
del lenguaje del amor que tiene que ver con el lenguaje de las flores,
de la ucronía que es el amor. Porque el amor es un recorte,
dentro del tiempo, de un tiempo que no pertenece al tiempo. Y es un
tiempo ucrónico donde los amantes, a pesar de estar en espacios
paralelos, están viviendo en el mismo espacio-tiempo. Entonces,
suele aparecer ese ámbito totalmente clausurado y público
que es el ámbito de la mirada. Cuando dos enamorados se miran
tiene que ver con esa separación dentro del espacio y el tiempo.
Porque una ucronía es la utopía de un tiempo ideal.
Y ese tiempo está sustentado en esos lenguajes. Es lo que hacía
Victoria Ocampo cuando le decía a Julián: Lea
a Colette a tal hora. Porque del amor era muy difícil
hablar abiertamente, una de las formas de hacerlo era la literatura.
Estamos pensando en una sociedad que quería normalizarse en
la institución familiar a través de determinado tipo
de descendencia legítima entre padres e hijos, tanto en los
sectores altos como en los populares. Si la modernidad era también
normalizarse, el lenguaje del amor es el que permite fisurar las barreras
de la normalización para reservar espacios que queden libres
de ella. Y ahí vuelvo al tema del erotismo, porque el erotismo
que tenían estas novelitas también creaba ese espacio
atópico donde la literatura servía para comunicar todo
lo que era difícil de comunicar según otros discursos
sociales. Por eso no es extraño que me haya interesado por
esto. Porque, aunque parezca una de las formas más obvias del
entretenimiento, tiene elementos que funcionaron en un curso de aprendizaje
de las costumbres impuestas y también contestando y refutando
a esas costumbres impuestas. De hecho, su desaparición en la
década del 30 marca que se cierra una etapa que va a ser cubierta
por otras formas de la literatura y del entretenimiento. Por ejemplo,
formas técnicas como el cine.
También me parece que hay algo en común con
la literatura del 80 en cuanto a ciertas insistencias. Por ejemplo
el castigo por la mezcla, por ejemplo del señorito con la china,
del viejo con la joven que está en pos de su dinero, de la
prostituta con el cliente. También ahí había
una intención normalizadora, pero no se hablaba de amor sino
de deseo. Era el deseo el que generaba mezclas desgraciadas.
Yo creo que donde se diferencian estos textos posteriores
es que al pertenecer a la industria cultural tienen un interés
puesto en el entretenimiento muy fuerte. A través de ellos
el entretenimiento pasa a ser algo legítimo, habla de un nuevo
público y de que ese nuevo público no se relaciona con
la literatura de una manera tan ideológica y programática
como el público de la literatura del 80. Marca el surgimiento
de gente diferente que va a tener con el mundo de lo simbólico,
con el arte, con la literatura, una relación fundamentalmente
de entretenimiento. A pesar deestar cruzadas con normativas, con prohibiciones,
con reglas, las novelas de El imperio de los sentimientos mantienen
algo que es del orden de la ensoñación. En cambio la
literatura del 80 no es una literatura que les proporcione eso a sus
lectores.
¿Qué significa para usted eso que señala:
el uso de una estética anterior como el posromanticismo. Cuando
los escritores eran naturalistas, las mujeres escribían también
desde el posromanticismo. Y no creo que la explicación sea
el pudor.
Yo creo que es porque es algo que ya se ha aprendido. En
el caso de las mujeres, en el caso de los que recién llegan
al campo de la literatura, las habilidades que se aprenden son las
que están plenamente establecidas, las que tienen una retórica
totalmente codificada. Por otra parte era más fácil
codificar una retórica posromántica que una naturalista
que obliga a otras operaciones. Porque una retórica posromántica
es una retórica que está muy pegada a cierto expresivismo.
Y con formas, figuras, metáforas muy establecidas, paquetes
de estética que se puede comprar llave en mano. Frente a la
experimentalidad que podía tener Lunario sentimental en ese
momento al margen de la calidad poética de Lugones o la complejidad
de construcción de las Odas seculares que además tienen
todo un repertorio clásico en el cual están tramadas
y pensadas, la retórica posromántica pedía menos
tanto desde sus lectores como de sus escritores.
¡Ah,
qué best sellers
aquellos!
En El imperio de los sentimientos Sarlo cita extensamente
La pianista, un texto de González Arrili que bien podría
ser el retrato de una novelera periódica: La
niña pianista no llegaba a profesional; quedábase en
aficionada que ponía su alma en la punta de los
dedos y transmitía a las teclas una vibración que en
cada caso era distinta... Si alguna noche grande la pianista de la
casa tenía el alma preparada para las interpretaciones famosas,
corría la cuadra el aire lleno de notas arrancadas bien
dicho está: arrancadas, al pentagrama de Chopin. (...)
Los valses cantados hacían su furor y les ganaban por largas
distancias a las vidalitas o estilos que pudiera machacar cualquier
muchacha enamorada por tercera o cuarta vez. Los valses cantados tenían
todo lo que hay que tener para merecer la predilección de las
porteñas: ligereza, fuerza emotiva, versos hamacados, con ondas
prolongadas, robustas de ecos soñadores.
Un ama de casa de los años 20 conocía los clásicos
musicales por las partituras, recitaba por lo menos las rimas de Bécquer,
podía asistir a conferencias en alguna sociedad de fomentos.
Nada que ver con la Doña Rosa que hoy imagina Neustadt.
Es que era gente que se tenía que procurar el entretenimiento
produciéndolo en el mismo momento en que se lo procuraba. Recién
cuando llegan los medios orales y luego audiovisuales el entretenimiento
viene fuera de la esfera en donde se lo consume. Pero en ese momento
para bailar había que tocar el piano. Porque incluso, cuando
vinieron el fonógrafo y los rollos de pianola, eso significaba
una inversión que los sectores medios y populares no hacían
de movida. Por eso digo que, al margen de la industria cultural que
era solamente escrita, otro tipo de entretenimiento debía ser
producido por los que se entretenían con él. Eso se
ha terminado salvo en algún bolsón rural.
Niní Marshall o los hermanos Aída y Jorge Luz
deben ser producto de esa cultura.
Sí, porque ese tipo de artistas tenía que
ser extremadamente diestro. Ellos reproducían la necesidad
de ser su propia orquesta.
El
imperio de los sentimientos sería también un imperio
pedagógico ya que hacia el final del libro hay una apuesta
a que la educación sentimental por entregas (en el doble sentido
de la palabra) incluía una vida clandestina más evidente
en los años en que el libro fue escrito, adonde aún
el tinellismo cultural no había cristalizado en una puesta
en escena que ordena que deseos y sentimientos deban ser disciplinados
en una también periódica novateada virtual. A través
de esas lecturas populares de los 20, según Sarlo miles
de lectores experimentaron un placer que, si no los enfrentaba con
la dificultad ardua de la belleza, para decirlo con palabras de Baudelaire,
los entrenaba en la lectura de discursos. Si no los sumergía
en un universo problemático y denso de contradicciones, les
proporcionaba sus primeras, quizás, experiencias literarias
de la adolescencia o de la juventud. La aceptación de lo ficcional,
el placer en la estetización del relato son condiciones para
que otros posibles narrativos y estéticos sean aceptados.
Yo creo que la lectura es un aprendizaje total, una máquina
que crea disposiciones libertarias que después, si se quiere,
permite hacer otras. Entonces cuando uno ve que en paralelo con estas
novelitas en la década del 20, y muy tumultuosamente en la
década del treinta, empiezan a salir todas las ediciones populares
de Tor, Espasa Calpe y Claridad que son miles y miles de ejemplares,
puede profetizar no que cambió un público por otro sino
que los públicos se pasaban. Hoy es más difícil
pasar de un programa de Nico Repetto a cualquier otra cosa.
Pero sigue afirmándose que las mujeres leen muchísimo
aunque se las acuse de leer gran parte de los libros de autoayuda.
De lo que podemos estar seguras es de que las mujeres leen
más. Y eso tiene que ver con rasgos culturales que se vinculan
más con la ensoñación que es un lugar de mujer.
Que los hombres ocupan vicariamente y ocupan denegándolo. Las
mujeres consumen más productos simbólicos. Por otra
parte, si uno pudiera hacer una comparación de catálogos
entre las grandes editoriales populares de la década del 30
y del 40, eran más amplios, más inclusivos, producían
mejores productos en traducciones peores y en libros materialmente
horribles. Otra cuestión es la de los best sellers de la época.
Por ejemplo El matrimonio perfecto del Dr. Van de Velde todos
hemos aprendido ahí algunas destrezas era un texto cientificista,
es decir que tenía una armazón discursiva más
sólida en comparación con cualquiera de los libros de
hoy sobre las zonas erógenas privilegiadas, por ejemplo, adonde
también entran el irracionalismo, el animismo, el teísmo
y la curación por las piedras.
También los best sellers de los años sesenta
tenían estructuras muy complejas en relación con los
de hoy. Si se piensa en Los burgueses, de Silvina Bullrich, El incendio
y las vísperas, de Beatriz Guido, o La señora Ordóñez,
de Martha Lynch.
Creo que Beatriz Guido en La casa del ángel redescubre
la narrativa de la clase alta argentina. También es quien produce
un cambio importante en la obra de Leopoldo Torre Nilsson. En El incendio
y las vísperas hay una escena donde aparece Juan Duarte tomando
sol en el Jockey Club y que dice algo así como tenía
esa piel del color blanco lechoso del que sólo había
tomado sol en el río. Si uno piensa en los best sellers
contemporáneos no es una novela despreciable.
En las notas periodísticas en donde se da cuenta de
un público lector mayoritariamente femenino no deja de haber
un matiz de alarma.
Eso ya empezó en el siglo XVIII. Rousseau en uno
de los prólogos a La nueva Eloísa dice: Las novelas
no son perjudiciales para las mujeres jóvenes dado que no deben
leerlas. Que es como decir si hay una mujer joven que
está leyendo una novela es porque ya se ha perdido. No es que
esta novela la pierda. Es que la ensoñación no
es sólo enajenación, de ahí es que se la señale
como peligrosa. Por eso lo que valió la pena es el esfuerzo
de no considerar estas publicaciones sólo sociológicamente.
Lo que valió la pena es poner una escritura al servicio de
aquella otra escritura de hace 50 años. Para leer estas novelas
trabajé contra las hipótesis marxistas clásicas
de que toda ensoñación es alienación. Un material
de la ensoñación es un material de la libertad.